viernes, 29 de junio de 2012

VOS NUNCA TE ENTERASTE, JUAN



Si  esa tarde de principios de los ’80 en un centro cultural que no recuerdo si fue el Borges o el San Martín, me hubiera animado a hablar, esta nota hoy sería distinta. O no existiría.
Recuerdo que estaba observando una fotografía de John Lennon en una muestra-homenaje, cuando se paró junto a mí un hombre y me dijo con naturalidad: “Qué bella fotografía, ¿no?”.
Giré la cabeza y, en principio, me quedé mudo. Luego alcancé a balbucear algo que no me acuerdo si fue solamente “sí” o “sí, claro”, exhibiendo una timidez que de haber conservado me habría impedido trabajar, como lo hago, desde hace 31 años en el periodismo. 
Si el protagonista de ese comentario no hubiera sido Juan Alberto Badía y yo su interlocutor, que lo admiraba desde siempre, la anécdota carecería de valor alguno, y acaso lo tenga solamente para mí.
Durante todos los años posteriores me pregunté por qué en ese momento y en ese ámbito, en el que el diálogo era posible, me quedé mudo.
Hoy me sigo preguntando por qué aquel que era en ese momento no habló, no dijo más que “sí” o “sí, claro” (recuerden que no me acuerdo si fue una cosa o la otra). Por qué no me atreví a confesarle al sujeto de mi admiración que mi anhelo era hacer radio con ese estilo cálido, de tono justo, con la música adecuada. Por qué no le pregunté la fórmula para extraer de boca de cada entrevistado el secreto más íntimo, el recuerdo más emotivo.
Cada vez que evoco la anécdota (que por primera vez cuento públicamente) pienso que de haberla compartido con mis compañeros de estudios de la Escuela de Periodistas del Círculo de la Prensa, probablemente no la hubieran creído. En el curso, para algunos había perdido mi nombre y apellido para pasar a ser el chico al que le gusta Badía.
Una de las dos cosas no era cierta (no era tan chico); la otra sí: Juan Alberto Badía era y será por siempre mi modelo de conductor radial. El que marca pautas, el que da ejemplo de cordial anfitrión, el que asombra por su manejo del aire y de los tiempos.
Era único y –como tal- inimitable.
Aunque seguramente traté de imitarlo más de una vez, tal vez como disculpa por mi silencio ochentoso o quizá como pudoroso agradecimiento por los inolvidables momentos que vendrían, no sólo en la radio. Me recuerdo en familia disfrutando de “Badía y Compañía”. Eran tiempos de bolsillos flacos, con televisor usado blanco y negro con el Beto presentando a Virus, La Torre, Jairo o a Facundo Cabral, entre muchos otros.
Una radiofonía argentina integrada por mayoría de improvisados, de gente que ni siquiera sabe modular la voz, se rasga hoy hipócritamente las vestiduras por la muerte de un tipo que les pasaba el trapo a todos ellos juntos y que antes de su enfermedad  –paradójicamente- no tenía laburo en radio. De allí que decidiera instalar una radio web en su propia casa para hacer lo que más le gustaba: comunicarse con los otros.
Los que tengamos ganas, deberemos preguntarnos qué pasa en este país en el que le rinden homenajes pero le retacean trabajo a un tipo como Badía, que inventó y reinventó la radio una y mil veces. Y que revolucionó la televisión como pocos, con programas tan serenos, intensos y luminosos como él.
Además, por donde andaba Badía siempre había música. Una buena señal.
Malditos 29. En uno de enero de 1997 se fue el Gordo Soriano. En otro de 2012, el Beto. Benedetti tiene razón: “Habría que matar a la muerte”. Y aunque sé que la partida es inevitable, también lo son las lágrimas cada vez que despedimos a uno de los buenos, de los nuestros, de los que hacen que el mundo sea un poco menos peor.
Con el Gordo no cometí el mismo error, Juan. A él sí le dije todo lo que me callé con vos. Tampoco me puedo quejar demasiado: hago radio, soy escritor, nunca abandoné el periodismo; pero me queda esa asignatura pendiente de no haberme animado a hablarte. Igual, vos nunca te vas a enterar, del mismo modo que era imposible que recordaras con el tiempo a aquel muchacho silente que contemplaba la fotografía de Lennon y que soñaba conducir en radio un programa como los tuyos.
Si hasta para morirte tuviste talento artístico, Juan. El tema de Los Muchachos dice Cuando tenga 64 años. La edad en que empezaste el viaje.  Imagino que ya te recibieron John y George, allá donde seguramente comenzaste a armar el escenario para que la fiesta continúe. Porque donde anda Badía siempre hay música.
En este mamarracho estilístico  y gramatical, donde la emoción vulnera la sintaxis, y en el que no pienso correr una coma o modificar una palabra, aunque lo impongan las reglas de la Real Academia Española, me gustaría que -si esto puede leerse allá- entiendas que ese muchacho tímido de los ‘80 te pide, hoy más que nunca, que nos sigas haciendo compañía.

martes, 19 de junio de 2012

DIVISMOS



En las antípodas de buena parte de cronistas cinematográficos, periodistas y escritores, Marilyn Monroe nunca me pareció un objeto de deseo (sex symbol es más cool), más allá que como actriz siempre fue muy limitada, como comediante carecía de gracia y como cantante apenas afinaba correctamente.
Lógicamente, no soy el indicado para presidir el Fans Club de Marilyn Monroe.
Reconozco, no obstante, que la leyenda en torno de Marilyn es poderosa, atractiva, ineludiblemente cinematográfica. Y que la áspera relación entre la rubia y el circunspecto Sir Lawrence Olivier durante la filmación de El príncipe y la corista constituía un tema seductor para abordar en una película.
El punto de vista de Mi semana con Marilyn lo da Colin Clark, quien en base a su tenacidad logró convertirse en uno de los asistentes de Olivier. Además de tenaz fue enamoradizo (tuvo un affaire con Marilyn) y previsor: lo contó en un libro que escribió con posterioridad y en el que basa este film.
En el verano de 1956 Marilyn Monroe quería demostrar y demostrarse a sí misma que podía ser una actriz con todas las letras. En una sintonía parecida, Lawrence Olivier pretendía dejar de lado (aunque fuera por unos meses) su condición de actor serio y arriesgarse con una comedia, que también dirigiría.
El resultado fue una calamidad, delante y detrás de las cámaras: El príncipe y la corista es una obra inclasificable, protagonizada por dos ególatras (Monroe y Olivier) que carecían por completo de la tan mentada química de pareja como de un mínimo de respeto profesional por el otro.
Según la película (y buena parte de crónicas de la época y algunos libros), la filmación fue un caos: la impuntualidad de Marilyn, sus abusos con las drogas y sus escapadas amorosas, por un lado; los delirios megalómanos de Olivier, su carácter inflexible y la irritabilidad que le producía su coprotagonista, por el otro. Un cóctel atronador que la película dirigida por Simon Curtis despliega sólo con buen ritmo, en parte gracias al preciso (aunque superficial) guión de Adrian Hodges y en parte –fundamentalísimamente- por la extraordinaria interpretación de Michelle Williams como Marilyn.
La esposa cuyo matrimonio se desmorona en Blue Valentine despliega un histrionismo contagioso, capaz de alternar dulzura, humor y angustia en un atrapante círculo de emociones que sólo una gran actriz puede poner en escena de esta manera.
La (desagradable) sorpresa es Kenneth Brannagh como Lawrence Olivier. Ver a semejante actor en una interpretación tan amanerada, superflua y vacua es, sin duda, achacable a uno de esos malos pasos que un intérprete da en su carrera en contadas oportunidades. No me arriesgaría a cargar las culpas al guionista o al director, porque actores como Brannagh se imponen a ambos.
Mi semana con Marilyn es un agradable pasatiempo que, de no haber contado con Michelle Williams en el protagónico, probablemente habría repetido en parte la catástrofe de la película cuya filmación refiere.