miércoles, 23 de febrero de 2011

INCORRECTOS


La incorrección social es mi marca distintiva.

Desde niño, me las compuse para hacer todo lo contrario de lo que se esperaba de mí.

Cuando apareció en mi vida eso que algunos llaman uso de razón, comencé a sospechar que la literatura, el cine y el fútbol iban a ser importantes compañeros de ruta.

El tiempo demostró que no me equivoqué.

Sí la pifiaron aquellos que esperaban un nerd o un Calculín; o los otros, que auguraban un intelectual precoz.

Mi primer regalo importante fue una pelota de fútbol marrón, de cuero, que quedó inmortalizada en una foto color sepia en la cual se me ve con un flequillo estilo Carlitos Balá, sentado en el piso del patio de mi casa de Villa Galicia, en Temperley, atesorando el balón como si fuera un lingote de oro.

La intuición siempre fue uno de mis fuertes.

Hubo dos regalos importantes que llegaron después: primero, una novela –cuyo título olvidé- de Robert A. Heinlein, un magnífico autor de ciencia ficción, y luego un libro que me resultó iniciático: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.

En ambos, sobre todo en el segundo, el desafío del hombre ante ese gran interrogante que es la vida me generó preguntas e inquietudes fascinantes.

En medio de las lecturas, gastaba la pelota de cuero marrón contra una de las paredes del lavadero, relatando a voz en cuello un campeonato imaginario de fútbol, con equipos y planteles ad hoc.

¿A quién puede sorprenderle que muchos años después me convirtiera en conductor de radio?

De los equipos imaginarios, saltaba sin problemas a la realidad de los potreros de Villa Galicia: jugaba de delantero, con buen olfato para el gol.

Los goleadores siempre fueron apetecidos a la hora de elegir. En el pan y queso de principios de la década del ’60, nunca pasaba del tercer nombre elegido. Se sabe: goles son amores.

Los sábados por la tarde que, por alguna extraña razón –muy extraña: un temporal que obligara a suspender la fecha, por ejemplo- no íbamos con mi viejo a ver a Temperley, de local o de visitante, devoraba las cinco películas de Cine de Súper Acción en Canal 11, acrecentando mi sueño de convertirme con el tiempo en director de cine.

En 1992, escribiendo y dirigiendo Volver a soñar, hice el posgrado de tantas horas de Cine de Súper Acción, de unos cuantos goles en los potreros de Villa Galicia e innumerables tardes de tablón alentando al Cele.

Una suma de cosas, porque –eso lo comprendo ahora- la esencia de un escritor no consiste en exiliarse de por vida en una biblioteca, como creen algunos estudiantes y docentes de la Facultad de Filosofía y Letras, que conocen al dedillo citas prescindibles de autores difusos, pero no tienen ni remota idea de quién es el entrenador del Barcelona, y, mucho menos, han gozado viendo esa maravillosa manifestación de arte popular que es ver jugar a Messi y sus compañeros.

La cabeza funciona bien cuando la alimenta el corazón.

Acaso por esos rincones puede encontrarse alguna definición más o menos certera de la pasión.

Una ley no escrita en el mundillo literario sostiene que quien no publica su primer libro antes de los 30 años, difícilmente será escritor. Sospecho que la teoría la blanden desde Filosofía y Letras.

Publiqué Plomo en las alas, mi primera novela, a los 42 años.

Quizá fue posible porque vengo de la Universidad del Tablón.

A los egresados de esa casa de bajos estudios se nos permiten ciertas licencias.

No escribo ni hablo para agradar, discuto con vehemencia y con pasión hasta de temas como el fútbol, que para algunos es absolutamente subalterno.

En todas las épocas hubo gente que nunca entendió nada de la vida.

Todo lo que sé o creo saber sobre la vida se lo debo al fútbol”.

No lo dijeron ni Pep Guardiola ni Ángel Cappa.

La definición es de uno los padres del existencialismo, Albert Camus, autor de gemas como El extranjero o La peste, quien jugaba de arquero e integró la Selección de fútbol de su Argelia natal.

Incorrectos como Camus hacen que la vida, que no tiene ningún sentido, valga la pena.

Federico Fellini, otro prolífico destructor de moldes, aseguraba que filmaba “siempre la misma película” y que los personajes de cada una de ellas “eran parientes entre sí”.

Hace poco, cuando cumplió 75 años, Woody Allen dijo que todavía esperaba “filmar una película genial”.

A los lesos de sesera los encandiló, en su momento, la relación de Allen con la hija de una de sus parejas, antes que genialidades como Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados, Interiores (¡Qué obra maestra!) o Match point, por citar joyas al voleo.

Morbosos e ignorantes componen la mayor parte de los habitantes del planeta Tierra.

El buen Woody prefirió los lunes de saxo a las mieles fatuas de una Academia de Hollywood hipócrita, melosa y reaccionaria, que con cada Oscar pretendía ensayar un abrazo del oso a su genialidad.

“A las buenas costumbres nunca me he acostumbrado”, canta mi primo Joaquín, ése que se dice primo del Nano.

Cuando la mayoría –de la que escapo como de la peste- coincide conmigo o yo con ella, desconfío.

De mí.

Algunos amigos me fustigan porque sostengo que proteger a los ciudadanos de ser asaltados o asesinados no es una cuestión ideológica, sino un elemental derecho humano.

Mis amigos –oficialistas- me acusan de no ser progre.

Ellos, que dicen serlo, no trepidan en defender gente acusada de robarle al Estado y a los ciudadanos, a quienes no protegen de los asesinos ni de la corrupción, que estos nefastos personajes -que mis amigos oficialistas defienden- promueven y alimentan.

Y además, como si fuera poco, temo que estos amigos puedan llegar a votarlos.

Ahora, los progres vienen así.

En mis dos primeras novelas abordé tangencialmente -hace muchos años, cuando no estaban de moda- tópicos que hoy son vilipendiados, pues no faltan ni en el libro de la dama ni en el guión del caballero.

Los años de la dictadura del Proceso o el exilio son figuritas repetidas en parvas de novelas, y guiones de cine y televisión.

Tengo el derecho a dudar si están allí por convicción ideológica de los autores, por pragmatismo a la hora de gestionar financiación oficial, o simplemente por oportunismo.

Mis amigos -oficialistas- pensarán que cada línea que escribo estoy menos progre.

A mí me importa un rábano lo que piensen de mí, lo que pone de peor humor a mis amigos (oficialistas o no, progres o reaccionarios) y también a quienes no son amigos, pero me leen o escuchan.

Mientras la mayoría dedica horas a sabihondas conferencias de café, se aburre en trabajos que odia y se queja porque se endeudó hasta el cuello para cambiar el auto que compró el año pasado, yo hago lo que más me gusta: escribir.

Que es, justamente, la conducta de aquélla hormiga rebelde que capturaba la atención de Robert Altman: salirme de la fila.

Como Guardiola, Cappa, Camus, Fellini, Joaquín, el Nano y Woody.

Con la inconmensurable diferencia de talento que me separa de ellos.

Pero con la misma convicción.

LUGAR COMÚN


Para quienes me conocen y me leen, no es novedad que uno de mis principales objetivos a la hora de escribir es gambetear los lugares comunes.

Sin embargo, no conviene dejarse tentar por extremismos. De ninguna índole.

Pasar las 4.000 visitas en un blog que, según me cuenta la información del web master, tiene numerosos lectores, entre otros países, en la Argentina, México, España, Italia, Estados Unidos, o en lugares insospechados –por los menos para mí- como los Países Bajos, es motivo de orgullo.

Orgullo. No vanidad, que se entienda bien.

Hay quienes se sienten identificados con lo que escribo y me lo hacen saber.

Hay quienes no y también, respetuosamente, me lo han comunicado. Y hasta hemos intercambiado ideas enriquecedoras.

Si alguno lo hizo en forma irrespetuosa, no lo reconozco ni siquiera en la mera estadística.

Un irrespetuoso es, en sí mismo, un tipo que insulta su inteligencia y la del prójimo.

Afortunadamente, en Cibercaminos abundan lectores sensibles y respetuosos, y otros que no sé qué característica tendrán, pero a los que también alcanza esta insoslayable e inevitable expresión de lugar común, que no por ello deja de ser –en este caso- valiosa y sincera.

Muchas gracias.

A todos.

martes, 15 de febrero de 2011

EL FIN DE LOS PRINCIPIOS


Recuerdo que hace unos años, en una histérica entrega de Premios Martín Fierro, un grupo de actrices y actores vernáculos se desgañitaban al grito de ¡Somos actores, queremos actuar! o ¡Aguante la ficción!

Puños crispados y ojos brillosos complementaban el justo reclamo de trabajo de uno de los gremios con mayor desocupación de la Argentina. La mayoría de los medios periodísticos se hicieron eco de la velada, fundamentalmente por la notoriedad de quienes blandían tales reivindicaciones.

No se me ocurre que se tratara de una difusión solidaria del gremio periodístico, cuyo índice de desocupación también es alarmante.

Apagados los ardores de entonces, algunas cuestiones invitan a la reflexión. En la actualidad, desde programas que combaten la obesidad, pasando por ciclos de entretenimientos y hasta envíos decididamente periodísticos son conducidos por actores o actrices. En algunos casos, paradójicamente, por algunos de los que pusieron su garganta al rojo en aquél aquelarre bizarro mencionado al comienzo.

Puede que no me haya enterado, pero hasta el momento no conozco que ningún conductor televisivo o periodista del medio se haya encadenado a la Pirámide de Mayo al grito de ¡Soy conductor, quiero conducir! o ¡Soy periodista, quiero trabajar!

Los gremios que agrupan a los trabajadores de prensa, siempre atentos a su rosca interna y a ser funcionales a sus propias ambiciones, ni siquiera se ocupan del asunto.

En general, la llamada farándula declama una solidaridad y un respeto que encubren hipocresía y envidia. De mis treinta años de ejercicio ininterrumpido en el periodismo, pasé buena parte de ellos dedicado a la Cultura y el Espectáculo. Creo tener autoridad para escribir sobre el tema.

Un reconocido actor y productor que participó de varias campañas solidarias, fundió su productora luego de emitir una parva de cheques sin fondos, que tuvieron como destinatarios a numerosos colegas suyos, directores y guionistas.

Lejos de ser apartado del medio, increpado por sus compañeros o llevado ante la justicia, increíblemente fue premiado con un protagónico en una tira diaria que debutó en pantalla esta semana. Comentarios viperinos que nunca faltan sugieren que habría recibido una apetitosa suma por parte del gobierno para paliar su quebranto. Sugestivamente, se lo vio y se lo ve muy seguido en actos oficiales, que no siempre –casi nunca- tienen que ver con la cultura.

Tampoco hay por qué ser mal pensado. Puede que la militancia, un virus que anida desde hace un tiempo entre nosotros –casi siempre acompañado por favores-, haya contagiado a este talento argentino.

La misma militancia que, según otro prohombre de la escena nacional, lo llevó a volver de España, imbuido por el entusiasmo que le despierta la segunda independencia argentina y la necesidad de decir presente en el supuesto proceso de transformación de nuestro país.

La casualidad, que a veces existe, quiso que sea el encargado de presentar un ciclo de cine en el canal oficial.

Otras voces aseguran que su vuelta de España fue por un motivo menos patriótico y más terrenal: en la llamada Madre Patria no interesaban sus servicios.

En esta patética kermesse de desatinos, algunos autores se comportan a la altura de lo que son. La guionista de uno de los ciclos del actor-productor fundido reclamó la falta de pago de sus guiones vía Twitter.

Seguramente su juventud y su apego a las nuevas tecnologías alimentó una falsa y desmedida expectativa en la red social. Por lo general, una carta documento –herramienta a la que están apegados los autores con principios y dignidad- es el remedio más recomendable en estos casos.

Es probable que, de saberlo, haya preferido evitarlo, no sea cosa que en el futuro el medio televisivo le niegue trabajo. Aunque si no le preocupa cobrar, es evidente que no considera su labor como un trabajo.

Algo parecido a un pseudoproductor que conocí y que durante años mintió estar interesado en llevar a la pantalla grande una de mis novelas. Cada vez que hablábamos de reserva de derechos –o sea, de poner plata-, el interés se dilataba.

El mismo tipo contaba que presentó como guionista, junto con un grupo de amigos, un programa piloto a una reconocida empresa productora que, según su relato, al tiempo se apropió de algunos personajes para colocarlos en una telenovela de resonante suceso, que nada tenía que ver con la presentada por los muchachos.

En este caso no hubo Twitter, ni Facebook, ni mucho menos carta documento. El ambiente del espectáculo pierde la sonrisa cuando alguno de sus integrantes reclama por sus derechos.

Hoy, el sujeto dirige una empresa ligada con el gobierno, pomposamente anunciada como conectada a las industrias del espectáculo, sin que quien la dirige haya tenido el menor contacto con algún producto del medio, salvo el mencionado piloto, en el caso que haya existido.

El resentimiento y la decadencia de un actor reverberan con potencia. No entiendo la ingratitud de quienes hoy insultan y denuestan a colegas con los que departieron en el pasado sin ruborizarse, ni mucho menos esgrimiendo sus actuales y elevados principios morales, que los llevan a decir, por ejemplo, que hay gente de su gremio que defeca por la boca, expresión suavizada por el autor de esta nota, aunque la militancia exige (y espera) una metáfora más vulgar.

Estoy convencido que ninguno de nosotros puede tirar la primera piedra.

Es más: sugeriría que ni siquiera nos inclináramos a levantarla del suelo.

miércoles, 9 de febrero de 2011

HORMIGAS


Una novela nueva (corta y premiada), primer título de catálogo de una editorial naciente (Mundos), con una campaña de prensa que le otorgó buena presencia en los medios, críticas favorables, una distribución comercial como nunca tuve (el libro está en todas las librerías), y una sensación de sueño concretado que se mantiene, aunque –lo sé por experiencia-, se irá apagando lentamente, hasta comenzar a urdir uno nuevo.
En momentos así, un autor se siente con amplios derechos, libre de miedos, capaz de atreverse al desafío más riesgoso. Supongo que será una de las efímeras manifestaciones de la felicidad que, algunas veces en la vida, nos tocan el hombro.
Profeso por Canción salvaje una debilidad poco explicable. Es mi primera novela corta y también, la única –hasta el momento- donde los que se juegan a todo o nada en la trama son dos personajes. Me gusta definirla como la historia “de una amistad difícil y dos amores improbables”. Los amores que los dos protagonistas evocan de manera diferente: en un caso, casi con pudor, como para que el lector no se entere; en el otro, con la extravagancia típica de quien lo enuncia.
Hay quienes aseguran con acendrado convencimiento que reconocen en Marcos Vega, el futbolista, rasgos propios del autor, que también lo fue. Con Aníbal Olarra, el supuesto mentalista, el molde estalla: es difícil asociarlo con algún otro personaje notable, aunque sospecho que se trata de un protagonista muy sorianesco, con lo tentador y riesgoso que resulta para mí homenajear a mi escritor de cabecera.
En un par de notas, enfatizaron que uno de los objetivos principales de la novela es reformular el concepto de realidad. No fue deliberado, pero si es así, lo celebro. Recuerdo que una vez, Eliseo Subiela me recomendó algo muy estimulante: “No conviene atarse al realismo”.
Otros reconocen en la historia, una novela de ruta bien marcada, una escritura y una estética muy cinematográficas. Inevitable para mí: crecí culturalmente entre el cine, la literatura y el fútbol. Simultáneamente. Las películas de la Hammer con Peter Cushing, mi veneración por Edgar Allan Poe y las gambetas de Alejo Escos (para los profanos, el ídolo más grande de la historia de Temperley) fueron mi cóctel predilecto durante años. Puede que en Canción salvaje el trago esté servido como en ninguna de las otras novelas.
Cuando me consultan por el origen de mis personajes, recuerdo una genialidad que respondió Robert Altman al respecto. “¿Vio a las hormigas?” –preguntó el formidable cineasta a su interlocutor. “Sí”- respondió el entrevistador. “¿Vio que van todas ordenadas, en fila?”, -repreguntó el cineasta. “Sí”- volvió a responder el periodista, expectante. “¿Vio que alguna hormiga a veces se sale de la fila?” –remarcó el entrevistado. “Sí, claro” –admitió el hombre de prensa. “Bueno –remató Altman-, ésa es la hormiga que me interesa a mí, la que se sale de la fila”.
No son los exitosos, por lo general, las hormigas que se salen de la fila. A pesar que Rudyard Kipling consideraba que “la victoria y el fracaso son dos impostores, y hay que recibirlos con idéntica serenidad y con saludable punto de desdén”, son los perdedores los que dan sentido a la vida literaria.
Y a la otra también.
Hay quienes se dejarían asesinar por tomar un café con Bill Gates. Yo sería capaz de animarme a viajar hacia Los Ángeles –con el recelo que me despiertan esas máquinas aladas-, si pudiera volver el tiempo atrás y compartir unos tragos con Raymond Chandler, en lo posible acompañado por el detective Philip Marlowe, su máxima creación literaria. Y sólo por ese día, para estar a tono, volvería a fumar.
Uno elige.
Siempre.
Pude haber sido hincha de Independiente o de San Lorenzo. Hubo ingentes esfuerzos para lograrlo. Pero elegí ser del Cele y es uno de mis mayores orgullos. Tanto como haber mandado al diablo el banco en el que trabajaba a disgusto, para pasar a percibir un tercio del sueldo que ganaba en una mugrienta redacción en la que aprendí a hacer periodismo, lo que después me ayudaría –y cómo- a convertirme en escritor. Lo escribo y me quiero convencer que, mucho antes de leer la definición de Altman, ya me salía de la fila.
Ojalá.
Puede, entonces, que todo lo que me señalan respecto de Canción salvaje sea demoledoramente cierto.

domingo, 6 de febrero de 2011

LA PESADILLA AMERICANA


De tanto en tanto, el cine norteamericano independiente entrega una película tan rotunda y asombrosa como Winters’ bone, estrenada en la Argentina como Lazos de sangre.
Desde la primera toma, el espectador intuye que se encuentra frente a algo diferente. Esta excursión descarnada hacia la marginalidad rural tiene, entre sus muchas virtudes, la de evitar el juicio moral de sus protagonistas. Bastante tienen estos hombres y mujeres con lo que son. Desclasados, expulsados del sistema o simplemente lúmpenes, deambulan por la vida orillando el delito o directamente dentro de él.
Sin embargo, toda regla tiene su excepción. En Winter´s bone es la joven Ree Dolly, a cargo de sus dos pequeños hermanos y de una madre que ha perdido la cordura, quien por motivos que no revelaremos aquí deberá tratar de ubicar a su padre.
El entramado de la película, la consistencia de los personajes, los diálogos lacónicos, dolientes como el azote de un látigo, denotan un origen literario. Lo hay: la novela homónima de Daniel Woodrell (que no leí), sobre la cual la directora Debra Granick y la guionista Anne Rosellini elaboraron un libro cinematográfico que cualquier (buen) escritor querría firmar.
Hay otro imán arrollador: Jennifer Lawrence, 19 años, encargada de ponerse en la piel y el alma de Ree en ese viaje del cual emergerá distinta. Sin el menor exceso, desprovista de tics, dando a cada gesto el valor del oro, esta joven bellísima compone un personaje inolvidable, en el que habrá que hurgar bien en el fondo de sus durezas para encontrar sus territorios más tiernos, casi amables.
Winter´s bone es una lacerante radiografía de los intestinos ocultos de un país mentiroso por naturaleza –sobre todo desde el cine- y cínico por conveniencia política. Definido magistralmente por un gigante literario hijo de ese suelo, Henry Miller en Trópico de Cáncer: “Estados Unidos es sólo una ilusión”.
No está la impostada y radiante belleza light de Sex and the city o subproductos similares. El film está en las antípodas de ese anticine. Sin recursos rimbombantes, en esta película aparece gente que no tiene ni siquiera para comer, y buitres con forma humana que trafican con la vida y también con la muerte.
El gran acierto de la directora Debra Granick (me disculpo por no conocer ningún antecedente fílmico suyo) es no subrayar ni apostrofar. Se dedica a contar, a retratar usos y costumbres, y lo hace de manera formidable. En la escena del lago –terriblemente inolvidable- ratifica que la mesura no es enemiga del sentimiento, y que una pizca de bienvenido pudor, en algunos momentos, beneficia al buen cine. El impacto fácil, justamente, es sencillo; conmover genuinamente es mucho más difícil.
Hace varios días ví Winter´s bone y no puedo sacármela de la cabeza.

martes, 1 de febrero de 2011

LOS ESCRITORES, ESOS INÚTILES


-¿Usted de qué trabaja?- me preguntan algunas veces.
-Soy escritor –respondo, con tono a mitad de camino entre el horror y el fastidio.
-Ah…, escritor… - repite mi ocasional interlocutor. Hace una pausa y muestra cara de sorprendido, como si yo hubiese respondido astronauta, asesino serial o gladiador romano.
El silencio no dura demasiado.
-¿Y qué escribe? –insiste, por lo general.
-De todo – intento ser elusivo. Todo significa qué le importa.
-¿Por ejemplo? – continúa el desganado reportaje al paso.
Fatigosamente, enumero alguna novela, película u obra de teatro de mi autoría que, por supuesto, mi interlocutor no conoce porque no es del medio. Si lo fuera, tampoco la conocería.
Lo dicen los pibes en su jerga: hoy, un escritor no garpa, carece de valor, no significa nada. Escribí nada y quise decir eso: nada.
“Quien quiera convertirse en un escritor inútil no tiene más que ejercitarse. Se recomienda el ejercicio de los vicios, que son siete; hay que insistir con cada uno de ellos hasta que de pronto se obtiene una nueva visión y uno se queda allí mudo, blando, e incapaz de todo”, sostiene el italiano Ermanno Cavazzoni en su libro Los escritores inútiles.
Luego de leer a Cavazzoni entiendo por qué a Hank Moody, el vicioso escritor de Californication, ese ejercicio le costó –por lo menos hasta esta nueva temporada de la serie, que es la cuarta- su matrimonio, el amor de su hija, la cárcel, algunos golpes y el escarnio público por una acusación escandalosa.
Hank no parece demasiado atribulado: continúa muy ocupado con el alcohol, el sexo desenfrenado, el cigarrillo o las festicholas del ambiente. No le interesa ni por error sentarse frente a su máquina de escribir (Moody no usa computadora) para hacer lo que debería: escribir. Un vago, un consumado inútil, que confirma la teoría de Cavazzoni.
Cuidado con las simplificaciones: ser escritor no lo convierte a uno automáticamente en inútil. Sostiene Cavazzoni: “Tampoco es fácil volverse inútil, por más que uno estudie, aplique y se las ingenie; a menos que la vida, con sus eventualidades, venga en socorro nuestro”.
Conozco una considerable cantidad de inútiles que son autodidactas e incapaces de dibujar una o con el fondo de un vaso, por lo que me atrevería a afirmar que sería una ligereza atribuir el gremio de los escritores el liderazgo en las estadísticas de profesiones inútiles. Un estudio fiable al respecto aclararía tan controvertido tema. El Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) aparece como la herramienta más apropiada.
Además de inútiles, los escritores suelen ser (nótese el cobarde recurso de no escribir solemos ser, como si yo fuera astrónomo) vanidosos, insoportables, quejumbrosos.
“Los escritores son los seres más fastidiosos que existen. Conforman las personalidades sicopáticas más pintorescas. Muchos de ellos son latosos tanto en su vida personal como en lo que escriben. Por supuesto que debo incluirme por haber escrito una que otra babosada. No digo todo esto por humildad, sino más bien para tratar de saldar cuentas con un gremio que parece tener muy mal administrado el ego y la autoestima”, asegura el español Carlos Yusti en su esclarecedor artículo Pedagogía de la inutilidad.
Acertadamente, Yusti no adjudica esta molesta característica al hecho que, en las últimas décadas, el escritor haya perdido el predicamento social que injustamente supo tener en épocas pretéritas. Es posible que Poe, Flaubert o Conrad, por citar ejemplos al paso, hubieran realizado un aporte más positivo a la humanidad como material de estudio psiquiátrico que arremetiendo con poemas, cuentos y novelas con pretendido deseo de posteridad.
Otra característica del escritor es su desinterés por la masividad y su vocación provocadora. Experto contemplador de su ombligo, no trepida en arremeter contra lo que sea, simplemente porque cree que ésa es su obligación.
Relata Cavazzoni: “Un escritor de vanguardia odiaba escribir; entonces tomaba un libro y lo escribía al revés, de la última a la primera palabra; después iba al congreso permanente de los escritores de vanguardia muy excitado”.
Seguramente preso de los vahos de inmerecido prestigio que le procuró una novela como La insoportable levedad del ser, destacada por algunos críticos como vanguardista, su autor, el checo Milan Kundera confesó desafiante: “Escribo por el placer de contradecir y por la felicidad de estar solo contra todos”.
Inexplicablemente, aunque a Kundera probablemente le importe un rábano el lector, sus libros se venden por millones, se tradujeron a varios idiomas y se venera su figura como si se tratase de un respetable referente de la cultura y no como lo que es: un escritor, que bien podría ser un inútil.
Distinto es el caso de Ricky Martin, artista preocupado por el paladar de su público y atento a los deseos de las mayorías. Su libro Yo, Ricky vendió 10.000 ejemplares en un par de meses en uno de los locales de una importante cadena de librerías porteña. Son datos menores que el cantante portorriqueño no provenga del ámbito de las letras, y que el leit motiv de su libro sea la proclamación pública de su homosexualidad.
No es difícil imaginar la ira que el hecho produjo en numerosos inútiles que agotan madrugadas frente al teclado, acompañados por el icónico vaso con su bebida preferida, imaginando historias que suponen originales, trascendentes. El éxito de Yo, Ricky posiblemente despierte en este hato de inservibles una execrable purulencia moral: la envidia.
Sobre esta cuestión, Cavazzoni también arroja un poco de luz: “Los escritores, por principio se odian, pero no consiguen separarse el uno del otro. Se los ve caminando del brazo como amigos inseparables. En cambio se odian. Se los ve reunidos en el café; parecen de buen humor, y en cambio anidan pensamientos de destrucción recíproca y aniquilamiento”.
Jactanciosos, malhumorados y polémicos, los escritores distan de ser proactivos (adjetivo indispensable en la actualidad para el currículum vitae de la dama o del caballero, sobre todo si están en trance de búsqueda de empleo), no se destacan por su mesura o prudencia, y además gustan opinar de lo que les venga en gana, como si alguien esperase que lo hicieran.
Por fortuna, Carlos Yusti los coloca en su lugar: “Los escritores son tipejos de segunda. A nadie le importan sus opiniones. A ninguno de sus lectores le chiflan sus dictámenes fuera del recuadro de lo literario. Para nada sirven sus libros y sus ideas son la guinda rosa de ese gran marasmo, de ese gran pastel de subsidio que se llama Cultura sea de oficial, de izquierda, progresista, de derecha, nazi o vegetariana. Y esta aseveración tiene su base. Busque en cualquier diario alguna entrevista cuyo protagonista sea un escritor. Mire la televisión y diga cuál opinión reciente conoce emitida por alguno de ellos”.
“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta Joan Manuel Serrat, quien tal vez en algún momento sorprenda a la masa con un éxito editorial con forma de libro, en estilo símil Ricky Martin.
Aunque conociendo desde lejos los usos y costumbres del catalán, no correspondería esperar revelaciones de un tenor similar al de su colega (igualmente, nunca se sabe).
Lo que habrá que descontar es la iracunda reacción de los escritores ante ese potencial éxito.
Previsible y paradigmática manifestación de inutilidad.