lunes, 8 de agosto de 2011

ANTIARTISTAS



Existe una coincidencia más o menos generalizada que el artista es, ante todo, un ser libre.
Sin libertad no hay creatividad, ni mucho menos cuestionamiento, ni por lejos crítica que merezca ser tenida en cuenta.
Podríamos hacer una extensa lista de artistas que sufrieron la incomprensión  o la indiferencia de su época y que muchos años después (a veces hasta siglos) se tomaron revancha con la sociedad ignorante que ni siquiera los tuvo en cuenta.
Por citar dos ejemplos que me vienen a la mente en forma instantánea: Franz Kafka o Vincent Van Gogh.
Si el amigo del autor de La metamorfosis hubiese seguido al pie de la letra las instrucciones del formidable escritor checo, ésa y otras obras maestras como El proceso habrían sucumbido bajo el fuego.
En el caso de Van Gogh, fue su hermano Theo  quien, a partir de una de las más maravillosas historias fraternales que recuerde la humanidad, mantuvo viva la llama de la genialidad del gran Vincent para la posteridad.
Hoy, en las antípodas de las atormentadas existencias de Kafka o Van Gogh, sin atravesar ni un céntimo de las dificultades de aquéllos, cualquiera cree que puede convertirse en artista a partir de la más grosera de las herramientas: la fama. O de una sucursal no menos repugnante: la obsecuencia.
El genial Facundo Cabral decía en uno de sus maravillosos espectáculos: “La fama, esa prostituta que se vende al mejor postor, aunque sea el peor”.
Desde cantantes románticos hasta cocineras y conductores televisivos tienen sus compactos o libros autobiográficos que a alguien deben de interesar pues se venden. Algunos, demasiado bien para la vulgaridad que ofrecen.
En la sala de espera quedan compositores, bandas y autores de poesía o narrativa que, con fundadas dotes artísticas, deben cultivar otro arte, el de la paciencia, para evitar el desánimo y soñar con la llegada de su oportunidad.
Acabo de ver y escuchar por televisión al Ministro de Economía, Amado Boudou, tocando la guitarra eléctrica con sus amigos del grupo ultra K La Mancha de Rolando, e intentando algo parecido al canto.
Lo más encomiable de Boudou es su falta de temor al ridículo, algo imposible de disimular ante su evidente carencia de dotes para estar sobre un escenario.
A él no le importa. Es moderno. Es cool. Es, para algunos, un triunfador.
El futuro puede ser más asombroso que lo que vi en televisión: ese malogrado cantante y guitarrista puede llegar a ser vicepresidente de la República.
Sandra Russo, una de las panelistas del hiperobsecuente programa oficialista “6,7,8” es “autora” (¿o sería más prudente escribir “oyente”?)  de La Presidenta, algo con forma de libro que avergüenza dos profesiones a la vez: el periodismo y la literatura.
Escribir una pseudobiografía (en realidad, un soliloquio sin el menor rigor biográfico) corregida por la protagonista de la historia, es una de las bajezas más intolerables a las que puede denigrarse una amanuense, que supongo no pretenderá que la llamen ni periodista ni escritora.
Un periodista y escritor legítimo, honesto, verdaderamente profesional, no acepta ni una línea de censura sobre sus textos. Mucho menos una supervisión de lo escrito por el sujeto de su historia.
Son otras épocas.
Algunos logran demasiado con muy poco, mientras los que merecen el lugar continúan en la sala de espera.
El poder, la fama y la obsecuencia han determinado la aparición de una nueva raza: los antiartistas. Pretenden ser lo que no son a fuerza de prebendas o de componendas políticas.
Contrariamente a Kafka o Van Gogh, el olvido devorará rápidamente sus engendros.
Mi admirado, y ya citado, Facundo Cabral dio en Pateando tachos la más formidable definición de lo que debe ser un artista. Dijo: “Soy el único ciruja profesional; a mí la gente me paga para que diga y haga lo que no se debe, que es lo que se debería”.
Los antiartistas llegan al escenario, al libro o a al compacto por el camino inverso, a cambio de hacer exactamente lo que se espera de ellos, sin la menor pizca de rebelión.
La comparación es tremenda, lo sé.
En este rincón: Franz Kafka, Van Gogh, Facundo Cabral.
En el otro…, mejor olvídenlos.
Como canta Enrique Pinti, otro que está para el cuadro de honor:
“Pasan los mecenas, pasan los censores,
pasan los hipócritas y los moralistas,
tiempos peores y tiempos mejores,
quedan los artistas”.


lunes, 18 de julio de 2011

MEDIOCRIDADES


En un mundo mediocre, las mayores posibilidades son para los que transitan por ese territorio.
Sucede en el arte, en la política y –por supuesto- en el fútbol.
La eliminación de la Copa América de cuatro selecciones que proponían un juego más arriesgado, más vistoso, más ligado con la esencia de este hermoso deporte, resucitó a los resultadistas de este continente, que estaban exiliados en las entrañas de la tierra cuando el Barcelona hizo trizas su prédica sofista.
Por encima de sus defectos o aristas criticables, Brasil, Argentina, Chile y Colombia profesan un respeto por el destino del balón que emparenta al deporte más popular con el arte y no con la estadística.
La avidez consumista produjo una de las frases más nefastas de las que tengo memoria: “Si no ganas, no existís”.
Un fariseísmo que no soporta el menor análisis: nada tiene que ver el conseguir con el ser.
Sin embargo, los mediocres necesitan razonar desde el conseguir (donde las cosas se compran o se obtienen especulando) y no desde el ser (más ligado con la creatividad, con la existencia, con valores morales).
Estos mercaderes de la mediocridad y el panquequismo (Fernandito, El Locutor Oficial, quien, aunque dedicado profusamente al felpudismo K, no olvida el balompié) hacen su negocio comercial lejos de la pasión del hincha que dicen defender.
El periodismo deportivo argentino acompaña esta oleada de mediocridad desde hace décadas. Es uno de los más pobres del mundo, salvo las excepciones de rigor. Resulta titánica la tarea de hallar en gráfica, radio o televisión exponentes con buena escritura, rica verba  y –ya poniéndonos demasiado exigentes- reflexiones sesudas y atractivas.
Hoy basta contar cuántos “jugadores hay en cancha” o repetir “números telefónicos” (4-3-1-2; 4-4-2) que, supuestamente, explican la “estrategia” o la “táctica” de equipos amarretes, despiadados en la destrucción del rival y sin otro objetivo más altruista que evitar que les hagan un gol y luego “ver qué pasa”.
Si para tan mediocre objetivo los diez jugadores deben colgarse del travesaño junto a su arquero, eso será un triunfo de la “táctica”. Si lo disimulan un poco y juegan algo más adelante del travesaño, estos falsarios de la palabra y de la moral futbolera hablarán de “un equipo ordenado”.
Veo mucho fútbol y, además  -y es aquí donde le saco kilómetros de ventaja a muchos periodistas, opinadores o locutores- lo jugué con intensidad durante muchos años.
La mayoría de los que no entienden “cómo Tévez pudo errar ese gol”, la única que vez que se pusieron pantalones cortos fue para ir a la playa. No tienen idea de cómo es un vestuario de fútbol, ni se bancaron puteadas a veinte centímetros del alambre, y desconocen las “bondades” de un baño de gargajos, por ejemplo.
Parece una chicana, pero no lo es. Define. Para el análisis, lleva ventaja el que conoce el terreno.
Hablar de Uruguay como un gran equipo es, ante todo, un signo de haber visto poco fútbol y, después, una muestra de un paladar repugnante.
Equipo espantoso, con marcadores centrales duros como estatuas, mediocampistas con físico y actitudes de rugbiers, y delanteros que lo único que pueden hacer es aguantar la pelota, porque se le tiran con forma de ladrillazo desde atrás, es una selección que provoca dolor de ojos y –desde ya- de tibias, tobillos y peronés rivales. Es un “equipo que sabe a qué juega”, según los vendedores de resultadismo.
Juega a no dejar jugar, que es lo más detestable que un amante de este deporte puede encontrar en una cancha. Resalto lo de “amante de este deporte”, pues los que festejan a este Uruguay no son amantes de nada. Se acomodan cuándo y dónde les conviene, y en los momentos en los que su prédica falaz no germina, se esconden bajo la tierra, como dije.
Brasil lo tuvo 120 minutos contra las cuerdas a Paraguay. Inexplicablemente, cuando fueron a los penales, tres brasileños erraron y un cuarto fue atajado por el arquero Justo Villar. Lo diarios brasileños destacaron que fue el mejor partido que jugó su seleccionado, incluyendo los de Eliminatorias para Sudáfrica 2010 y hasta los del mismo Campeonato Mundial de ese año.
En la Argentina, la discusión pasa por saber por qué Messi (que jugó una Copa América fabulosa) no canta el himno, o en desesperarse para pedir la cabeza del entrenador Sergio Batista. Tenemos una insustancialidad para el análisis profundo que resulta alarmante.
Nos perdemos en los detalles anecdóticos o directamente abominables. Burdisso, uno de los peores zagueros centrales que me ha tocado ver en mi vida (no sabe anticipar, no cabecea, no cruza con exactitud) sabe que en nuestro país el tribuneo funciona. De allí que increpara a Messi en el vestuario, sabiendo que la prensa deportiva carroñera iba a reproducir su exigencia de “poner más”.
Lionel Messi, que es un pibe ejemplar en todo sentido, seguramente la dejó pasar y, a su turno, hizo su trabajo como él sabe hacerlo: magistralmente. Burdisso, llamado a actuar, hizo su parte acorde con su falta de jerarquía: sus actuaciones fueron deplorables, a un paso del ridículo, coronadas por un penal pateado con las pantuflas puestas.
Hace muchos años, el hoy director técnico Mario Finarolli (quien jugó entre muchos otros equipos en mi querido Temperley), me dio una definición magistral de la cuestión: “Se juega al fútbol como se vive”.  
Miremos a nuestro alrededor en todos los ámbitos y comprobaremos que los mediocres no se resignan a tratar de imponer su prédica purulenta, viscosa, repugnante.
Desde 1973, con el memorable Huracán de César Luis Menotti, hasta la fecha, les vengo dando batalla y ni se me ocurre capitular.
Por lo que me dijo Finarolli aquélla vez.
Lo que está en juego es mucho más que un partido.
Es una idea, una ética, una forma de vida.

jueves, 14 de julio de 2011

COMBO


“Tenés que aceptar el combo entero; de lo contrario, no sirve”, le explicaba un simpatizante kirchnerista a mi mejor amigo, en un intento de justificar -con una suerte de obediencia debida- todas las aristas del modelo: las buenas (algunas tendrá, sobre todo los proyectos birlados a la Coalición Cívica) y las malas (que son incalculables).
En buen criollo: el modelo no se discute, a la Jefa no se le planta nadie y todo está pum para arriba.
Las publicidades (falsas) del Fútbol para Todos son absolutamente verdaderas.
Es una calumnia que, un cantautor que despreció a la ciudadanía porteña, tenga –como se comenta- seis dígitos de buenas razones (nacionales) para su felpudismo K.
Los sueños siempre fueron compartidos: los sueños para la gente y el dinero para los que estafaron a la gente. Un manera, cuanto menos inequitativa, de compartir.
En el Mercado Central no se puede vender ni Clarín ni Olé. Lo que no se ve no existe. Lo que no se vende, tampoco.
Los brillantes y jóvenes profesionales de La Cámpora deben controlar los excesos contrarios al modelo, por lo tanto hay que colocarlos en las listas para octubre y distribuirlos en empresas estratégicas del  Estado. Que sus sueldos sean escandalosamente oligárquicos, es lo de menos.
Había una época en que los supuestos revolucionarios intentaban predicar con el ejemplo.
No es ésta.
Si el organismo que debe combatir la discriminación es un conventillo, que terminó con la renuncia de sus dos máximas e impresentables autoridades, a las que sólo les faltó tomarse a golpes de puño, es otra campaña de las corporaciones multimediáticas.
Que Filmus no ganara en primera vuelta revela que  los porteños son reaccionarios, desagradecidos, ignorantes, nazis, fascistas, franquistas, onanistas y siguen las firmas.
Si una diputada se proclama stalinista no hay nada que objetar: unos cuantos millones de muertos, y para colmo en el pasado, no es motivo para distraernos de lo esencial.
Lo esencial sería el modelo.
Reconozco que ignoro cuál es el modelo.
No soy el único.
Aunque no haya modelo, si se quiere ser un disciplinado kirchnerista, “hay que aceptar el combo entero”, como sostiene un amigo de mi mejor amigo.
El Pensamiento Único es el único pensamiento que no debemos permitirnos.
A esta altura de la historia, el combo entero huele a sopa de Goebbels.
Somos muchos los que vamos armando nuestras ideas con distintos pensamientos, aún con errores y contradicciones a los que no vale temer.
Aceptar hoy la idea de un “combo entero” como si se tratara de una virtud, es dejar en evidencia una brutal ignorancia.

martes, 12 de julio de 2011

ASCO



Una de las más patéticas expresiones de la decadencia es el odio.
Hace un tiempo, el hombre dilapidó veneno contra un cantautor guatemalteco que atrae multitudes, lo cual no mejora ni empeora su calidad artística. El tema en cuestión es que el otro hombre (el guatemalteco) abarrotó el Luna Park durante varias jornadas, estadio que a nuestro intérprete vernáculo hace años que le resulta inalcanzable.
Tras las elecciones capitalinas del pasado domingo, su odio se pudo leer en forma de carta en un diario oficialista.
“Da asco la mitad de Buenos Aires”, sostiene quien –paradójicamente- vive desde hace tiempo en ésa ciudad, aunque nació en Rosario.
Hace alarde de un  progresismo que debería estar reñido con los autos de alta gama, los hoteles cinco estrellas, o los lujos que él ostenta para su vida, sin que nadie –por lo menos públicamente- dijera que le produce “asco” ese modo tan poco bohemio de andar por la vida.
Hubo un tiempo en que los artistas cultivaban la bohemia.
Ya lo dijo Charly: “Hubo un tiempo que fue hermoso…”
Hoy, que el tiempo dejó de ser hermoso para él, cuando el brillante ya no fulgura sobre el mic, la mariposa technicolor quedó presa en el tablero de un taxidermista y la ciudad de pobres corazones tiene una mitad que da “asco”, se adivina que algo no anda bien.
En él.
Si sus discos más recientes han sido literalmente horribles, faltos de inspiración musical, poéticamente paupérrimos, temáticamente insustanciales, es muy probable que la causa esté en los oyentes, que no han sabido interpretar las bondades artísticas del compositor.
No estaría mal considerar, entonces,  que, no ya la mitad, sino la mayoría de los oyentes dan “asco”.
Aunque probablemente pueda generar incomodidad, tristeza o indignación, que un artista en decadencia, sospechosamente oficialista (se sabe que cantar en recitales oficiales engrosa notablemente la cuenta bancaria), le enrostre su propia miseria al prójimo.
Para cuestiones como ésta, en mi proletaria Villa Galicia natal, de mi querido Temperley, recomendaban comprarse un espejo y someterse a su veredicto parándose enfrente.
Pero él, que anduvo por Europa y buena parte del mundo, ni siquiera conoce Villa Galicia.
Vive en Buenos Aires, una ciudad en la cual la mitad de su gente le da “asco”.
El asco es uno de los canales de la intolerancia, expresión que se lleva de maravillas con el autoritarismo.
Cuando un artista, que debería ser una invitación a la reflexión, exhala veneno, cuando descalifica, cuando siente “asco” por quienes no comparten su pensamiento, se está calzando el ropaje de aquellos fascistas a los que, por lo menos en su retórica, afirma combatir.

jueves, 21 de abril de 2011

EL OFICIO DE PENSAR



Mario Vargas Llosa inauguró la Feria del Libro y no ocurrió la catástrofe que algunos mediocres, obsecuentes e insensatos oficialistas pronosticaban.
El Predio Ferial de Buenos Aires no voló en mil pedazos, el Obelisco sigue en su lugar y no aparecieron hordas de intelectuales liberales intentando linchar nacionalistas.
El discurso de inauguración del Premio Nobel de Literatura llevó su marca en el orillo: fue contundente e irónico.
Algunos botones de muestra:
* "Leer nos hace libres, a condición de que podamos elegir los libros que queremos leer".
* "Los comisarios políticos han reemplazado a los inquisidores de antes".
* "Nazis, fascistas y militares han tratado de domesticar a lo largo de la historia a los pueblos... por suerte siempre han fracasado”.
Manifestaciones que no sorprenden a quienes conocen la obra de Vargas Llosa, donde la mayor parte de sus novelas critican, combaten y se burlan despiadadamente del poder y de los –supuestamente- poderosos.
Un funcionario gris, con discurso y anatomía de personaje kafkiano, Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, intentó impedir “junto a un grupo de intelectuales K” (me desayuno que existen; siempre pensé que eran términos antagónicos) que el gran autor peruano inaugurara la Feria del Libro, argumentando una serie de insensateces que, en un país serio, hubiesen provocado su inmediata remoción del cargo.
Aquí, confirmando que continuamos reñidos con la seriedad, hubo voces obsecuentes y cómplices que acompañaron a la del bibliotecario, pero la oportunista intervención de la Presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, hizo naufragar el intento de veto.
¿A quién se le ocurre tratar de silenciar a semejante ícono intelectual, para colmo reciente ganador del Premio Nobel de Literatura, nada menos que en el ámbito de la Feria del Libro?
De tan ridículo, cuesta creer que algunos pretendieran censurar a un escritor en un contexto democrático.
Desconozco si González escribió algún libro. Si lo hizo, además de torpe e intolerante, su actitud es inexplicable.
Cada libro que leemos nos cambia la mentalidad para bien. Aunque ese bien signifique revisar hoy nuestros pensamientos de ayer.  Que no significa en modo alguno cambiarse cada tanto  impúdicamente de camiseta, como aquél otro funcionario lenguaraz que dictaminó (vaya a saber investido de qué conocimiento en la materia) que tanto Vargas Llosa como  Fernando Savater “hablan pavadas”.
Si estos dos señores hablan pavadas, muchos pavotes (orgullosos de serlo) disfrutamos de sus  pavadas como formidables ejercicios del pensamiento.
Recuerdo la lectura de La tía Julia y el escribidor como una de las aventuras más fascinantes que emprendí  como lector. Con los años, sospecho que fue alimentando mi deseo de entrar de lleno en el oficio de escritor. Sí, escribí oficio. Así lo definía mi querido Osvaldo Soriano.
En la charla abierta que, luego de la lectura de su texto inaugural, mantuvo con el también escritor y periodista Jorge Fernández Díaz, Vargas Llosa confirmó la necesidad de trabajar disciplinadamente para producir algo que merezca llamarse literatura.
Habló de historia, de cuestiones autobiográficas, de lo importantes que fueron en su vida algunos libros (Madame Bovary, de Gustave Flaubert, y también la correspondencia entre el autor y su amante, por ejemplo) y de política, como era de esperar.
Es un placer escuchar a Vargas Llosa. Tanto como leerlo, que es lo que muchos de los que lo critican o intentaron vetarlo no han hecho.
Eso podría inferirse de los diputados  Diana Conti y Adrián Pérez. Para la primera, el formidable hablador peruano escribió Las venas abiertas de América Latina, mientras el segundo le adjudicó la autoría de Cien años de soledad.
Sería conveniente recomendarles a Eduardo Galeano y a Gabriel García Márquez, respectivamente, que hablen con sus abogados para iniciar acciones legales.
El episodio dejó al descubierto los niveles de ignorancia que aquejan al político medio argentino.
Concepto que podría extenderse a ciertos intelectuales, que empequeñecidos por la presencia del gigante, terminan asustándose y tirando zarpazos al aire, en lugar de colocarse el overol y abocarse  –disciplinadamente- al oficio de pensar. Para lo cual es necesario reconocer que siempre habrá quienes piensan mucho y mejor que uno. Es una suerte: ¿acaso existe algo más estimulante que la posibilidad de aprender?
Tiro por la culata para quienes intentaron ensombrecer su presencia en Buenos Aires, el paso de Vargas Llosa dejó la impronta de un escritor y pensador que, con su obra y su palabra, continúa dejando al descubierto dobleces, mentiras y calamidades que prohijan la intolerancia, la cortedad de pensamiento, el autoritarismo.
Lo que más lamento es que Vargas Llosa partirá  a seguir pensando en otra parte y les dejará  la cuota de pantalla a los ignorantes de siempre.

lunes, 11 de abril de 2011

EL DOLOR DE YA NO SER


Inevitablemente, hay momentos en la vida en los que el tango es el único aliado.
“La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”.
Leo los foros de páginas webs varias y compruebo cómo, amparados en el cobarde anonimato de un nick, personas que temblarían de miedo ante la sola posibilidad de firmar esas mismas líneas con nombre y apellido, denuestan a diestra y siniestra a sus odiados de turno.
Desde hace un tiempo, se enseñorea por la Argentina una censurable tendencia a la descalificación del que no se acerca a nuestro pensamiento. Mucho tiene que ver el oficialismo en el crecimiento exponencial de esta cultura del odio. No porque sea intrínsecamente perverso, sino porque la dualidad, el maniqueísmo, el conmigo o contra , le resulta funcional a su política egoísta y prebendaria.
En nuestro país cada vez se piensa menos. O se piensa mal. O se piensa peor.
Y, muchísimas veces, ni siquiera se piensa.
Cualquier excusa es buena para tirar un par de golpes: una encerrona de tránsito, una diferencia de camisetas o divergencias ideológicas.
Los que no se atreven a volver reales esos instintos violentos, los subliman virtualmente. Se insultan, se descalifican y se ofenden entre sí, sin oponer una sola idea.
Unos son ladrones, los otros no saben gobernar; estos son ignorantes, aquellos elitistas. Nos volvimos especialistas en griteríos banales que no llegan a la categoría de discusión.
Este penoso descenso cultural se confirma en la escritura de los foristas web: horrores de ortografía, nombres propios mal escritos, verbos conjugados con dislexia. Aseguro que Jorge Luis Borges no sobreviviría a la lectura de uno solo de estos foristas, aunque seguramente se divertiría mucho.
Cada día que perdemos en no discutir qué somos y hacia dónde vamos; cada hora que desperdiciamos en no tratar de desentrañar por qué la muerte se instaló entre nosotros ante la pasividad social; cada minuto que no nos alarmamos porque en esta Argentina -literalmente- hay gente que muere de hambre, estamos, por acción u omisión, firmándole un cheque en blanco a esta dirigencia pestilente que subsidia la pobreza para tomar rehenes políticos, y pretende imponer el pensamiento único a través de patéticas teletrincheras como “6,7,8”, que además de ser un producto espantoso resulta carísimo para el erario público.
En tanto nos acostumbremos a que nos traten como lelos, se nos rían en la cara afirmando que no pasa lo que pasa, estaremos convalidando el modelo donde los cobardes foristas de la web se creen émulos de Einstein –aunque dudo que lo conozcan- y un grupo de forajidos morales se arrogan una representatividad que no tienen, pero que saben comprar.
La única manera que conozco de evitar ese estado de cosas es pensando, ubicando en contexto los hechos, analizando, yendo más allá de aceptar que estamos fenómeno porque hay récord de ventas de autos cero kilómetro.
Hubo una época, que afortunadamente conocí, en la que a mucha gente le interesaba más comprar un buen libro que un blackberry; años en los que Woody Allen medía más que Tinelli; días en los que algunos dirigentes políticos eran respetados por una condición esencial: su honestidad.
Hoy no se piensa en eso. Ni en eso ni en algo que, aún lejanamente, tenga que ver con eso.
“Alguna gente no piensa jamás. Yo me torné una celebridad pensando dos o tres veces por semana”, aseguró  hace muchísimos años el genial George Bernard Shaw.
En la Argentina 2011, escasean las celebridades.

jueves, 31 de marzo de 2011

LOS UNOS Y LOS OTROS


Los hechos tienen la incuestionable virtud de desnudar la realidad.
El confuso y vergonzoso episodio del bloqueo a los diarios Clarín  y –en menor cantidad de horas- a La Nación confirman lo sabido: al gobierno kirchnerista le importa un rábano la libertad de prensa y de opinión.
En su afiebrada, planificada y funcional paranoia política pone el escenario en estos términos: o se está con el gobierno o se está contra él.
Es verdad que Clarín mantiene un conflicto de años con un grupo de trabajadores, pero también lo es que éstos reclamaron refuerzos al sector menos indicado.
Fiscales que solicitaron el cumplimiento de la ley se encontraron con la negativa de la funcionaria del área para hacer cumplir la medida.
Un acto inadmisible para la salud democrática de una República que –hoy- la Argentina no es.
Entre las voces periodísticas que escuché condenando la medida, rescato al siempre lúcido Jorge Lanata, enfrentado históricamente con el Grupo Clarín, pero dispuesto a defender –pese a sus disidencias ideológicas- una libertad fundamental para la República democrática.
Lanata priorizó el interés común por sobre la conveniencia personal. Y así lo hizo saber.
Es sencillo: sin libertad no hay periodismo ni trabajo para los periodistas.
Y ahondó: actualmente existen periodistas trabajando a desgano en medios adictos al gobierno. Los comprendió, pero no los justificó.
Hace rato que mi respeto intelectual por uno de los fundadores de Página/12 viene en alza.
En la otra punta del espinel, El Locutor Oficial, como se lo conoce desde hace un tiempo en ciertos medios independientes, presentó su renuncia a una asociación de periodistas, que repudió los hechos.
Quisiera entenderlo como un acto de sinceridad: nada tenía que hacer allí.
Sin embargo, ocupa un lugar como tal conduciendo un programa bochornoso desde su título –que desestima de plano cualquier posibilidad de disenso-, que mide apenas poco más de un punto de rating, aunque reciba una jugosa pauta publicitaria oficial, al igual que el canal paraestatal que lo transmite, que apenas supera los cuatro puntos en el total de las mediciones diarias.
Desde esa tribuna cómplice, no se priva de bajar línea partidaria, invitar voces oficialistas, señalar con el dedo a los infieles al modelo, ni mucho menos de contar las costillas de los monopolios, siempre enredados en maquiavélicas –y reales- componendas corporativas.
El tema radica en qué entidad moral se le puede adjudicar a un fiscal que, luego de más de dos décadas de combate contra el que consideraba el diablo en la casa matriz del fútbol argentino, al día siguiente de la estatización de las transmisiones de los partidos, dijo en su programa de radio, palabras más, palabras menos: “Si ahora tuviera que recibirlo como a San Martín en su caballo blanco después de cruzar la cordillera, no tengo ningún problema”.
No me lo contaron ni lo leí: lo escuché en directo.
El Locutor Oficial comenzó a perder oyentes a raudales y yo a ganar varias apuestas simbólicas: nunca compré su personaje altivo, pretendidamente culto, obscenamente exhibicionista, fatuamente refinado y componedor.
Y –para mi gusto- engolado y sobrevalorado relator.
Durante años insistí ante amigos y familiares: “Algo en este tipo no me cierra”.
Entre las cosas por las que siento genuino orgullo figura mi intuición.
Quedará para el misterio cuál es el motivo que empujó a este bon vivant a abrazar la causa K, supuestamente progre y defensora de los humildes, tan lejanos a él como París de Buenos Aires.   
El sabio Krishnamurti aseguraba que si uno formula correctamente la pregunta, en ella está implícita la respuesta.
Vale probar.
Krishnamurti es infalible.
Como era previsible, Lanata –inteligente y consumado provocador- retó a duelo dialéctico al Locutor Oficial.
Pero, como también podía preverse, el desafiado arrugó.
Nadie en su sano juicio acepta un debate de ideas del que emergerá chamuscado.
En la misma semana, como un agravio más a la inteligencia de algunos argentinos, en la Universidad de La Plata se distinguió al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, por su contribución a la comunicación.
En treinta años ininterrumpidos que llevo ejerciendo el periodismo, recién me entero que cerrar  más de una treintena de radios y silenciar voces opositoras en televisión debe tomarse como una contribución a la comunicación.
O mis maestros en la profesión me enseñaron mal, o no comprendí la lección.
El tema va más allá de la anécdota con Clarín, el rigor conceptual de Lanata, el sinuoso derrotero del Locutor Oficial, o la afrenta al libre pensamiento.
La pregunta es: ¿cuánto más tendremos que soportar?
Retomemos la recomendación de Krishnamurti y formulemos correctamente la pregunta.
La respuesta puede resultar escalofriante. 

miércoles, 23 de marzo de 2011

CONTIGO


En aquellos años de Radiolandia, TV Guía y Pantalla Gigante jamás me propuse comprobar si esos ojos –gigantescos y alertas- que me observaban desde una de las paredes de mi cuarto eran de color violeta.

Entre otras cosas, porque la página arrancada de una revista (no recuerdo cuál) y pegada con cinta skotch, era en blanco y negro.

Recuerdo que en esa etapa en que la autopista de la niñez se cruza con la de la adolescencia, conducía sin respetar velocidades máximas, ni colocarme el cinturón de seguridad, y sacándole una lengua stoniana a las señales de tránsito de la prudencia.

A esa edad, las únicas señales que uno respeta son las del cuerpo.

Para mí, la vida pasaba por el cine. Todo lo que ocurriera fuera de una sala o no estuviera relacionado con actores, actrices, películas o directores, pertenecía a esa gelatinosa zona gris que algunos llamaban realidad.

A ella la conocí gracias al cine.

Antes, pasaron curvilíneas y desconocidas siluetas suecas, o abundancias itálicas de una belleza feroz.

Pero cuando llegó ella –ni se les ocurra preguntarme en qué película, pues no me acuerdo- experimenté el escozor de estar ante alguien inigualable, diferente.

El rostro aterciopelado, la mirada electrizante, el escote delicadamente impúdico.

Fue Cleopatra para siempre. Y nos rendimos alelados ante su envolvente sensualidad, su latente y salvaje misterio.

Mi primo Joaquín no fue inmune al embrujo. En su conmovedora Una de romanos recuerda: “Si estrenaban Cleopatra y pedían el carnet, yo iba con corbata y pomada que cura el acné”.

Durante el rodaje lo conoció a él, que pulverizó nuestras bisoñas y alocadas chances. Y todo estalló: la pasión y dos matrimonios que se convirtieron en uno.

Como con cualquiera de los conductores suicidas de la existencia, hubo paz en el cine y revuelo fuera de él. Rencillas, regalos costosos para suturarlas, rumores de separación y luego el divorcio, profusamente promocionado por los medios.

Me costaba creer que él, un tipo refinado y con vocación nunca consumada de escritor, se resignara a perderla.

Hubo una segunda vuelta matrimonial, pero con el mismo final. De todas formas, siguieron en contacto permanente. Habrá que creer en eso que dicen, que el amor lo resiste todo.

Pocos días antes de morir, él le escribió una carta solicitando –como cualquier hombre que se precie de amar- una nueva oportunidad. Lo pidió con todas las letras: deseaba “volver a casa”.

Unos cuantos años y cartas antes, él le había escrito, seguramente inspirado por la desesperación: "Si me dejas, tendré que matarme. No hay vida sin ti".

Se entiende.

“Y morirme contigo si te matas, y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren".

Es un placer tener un primo como Joaquín, que sabe explicar poéticamente cuestiones tan complejas.

Imagino que después de la partida de él -a quien la vida le cumplió inesperadamente la advertencia epistolar-, Cleopatra comenzó a sentirse desconsoladamente sola.

Cuando abandoné las autopistas juveniles para desembocar en las avenidas de la adultez, empecé por respetar las velocidades máximas, prestando atención a las señales de tránsito y me abroché el cinturón de seguridad.

El recorte en blanco y negro fue devorado por la humedad de la pared de una habitación que ya no era mía, y muchas noches inciertas reclamo por aquellos ojos que me encendían una afiebrada y alocada ilusión.

La vida fuera de las salas de cine es insoportablemente tediosa.

“Hasta que aquella bici de mi niñez se fue quedando sin frenos y en la peli que pusieron después nunca ganaban los buenos”.

Sí, primo; otra vez tus versos son demoledoramente certeros.

Hoy que no conduzco por avenidas, ni mucho menos por autopistas; ahora que soy –a veces- sólo un desganado peatón, me enteré de la noticia.

Justo ahora.

Y entonces me arrepiento de no haber guardado el recorte, de resignarme a ser peatón, de tener que soportar el agravio que en las pelis que pusieron después nunca ganen los buenos.