jueves, 31 de enero de 2013

OSCURA EN TODO SENTIDO


Ideológicamente perversa, cinematográficamente excedida en metraje y moralmente repudiable.

Estas son algunas de las tantas definiciones, amables por cierto, que pueden escribirse sobre  La noche más oscura, la película de Kathryn Bigelow que cuenta con varias nominaciones para los próximos premios Oscar y la posibilidad concreta de alzarse con varios de ellos, probabilidad nada preocupante, ya que es sabido el criterio político que impera en cada voto de los miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood.

Lo que merece un serio estudio sociológico es que esta impresentable justificación fílmica de la cacería y muerte de Osama Bin Laden, esta burda apología de la violencia, sea una de las películas más vistas en este momento en los Estados Unidos. Que es el mismo país en el cual, cada dos o tres semanas promedio, algún desequilibrado, pistola o rifle en mano, ejecuta un buen número de  inocentes ciudadanos, en un cine, entrando a una escuela o disparando desde un edificio.

¿Es posible que una sociedad que, con películas como La noche más oscura, alienta la masacre del enemigo  se muestre sorprendida por los estallidos de violencia generados en su propio cuerpo social? Quienes al finalizar la película de Bigelow aplauden emocionados el supuesto triunfo del bien sobre el mal, aunque sea (en este caso, innecesariamente) a sangre y fuego, ¿tienen margen de sorpresa o de indignación cuando la espiral de violencia los azota en carne propia?

Desde ya que la responsabilidad del cine en este asunto es acotada, pero no se debe permanecer indiferente al nefasto mensaje que emana de esta película injustificadamente extensa (157 minutos), filmada con un cuantioso presupuesto y una cínica pretensión  cuestionadora (que nunca es tal), fundamentalmente porque el guionista (Mark Boal, también  productor) y la directora tienen menos sutileza que un Tiranosaurio Rex desfilando por la alfombra roja.

Los primeros sesenta minutos de La noche más oscura están compuestos por tres secuencias en las que exponen igual cantidad de sesiones de tortura (¿no bastaba con una?, en todo caso), con un criterio casi documental, en un fallido intento de tomar distancia del hecho.

Lo muestro tal cual es, pero no lo comparto, imagino que habrá pensado torpemente Bigelow, mientras rodaba este desfile de atrocidades inaceptable en una sociedad cada día más azotada por la violencia de todo género. ¿Supondrá esta mujer que su enrevesado y falaz  metamensaje resultaría de fácil acceso para un público como el norteamericano, más preocupado por el tamaño del balde de pochoclos que por la lectura moral de una historia fílmica? De paso, ¿subestima la capacidad intelectual y de comprensión del resto de los habitantes del planeta?

Cualquier espera de atisbo de denuncia se apaga rápidamente: ni mención siquiera de la posibilidad de un autoatentado, ni la complicidad de la CIA en el 11S (ambas cuestiones mencionadas, en su momento, por distintos medios de prensa). Todo es muy torpe y salvaje en esta película: directo y sin elaboración. No importa el costo del exterminio del enemigo. Daños colaterales es el eufemismo que enmascara los crímenes de hombres, mujeres y niños inocentes.

Si quien me lee percibe una volcánica indignación en mi prosa, está en lo cierto. A esta altura de la historia de la humanidad siendo –como soy- un tipo declaradamente antibelicista, enemigo de la lucha armada y de las dictaduras de cualquier signo, me asquea la impunidad con la que uno de los países con mayor participación en los peores crímenes de la humanidad, lejos de intentar una autocrítica y arrimar agua al incendio, le arroja combustible con total impunidad, contando con la complicidad de espectadores idiotizados por la hamburguerización cultural, y critiquejos cortesanos, que lo más osado que llegan a escribir o a decir es que estamos en presencia de una película polémica.  Hay que cuidar la quintita: los estudios recortan los comentarios, escuchan radio y ven tevé.  No sea cosa de perder un posible viaje a Hollywood, veladamente prometido y cíclicamente postergado. ¿Recuerdan la fábula del burro y la zanahoria?     

El final de la película, con la ejecución y masacre de Bin Laden y su familia, está filmado con nervio, ritmo sostenido y ese regusto por la violencia que Bigelow demostró en Vivir al límite, otra apología de la violencia (premiada con varios Oscar), que tanto le gusta a esta mujer a la que cuesta imaginar cenando a la luz de las velas, o recibiendo un ramo de rosas.

Una secuencia bastante similar a la de la magna Apocalypse Now, donde Francis Ford Coppola dejó muy en claro su pensamiento sobre la intervención norteamericana en Vietnam. Que, obviamente, no coincide con Bigelow por razones sencillas de explicar: Coppola es un artista; Bigelow, una cineasta mercenaria y obsecuente con la política exterior de su país, a la que en teoría dice criticar.  

Mientras tanto, el mundo sigue esperando el cierre de Guantánamo, promesa redoblada y olvidada por el actual presidente de los Estados Unidos, de quien se puede pensar que es olvidadizo o, lisa y llanamente, un mentiroso.

Desde hace varios años, lo mejor, más auténtico y cuestionador del cine norteamericano hay que buscarlo en películas  independientes, a las que Hollywood les otorga cierto impulso, no por convicción sino para evitar el ridículo de apostar solamente a historias maniqueas y filosóficamente reaccionarias como ésta,  aunque lleguen con un pretendido barniz demócrata.  

En el plano actoral, el elenco muestra todos los tics esperables en semejante contexto, pero lo más gracioso –digno de una película de los hermanos Coen- es que la hierática protagonista, Jessica Chastain (tan expresiva como un potus) está nominada como Mejor Actriz Protagónica por la Academia. Me gustaría hablar con ella para formularle una única pregunta: ¿el llanto del final es producto de un acto de autoindulgencia, o de una repentina –y ya tardía- toma de conciencia sobre el paso dado?      

Como antídoto a este producto repudiable, recomiendo la visión de la ya apuntada Apocalypse Now, y de un puñado de obras maestras de Constantin Costa-Gavras, el cineasta con mayor capacidad para otorgarle dimensión dramática a un hecho político, sin dejar de hurgar en lo profundo de los conflictos humanos. Allí están Z, La confesión, Estado de sitio, Missing (Desaparecido) o Music box (Mucho más que un crimen), para demostrar que mis aseveraciones no son producto de una piantadura, sino de la razón y de la emoción que provoca el cine cuando alcanza la dimensión de una obra de arte.

Respecto de La noche más oscura, me importa un rábano su performance comercial en la Argentina. Los comentarios de los critiquejos fueron fieles a su estirpe. Cobardes, como siempre.

Ahora, si a pesar de todo, usted insiste, la ve, y queda persuadido por lo que vio, no lo dude ni un segundo: tome su teléfono celular a las puertas del cine, llame al mejor psiquiatra que conozca y solicite un turno urgente.           

domingo, 6 de enero de 2013

INNECESARIA Y ARTIFICIAL


¿Era necesaria?

No, decididamente no.

Cloud Atlas, la red invisible es la prueba elocuente de que no basta con proponerse ser innovador, sino que la innovación –por lo menos en el cine- hay que sustentarla con una historia sólida y atrapante.

Muchos cinéfilos (si es que en esta época pochoclera se permite la subsistencia de los mismos) se restregaban las manos ante el matrimonio de los hermanos Wachowski (Matrix) y el alemán Tom Tykwer (Corre, Lola, corre). Suponían que la reunión de talentos potenciaría el producto, por simple suma de cualidades.

Me costó bastante dilucidar que eran seis las historias que se cuentan en la película, yendo y viviendo en el tiempo y el espacio, con el karma, la reencarnación y otros interrogantes metafísicos torturando a esos personajes que, alternativamente, van sufriendo desde el salvajismo de una época esclavista hasta los horrores de un futuro distópico.

A lo que vi, debí unir lectura para arribar a estas conclusiones, porque las dos horas con cincuenta y dos minutos que se toman los Wachowski y Tykwer para contar tan descomunal historia, no sólo es demasiado: es indigno.

Hay ocasiones en que las reglas de la narración pueden ser dinamitadas y el resultado bordea la excelencia, como en El árbol de la vida, del indefinible Terrence Malick . Y hay otras, como la que nos ocupa, en que esas señales son arrojadas a la cara del espectador sin la menor pista, sin el más elemental código que habilite la comprensión de lo que verá en el curso de casi tres horas. Historias supuestamente unidas por una red que es literalmente invisible.

El elenco se esfuerza por hacer lo suyo con dignidad: Tom Hanks, Halle Berry, Hugh Grant y Susan Sarandon, entre muchos otros, merecen un mejor envase para personajes que, en algunos casos, destilan una riqueza dramática que los realizadores no supieron explotar.

Patragruélica producción independiente, Cloud Atlas, La red invisible, insumió cien millones de dólares de producción, de los cuales en los Estados Unidos lleva recaudados unos veintiséis millones, esperando que en el resto del mundo la cifra redondee sesenta y cinco millones de dólares, como para recuperar una buena parte de lo invertido.

No hay que ser Nostradamus para oler un mal pronóstico.

Los grandes estudios, a pesar del prestigio –sobre todo- de los Wachowski, decidieron que el film no valía el riesgo. Decisión lógica: leyeron el guión. De allí que los directores de Matrix invirtieran  capitales propios para poner en marcha la filmación de su propio capricho.

Desde el vamos se sabía que no sería una película fácil. Luego de verla, no quedan dudas que se trata de una película insoportable que, sin embargo, fue defendida con tibia vehemencia pretendidamente intelectual por ciertos critiquejos argentinos, mientras que algunos –empleados en los diarios de mayor circulación- le bajaron el precio solapadamente, cuidando escrupulosamente cada palabra, casi disculpándose ante el lector por no tener la valentía de escribir que lo mejor de los Wachowski hay que buscarlo en Matrix , mientras que el Tykwer más sutil está en Corre, Lola, corre.

Nada nuevo bajo el sol. Los critiquejos cinematográficos vernáculos –salvo una honrosa excepción- son, como los periodistas deportivos argentinos, de los peores de habla castellana. Tienen un respeto reverencial por los apellidos y tanto temor de escribir lo que piensan sobre Cloud Atlas, como los otros (los deportivos)  de reconocer, por ejemplo, que hace años que Riquelme es un ex jugador, gordo, viejo y fuera de forma, lo cual me ganará antipatías bien fundadas de varios seguidores bosteros de este blog.

En uno y en otro caso, escribo lo que pienso y siento. Y lo fundamento.

Para eso debería servir el periodismo; y mucho más, la crítica especializada.

Ello ocurre cuando la profundidad de análisis y la valentía de opinión conforman una unidad indisoluble.

Eso, hoy, en la Argentina no se consigue.