jueves, 27 de septiembre de 2007

SILENCIOS


El fenómeno Racing es capaz de producir hechos asombrosos.
El Presidente de la Nación, Néstor Kirchner, optó por un pesado e indigerible silencio cuando la tragedia de Cromagnon segó 194 vidas.
También optó por hacer mutis por el foro cuando Daniel Varizat, un ex funcionario de su provincia, Santa Cruz, arrollaba con su camioneta 4 x 4 a un grupo de manifestantes patagónicos.
Ninguna palabra salió de la máxima autoridad del país cuando, semanas atrás, todos los indicios indicaban que en Córdoba la historia política argentina había exhumado prácticas de principios del siglo anterior. Fraude electoral, para ser más preciso.
Eran indicios solamente, claro.
Entre esos indicios figuraban 162 urnas virtuales. Es decir: 162 urnas más que las habilitadas oficialmente. Un indicio demasiado contundente.
En cualquier país serio del planeta, eso habría bastado para anular la elección y determinar su nueva realización.
Pero esto ocurrió en la Argentina.
El mismo país en el que el Presidente, llamado a silencio en cada uno de los hechos trascendentales que se suceden, decidió que la continuidad de Gustavo Costas como entrenador del Racing Club era un tema de estado.
Por lo tanto, merecedor de su respaldo público.
Aunque, en realidad podría tratarse de una suerte de abrazo del oso si, como sostiene una versión, el propio Kirchner (que se dice simpatizante de Racing) habría aportado nombres a la empresa que gerencia el club.
Otro trascendido asegura que un directivo de Blanquiceleste habría mantenido una reunión con Antonio Mohamed, ex entrenador de Huracán, para ofrecerle la conducción futbolística de la Academia a partir de enero de 2008.
Desde ya, sin que Costas –director técnico en funciones- supiese nada.
Pero alguien le avisó. Algunos sostienen que fue el propio Mohamed. No sería extraño: el Turco tiene una reconocida hidalguía, poco común en este país de cínicos profesionales.
Costas, tocado en su amor propio, fundamentalmente porque es un hombre nacido en Racing y que ama al club, no lo soportó y anunció su decisión de renunciar.
No contaba con un hecho que traspasó lo futbolístico y se convirtió en un formidable cachetazo para la impresentable dirigencia argentina (futbolística, gremial y política): más de trescientos hinchas se llegaron el fin de semana pasado al hotel donde estaba concentrado el plantel de Racing. Con bombos y platillos, le pidieron al caudillo racinguista que no abandonara la batalla.
Tenían muy claros los motivos de su reclamo. La mayoría de ellos llevaba puesta la camiseta de Racing y sostenía en sus manos un cartel impreso que decía “Fuera BC”, iniciales de Blanquiceleste.
Costas, emocionado por el respaldo popular y el de sus jugadores, decidió seguir.
Con las banderas colgadas al revés por los hinchas, en repudio a la cuestionada gerenciadora, el domingo 23 de septiembre Racing le ganó 1 a 0 de visitante a Arsenal, tal vez el rival más incómodo del actual torneo argentino de fútbol.
El entrenador, los jugadores y los legítimos hinchas de la Academia lo merecían.
La arrogancia kirchnerista no acusó recibo ni lo acusará. Están seguros de que el partido del 28 de octubre lo tienen ganado sin salir a la cancha.
Por eso, como en la Argentina todo anda fenómeno, el matrimonio de la sucesión política anda por los Estados Unidos.
Sería de mal gusto recordarle a la pareja que, muy lejos de donde ellos están, y muy cerca de donde nosotros estamos, concretamente en algunas provincias del norte argentino, la mortalidad por desnutrición es un dolor cotidiano.
Pero ésa es otra Argentina.
Récord de venta de electrodomésticos, ejércitos de consumidores atestando las agencias de automóviles, largas colas en las verdulerías e hipermercados para comprar papa al precio oficial de 1,40 pesos el kilo, son también postales argentinas de hoy.
Aunque no se sabe bien si reales o virtuales, como las urnas cordobesas.
La inflación es un invento de los agoreros de turno.
La inseguridad, una bandera de la derecha.
La pésima atención en los hospitales públicos de la provincia de Buenos Aires, una chicana con la que, una oposición tan poco seductora electoralmente como el oficialismo, intenta captar algunos votos.
Aún no conocí a nadie que me dijera, taxativamente, que votará por Cristina Fernández, que es Kirchner, en las elecciones de octubre.
¿Por prudencia, por vergüenza o porque aún peretenece al bando de los indecisos?
Sin embargo, los inefables encuestadores no dudan que “Cristina Presidenta” (como publicita en su camiseta Tristán Suárez, club que milita en la Primera B metropolitana y que maneja el ex hipermenemista Alejandro Granados), será una realidad.
Es muy probable que esto ocurra.
También que, post-octubre, lleguen los tarifazos tan temidos.
Todo, una vez que los votos estén convenientemente guardados en las urnas.
Y la candidata, ungida.
Muchos ya lo han advertido. Otros prefieren contemplarse el ombligo, pensar que si pudieron cambiar el auto y dejarlo estacionado en la puerta para poner verde de envidia al vecino, todo lo demás es una cuestión menor.
Son los mismos que en 2001 abollaron cacerolas pidiendo que se vayan todos, puteando por la guita que les robó el corralito, y perjurando que jamás volverían a votar a ninguno de los representantes de la vieja política.
Paradójicamente, en octubre, a bordo del lustrado cero kilómetro, se acercarán a la escuela designada y no tendrán la menor aprehensión por introducir en la urna una lista sábana, con la mayoría de los nombres vituperados a voz en cuello hace seis años.
De una vez por todas debemos reconocer que una gran mayoría de argentinos padecen de insensatez crónica. Que les interesa un rábano el destino de su prójimo. Que son tan egoístas que sólo reaccionan cuando les tocan el propio bolsillo, o les empeñan el auto o el home theatre, porque no pueden pagar las 150 cuotas que les prometieron fijas y, repentinamente, se convirtieron en flotantes.
En una de sus mejores canciones, “Padre”, el increíble Patxi Andion recuerda con su poderosa voz: “No quisiste jamás salvarte solo / porque no hay salvación decías / si no es con todos”.
Millones de argentinos deberían repetir este estribillo hasta comprenderlo.
Aunque, como dicen en el campo, es difícil que el chancho chifle.

Carlos Algeri

INSOMNIO


Estaba esperando los síntomas. Habitualmente, llegan durante la semana previa.
Como siempre, aparecieron puntualmente.
Comienzan con un sueño discontinuo, habitualmente interrumpido por algún hecho traumático en la ensoñación.
Continúa con una irritabilidad cotidiana que, indefectiblemente, afectará a familiares y amigos cercanos.
En el trabajo la concentración comenzará a menguar. No hay novela que pueda leerse con placer, o película que pueda verse con interés.
La mente, como si funcionara en forma autónoma, está muy lejos de cualquiera de estas actividades. Gira en torno de un solo tema.
Difícilmente encuentre una charla interesante. Salvo, si se aborda el tema específico que genera la sintomatología.
A medida que se acerca el día, la neurosis crece proporcionalmente. La incertidumbre pasa a convertirse en una sombra que nos persigue día y noche.
Es verdad: uno ya está grande, ha vivido bastante como para otorgarle tanta importancia. Al fin y al cabo, si lo medimos con parámetros científicos o académicos, su incidencia en el desarrollo de las futuras generaciones y de la historia de la humanidad, es absolutamente intrascendente.
No justifica el insmnio cada vez más pronunciado a medida que avanza la semana, con los ojos emulando al dos de oro en las penumbras de la madrugada.
Racionalmente, nada de esto tiene sentido ni justificación.
El detalle, el único que modifica completamente el tablero sostenido por la lógica cientificista, es que se trata de un clásico.
El de toda la vida, contra el equipo que tiene su cancha a unos veinte y pico de cuadras de la nuestra, trazando una diagonal.
Encima ellos vienen agrandadísimos, volteando muñecos que es un contento.
Nosotros, fieles a esa hibridez que pasó a ser un signo distintivo en estos últimos años, somos deportivo empate contra equipos mucho menos poderosos que “ellos”.
Hay quien sostiene que un partido no salva al año.
Puede que tenga razón.
Pero si ganás “éste”, hasta 2008 el barrio es tuyo, inflás el pecho lo que resta de 2007 y –con suerte- aparecés por tu casa en la madrugada del domingo, después de haber dado cuenta de buena parte de la provisión de cerveza del buffet del club y de rifar lo poco que te queda de voz, cantando y golpeando las palmas contra las mesas, o subido a una silla revoleando la camiseta.
De allí que “éste” no sea un partido más.
Nunca lo es.
Si considerara que da lo mismo ganarlo que perderlo, mi lugar estaría en casa lijando paredes, reparando la membrana de la terraza o removiendo la tierra de las macetas ubicadas en el patio. Y no exigiendo al mango mis coronarias, pensando que en esos noventa minutos se juega el destino de la humanidad.
Como estoy más cerca de esta creencia que de las relajantes tareas domésticas, se explica que no pueda dormir bien desde hace días.
¿Línea de tres o cuatro que marquen en zona? ¿Jugaremos con enganche o con cuatro en el medio, y que se arreglen los de arriba a pelotazo puro? ¿Cómo hacer para frenar a estos condenados que, según vi por televisión, corren marcan, tocan de primera y hacen goles como el trámite más sencillo?
“Un clásico es diferente”, me recuerda un compañero y amigo del trabajo.
Es verdad, pero llevo dormidas ocho horas en dos días. No hay pastilla, psicotrópica o natural, que logre inducirme al sueño.
Comparado conmigo, el personaje de Al Pacino en “Noches blancas” es El Bello Durmiente.
La única posibilidad infalible de sueño reparador llegará en la noche del próximo sábado, si un zurdazo como el de Hure se escurre entre las manos enjabonadas del arquero, o si aquella jugada de malabarista del uruguayo Martínez Ramos (¡cuánta falta nos hace hoy un jugador con su personalidad!) termina con la pelota colgada en el ángulo, sellando inapelablemente el resultado en nuestro favor.
La usina de cábalas comenzó a funcionar a pleno. Con un grupo de amigos, nos devanamos los sesos intentando recordar nombres y personas que garanticen triunfos.
Estamos a la búsqueda de un viejo Casale, como el de “17 de diciembre de 1971”, el inolvidable cuento del Negro Fontanarrosa, aquél de la palomita de Aldo Pedro Poy contra Newells en el Monumental, que terminó con Central ganado 1 a 0 en la realidad, y con el viejo Casale mirando los rabanitos desde abajo en la ficción.
Ya empezaron a desempolvarse camisetas que se presumen invulnerables a las derrotas, gorras que acompañaron ascensos, vinchas amarillentas con pasado de vuelta olímpica, hijos, primos, nietos, que aseguran no haberlo visto perder ningún clásico.
Allí vamos, a convencerlos para que el sábado, a la hora señalada, no se les ocurra estar en otro lugar que en el Beranger. Rocío Guirao Díaz o Pablo Echarri, según el sexo, deberán esperar otro día u otra hora, en caso de una hipotética salida.
El bien común está por encima de los intereses individuales.
Será una semana de pocas palabras en casa y en el trabajo. Ni un lugar ni en el otro habrá ofensas ni molestias, porque saben del momento trascendente que se avecina.
El viernes por la noche, la camiesta celeste modelo histórico lucirá impecablemente lavada y planchada, esperando que transcurran las últimas horas de insoportable insomnio.
El sábado por la mañana, con ella sobre el cuerpo, uno comienza a sentirse mejor. Pase lo que pase, lo enfrentaremos con el traje de gala.
No hay espacio para huidas miserables. Verlo por televisión o escucharlo por radio, invocando cábalas inexistentes que, en realidad, son excusas para evitar cumplir con nuestro impostergable deber de hincha.
Poco importa si ellos vienen metiendo miedo y nosotros a los tumbos.
Se juega el clásico con nuestro rival de toda la vida.
Y es lo único que importa.

Carlos Algeri

lunes, 3 de septiembre de 2007

DESCENDENCIA


Si existe un ámbito en el que la democracia debe abolirse es el seno de una familia, cuando de fútbol se trata.
Cada vez entiendo (y tolero) menos a esos padres que la juegan de superados, relatando con impostado orgullo cómo sus hijos se vanaglorian de ser de River ante ellos, que son de Boca.
Un día de estos voy a revelarles lo que se niegan a ver: sus hijos los odian. O ellos, como padres, no hicieron bien su trabajo.
Es una de las pocas disciplinas en la vida en las que aplico el verticalismo: soy hincha de Temperley porque mi padre hizo bien su trabajo. Y no paro de agradecérselo.
Él, que es de Independiente, cuando llegó a Villa Galicia y tuvo que elegir un club en el barrio lo hizo con la sabiduría que lo caracteriza: empezó a caminar derecho por Pasco hasta el 300 de la Avenida 9 de Julio.
Y como buen padre que es, no lo hizo solo. Ahí aparezco yo en la película.
Después vinieron tristezas y alegrías compartidas, corridas esquivando piedrazos, choripanes y tintos indigeribles, viajes interminables hacia canchas impresentables.
Un pedazo grande de nuestras vidas compartiendo esa maravillosa ilusión que en una hora y media se jugaba nuestra posibilidad de infierno o paraíso. Juntos. Como corresponde.
Jamás se me ocurriría pensar que mi alegría futbolística pudiera ser a expensas de la tristeza de mi padre. O viceversa.
Hace unos años, un colega que se confesaba hincha de Temperley me contaba con orgullo lo que él denominó un “acto de democracia”.
Unas cuantas décadas atrás, en ocasión de un Temperley-Los Andes (nada menos) llevó por primera vez a su hijo a la cancha y le dejó elegir el gorrito y el banderín que más le gustara.
Su hijo demostró el peor de los gustos y el padre se lo convalidó. Dos traiciones en una: la primera, al amor filial; la segunda, al criterio estético.
Una de las peores incomodidades que soporto es vivir en Lomas de Zamora. Mi lugar en el mundo es cruzando Garibaldi, donde me crié. Pero, como dice el tango, contra el destino nadie la talla. De todas formas, no pierdo las esperanzas. Sé que voy a volver.
Mientras tanto, aprendí a resistir y a hacer bien mi trabajo.
Esteban, mi hijo menor, hizo toda la escuela en un territorio propicio para fomentar traiciones futbolísticas a la historia familiar.
Sistemáticamente, en contra de todas las recomendaciones pedagógicas y psicoanalíticas, siendo él muy pequeño, comencé a augurarle los peores tormentos en caso de ceder a la tropelía traicionera.
Reconozco que me excedí.
Primero, porque subestimé su inteligencia (nunca se dejó tentar por el diablo); y segundo, porque la primera vez que lo llevé a la cancha, la descendencia de hinchas de Temperley en la familia quedó asegurada. Gritó, cantó y se emocionó como lo hace uno de los nuestros. No hay caso: la sangre tira.
Fue uno de los días más felices que recuerdo. No era para menos: otro celeste en la familia. Como con mi padre, nuestras alegrías y tristezas futboleras, a partir de ese momento, serían compartidas.
Poco propenso a exteriorizar sus emociones, recuerdo a Esteban, varios años después, gritando desaforadamente en los clásicos, o uniéndose a mí en un abrazo, festejando el gol de Hure en aquél partido bisagra contra Los Andes, en el que conjuramos la mufa.
Después, el festejo con cerveza y golpes sobre las mesas del buffet. Y el regreso entonado para seguir cantando en casa, donde nos esperaba más cerveza.
Cosas simples, nada del otro mundo.
Pero importantes.
Es probable que algún día él les relate a mis nietos que, futbolísticamente, es un buen hijo. Y que a ellos les convendría seguir el ejemplo.
Tal vez, en esa misma época, esté sentado a alguna de las mesas del buffet del club, ratificándole a mis amigos que, el único terreno en el que la democracia no tiene espacio, es el fútbol.
Carlos Algeri

HISTORIAS


Hay un puñado de películas elegidas a las que reservo un privilegio inhabitual en mí: verlas dos o más veces.
Una de ellas es “El gran pez”, el encantador, sensible y fellinianio cuento de hadas de Tim Burton.
El film habla de uno de los temas más trillados pero, a la vez, más difíciles de abordar por el arte: la relación padre-hijo.
Edward Bloom (un gigantesco Albert Finney) gusta decorar los hechos de su vida con una dosis de imaginación y fantasía que excede la tolerancia y la capacidad de asombro de su hijo Will (Ewan McGregor).
El padre era viajante de comercio. El hijo, periodista. Contrariamente a lo que “correspondería”, el padre “vuela” más que el hijo, quien en su deseo de un padre más terrenal se pierde la oportunidad de convertirse en su compañero de ruta.
Algunas de estas cosas comenzará a comprender Will cuando interrumpa sus tres años de silencio de hijo, para acudir junto al lecho de enfermo de quien pobló su infancia y su adolescencia de fantásticas e incomprobables aventuras.
Hace unas semanas, en ocasión del estreno de su nueva (y muy interesante) película, “El resultado del amor”, Eliseo Subiela me confesaba: “Desde los 17 años, hago cine para escaparme de la realidad”.
Curiosamente, si hay un cine personal y comprometido en la Argentina es el del autor de “El lado oscuro del corazón” y “Hombre mirando al sudeste”.
Hay un punto en que tipos como Edward Bloom y Subiela se cruzan en el camino.
Es una cuestión de elección. Se puede pasar, soportar, la vida. O se la puede embellecer, ponerle entusiasmo, darle el marco de la historia que en realidad es.
Nadie nos obliga a ser devotos de la precisión del dato como Will. O rendirle honores al traje, la corbata y la chapa en la puerta del estudio, como Martín (Guillermo Pfening), el joven abogado de la película de Subiela, que opta por disfrazarse de pájaro en un lavadero para autos y leer a Ramón Gómez de la Serna, en lugar de recitar incisos de memoria.
En “El gran pez” es el padre el que subvierte el mandato social de la sensatez. En “El resultado del amor” la cuestión es más común: Martín compra una casa rodante y decide vivir en ella. Lo que corresponde, lo que debe ser, ya lo cumplió su padre (Jorge D’Elía).
Edward Bloom y Martín, seguramente sin saberlo, cumplen con el recomendación enunciada hace décadas por el cineasta mexicano Juan López-Moctezuma: “Hay que inocularse de fantasía para no enfermarse de realidad”.
No es la primera vez que me ocurre que, luego de ver una película, quedo suspendido en ese mundo. Suelen ser los mejores minutos de mi vida. Todo ocurre a mi alrededor a partir de bellos encuadres, diálogos precisos y climas de ensueño, a partir de ese material que llaman realidad.
Es cuando estoy más cerca de convertirme en Edward Bloom. Lo voy a continuar intentando.
“El gran pez” se inspira en una novela, y no me extrañaría -aunque lo ignoro- que el personaje de Albert Finney sea una suerte de alter ego del autor. Además de ciertos rasgos de una mejor o peor disimulada locura, los que intentamos contar historias tenemos un desprecio virulento por la realidad tal como nos la imponen.
El gran desafío es, como en la película de Tim Burton, transformarla en un pueblo en el que se pueda caminar descalzo, domesticar al gigante o conquistar a la bella de turno; que es de otro, por supuesto.
Contra la creencia popular, desde hace un tiempo sospecho que la vida imita al cine. “Cuando dí mi primer beso a una chica, esperé que sonara la música de fondo”, confesó hace años José Luis Garci, un enfermo de cine que modificó mi vida (y la de muchos más) con tres historias emocionantes: “Asignatura pendiente”, “Solos en la madrugada” y “Volver a empezar”, probablemente la película que más me ha hecho llorar como espectador.
Para salvar la falencia de Garci, hace años que en momentos cruciales (cuando escribo, por ejemplo) pongo música de fondo. Para que la película esté completa. Aunque intento vivir sin atarme demasiado a un guión. Unas líneas argumentales y, después, adrenalina pura. Como en “Sin aliento”, de Jean-Luc Goddard.
Lagrimeo cada vez que Totó maduro observa el montaje de los besos censurados en “Cinema Paradiso”. Pego un alarido triunfalista en el final de “Mediterráneo”, de Gabriele Salvatores, cuando el Teniente LoRusso (Diego Abattantuno), de regreso en la isla de la que no debió partir, refrenda su compromiso de rebeldía ante la realidad: “Ellos habrán ganado, pero no voy a ser cómplice”.
Una vez le pregunté a Federico Luppi si, ante una situación similar a la de su personaje en “Un lugar en el mundo”, él quemaría la lana de la cooperativa, antes que venderla a un precio oprobioso al terrateniente que compone Rodolfo Ranni.
“Sí”, me contestó Luppi, rotundo y sin pensarlo demasiado.
Me complació. Yo hubiese hecho lo mismo.
Adolfo Bioy Casares decía: “Quiero creer que el peor de la pecados sigue siendo la traición”.
Yo también.
Por eso quemaría la lana.
De allí que insisto en correr detrás de las historias. O dejo que ellas me alcancen. Más tarde o más temprano, algunas terminan publicándose o convirtiéndose en películas. Es cierto que con menos asiduidad que la que quisiera. Sin embargo, llegan.
Entonces, como Edward Bloom, presiento que le gano otra batalla a la realidad. Aunque tenga los pies lastimados después de cruzar el bosque descalzo y esté cansado de trabajar sin resuello (ni sueldo) para que el dueño del circo me aporte datos que me acerquen a mi amada.
No conozco cobardía más grande que la de prohibirse soñar.
En el final de “El gran pez”, Edward y Will, el padre y el hijo, cierran una de las más bellas historias que recuerde. En su agonía, el supuesto fabulador escucha como el vástago escéptico, con notable claridad y precisón, relata el desenlace que desconocía. O que no quería contar.
Acaso por eso, Will no se sorprende cuando, en tránsito funerario hacia el agua, descubre en el cortejo todas aquellas criaturas de las que le hablaba su padre y él creía imaginarias.
El Gran Pez vuelve a su hábitat y, tras los títulos, nosotros regresamos a la realidad. Pero, como Will, ya no somos los mismos.
Hemos ganado otra batalla.
Carlos Algeri