jueves, 27 de diciembre de 2007

AHÍ VAMOS...


¿Y ahora qué?, me pregunto frente a la pantalla, este jueves con cielo plomizo de 2007 en retirada.
Dos guiones cinematográficos terminados, una novela readaptada, varios artículos (algunos publicados en este blog), dan cuenta de un año con gran actividad literaria.
Sin embargo, en este preciso momento, ahora que estoy aporreando las teclas, no tengo la menor idea de cómo sigue la película.
En la mente de un escritor que se precie siempre hay ideas.
Es mi caso.
Algunos bosquejos, trazos de diálogos confusos, algún personaje funambulesco (son mis preferidos) me habitan.
Nada, aún, tiene forma de camino, condición esencial –hasta hoy- para que me ponga a escribir.
Digo que me debo un descanso. Y me miento. En realidad, no sé qué quiero.
No está mal.
“Para poder encontrarse, antes hay que perderse”, escuché por allí.
Nada más cierto.
La confusión o la falta de certezas es una forma de estar perdido.
Intuyo que la brújula para el encuentro vendrá con formato de historia. Cine o novela. No lo sé.
Mientras tanto, la angustia. Que no preocupa, pero molesta. Me definí como un contador de historias. Cuando no cuento alguna me fastidio, un estado habitual aún cuando doy forma a alguna narración.
De modo que es cierto lo que opinan algunos por estos días: estoy intratable.
Lo confirmo yo mismo, que ni siquiera me aguanto.
Es el germen ideal para una buena historia, del género que sea.
No conozco ningún buen escritor (bueno, remarco) que haya escrito obras que merezcan leerse, a partir del influjo de una incontenible felicidad personal o pletórico de gratitud hacia esta espantosa sociedad que nos arroja a la cara, diariamente, sus peores crímenes.
Los escritores somos, ante todo, molestos vigías de una fiesta a la que entramos colados. ¿Qué otra cosa es esto que llamamos vida? ¿Acaso alguien nos consultó si nos interesaba pasar?
Es habitual que lo veamos no nos guste.
Algunos, en su momento, renunciamos a profesiones rentables, cómodas y alarmantemente mediocres, para sumergirnos en la inestabilidad de lo que algunos llaman vocación.
Soy uno de ellos.
Nunca me arrepentí.
Cambié la posibilidad de una casa en el country por las paredes rajadas de un PH; el quincho con jardín y pileta por un patio con baldosas de la época de los conventillos y una terraza con membrana transitable; suelo merodear con los bolsillos llenos de pelusas y raleados de tarjetas de crédito.
Mientras algunos empeñan hasta los huesos en préstamos para cambiar el auto, desde el 2001 -obstinada, tozuda, tal vez estúpidamente-, me niego a transar con esa cueva de ladrones legalizada que es un banco.
Ya me robaron una vez. ¿Les voy a dar la revancha?
Se acerca un nuevo año. Con él, deseos sinceros e impostados. Tanto a unos como a otros, se los ve venir desde lejos. Es cuestión de saber mirar.
2007 me volvió más escéptico, pero también más sentimental.
Ahá… por ahí puede pintar una historia… Uniendo retazos, convocando personajes. Tampoco es tan apremiante que el inicio de 2008 me encuentre con las manos en las teclas.
Es probable sí, que sume un programa de radio menos en mi haber. Lo ideé de la nada (una de mis especialidades), es un éxito, pero económicamente yo, que vivo de esa actividad, no atrapo un billete ni por equivocación. Entonces, no sigo. Prestigio con la panza vacía es sinónimo de traición e indecencia.
Por lo menos para mí.
Me tildan de duro e intransigente.
¿Se puede ser blando y conciliador frente a quienes se cuelgan jinetas de gloria compartida, pero dineros bien guardados (para ellos)?
La radio es un pasatiempo, “una realización personal”, una forma de reconocimiento inesperada para amigos, familiares y afines.
Para ellos, claro.
Para mí, es un laburo. Un hermoso y fascinante laburo.
Ellos son los que hablan de justicia social, citan las palabras del General y niegan sus cuentas en Suiza (la del General).
Aunque, por lo bajo, saben cómo hacer humo fangotes de guita vía cuentas en exóticas islas caribeñas o países inhallables.
Si alguna vez rozaron la gloria o la felicidad, es porque ambas practican el amor libre y entregan más de lo que reciben.
Aunque dudo severamente que hayan podido reconocerlas. Pocos viven. La mayoría, sobrevive. Aún en suntuosas mansiones, a bordo de automóviles brillantes como la nieve, sobreviven. Penosamente, sobreviven.
Y sueñan con otra vida, con otra mujer (distinta de las que tienen y ya no los soporta), con una felicidad a la que no pueden alcanzar porque les falta preparación atlética. Entonces, se les escapa; y cuando les saca dos metros de ventaja, da vuelta la cara y les muestra una lengua burlonamente stoniana.
La vida no es como uno quiere que sea, sino como es.
El precepto tiene validez para todos aquellos que no escriben.
El escritor puede dar vuelta la vida y la realidad en su ficción antojadiza, egoísta, irreverente e ilógica.
Puede transformar su mundo, y tiene la obligación de hacerlo. No debería existir lector que le perdonara no cumplir con su misión.
En este final de 2007 hay también reencuentros.
Con gente noble, sincera y sentimental, condiciones indispensables para que yo sienta amiga a una persona.
Con ellos vuelvo a hacer radio, mientras pienso (sin desvelarme) si mi próximo paso será una novela o un guión.
Poco importa.
A la manera de Kerouac, sigo en el camino.
Ahí vamos…

jueves, 1 de noviembre de 2007

ARGENTINOS


El kirchnerismo consiguió plasmar otro fenómeno en la historia argentina: que las elecciones del 28 de octubre pasado fueran las más turbias, sospechosas y vergonzantes de los 34 años ininterrumpidos de democracia que lleva la República.
Filas de votantes más extensas que para un recital de Soda Stéreo; lentitud en la votación; robo de boletas, "apretadas"; "punterismo" de la época de "La Patagonia rebelde", y la consabida –e irritante, intolerable- soberbia de algunos adláteres kirchneristas.
Muy suelto de cuerpo, el Jefe de Gabinete, Alberto Fernández, al día siguiente del comicio, cumplió con uno de los preceptos básicos del kirchnerismo: buscar culpas en el otro, evitando la autocrítica.
Después de la paliza que recibió la futura presidenta en la Capital Federal (justamente el "territorio" de Fernández), el ministro de los ojos saltones y simpatizante de Argentinos Juniors, reprendió a los porteños, a los que acusó de "vivir en una isla", además de instarlos a "dejar de ser soberbios".
Es mejor apelar a un par de disparates que asumir que en esa "isla", Fernández sufrió la segunda derrota en un año. La primera fue cuando, el ahora legislador Daniel Filmus (a instancias del Jefe Gabinete) se presentaba como candidato a Jefe de Gobierno de la Ciudad Atónoma De Buenos Aires.
El resultado es conocido: perdió dos veces (y por paliza también) con Mauricio Macri. Primero, en las elecciones generales; luego, en el ballotage, que podría haberse evitado, dada la diferencia en los porcentajes, que convertían la tendencia en irreversible. Pero la "soberbia" alimentó otras posibilidades.
Así les fue.
Ahora es distinto. Cuatro años de la vida de la Argentina quedan en manos de una presidenta sin oposición, sin el menor control sobre su gestión. Con mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, casi dos tercios a favor en la de Senadores, y la servil obediencia de los intendentes "fieles a la caja", Cristina Fernández, que es Kirchner, tiene las manos totalmente libres.
Peligrosamente libres.
Hay responsables, claro. Podríamos empezar por una oposición inexistente y egoísta, incapaz de articular una campaña cohesionada, para oponerse a personajes tan antipáticos socialmente y tan débiles políticamente, que no sólo se negaron a debatir, sino que, en cuatro años, dialogaron solamente (y con cuentagotas) con alguna prensa oficialista.
Después (o antes, ¿por què no?), está la ciudadanía. Dentro de los acalorados conciudadanos que se quejan hoy por el aumento en la bajada de bandera de los taxis, el incremento en las cuotas de los seguros, las prepagas y los colegios privados, se encuentra buena parte del caudal de votantes de la senadora patagónica.
Que –paradójicamente- representa en la Cámara a la Provincia de Buenos Aires, aunque no haya presentado en todo su mandato un solo proyecto.
Demasiados viajes (Francia, España, Alemania) provocan un estrés contraindicado para legislar.
Volvamos a los votantes: ¿qué esperaban? Muchos de ellos se entretuvieron las semanas anteriores al comicio con las batallas mediáticas libradas contra frutas, vegetales y hortalizas.
Primero fue el tomate, luego la papa, después el zapallo. Algunos sintieron que conquistaban Roma, porque el precio de la papa retrocedió a niveles todavía intolerables. Sin embargo, los consideraron normales.
Que esos mismos batalladores vayan velando las armas, para cuando deban afrontar los ya acordados aumentos en los servicios (telefonía, electricidad, gas), y se aboquen a organizar nuevos boicots.
La pregunta es: ¿cómo convencer a los consumidores, por ejemplo, que se abstengan de utilizar energía eléctrica, necesaria para ventiladores o equipos de aire acondicionado, en medio del tórrido verano de estas pampas?
Se avizora complicado. Pero todo puede ocurrir.
Tanto, que un histórico del peronismo como Manuel Quindimil tuvo que digerir uno de los tragos más amargos de su extensa carrera política: perdió la Intendencia de Lanús con Darío Díaz Pérez, el candidato oficial.
"Y..., el aparato es el aparato", explicó, lacónico, un veterano dirigente de las huestes del General.
Ese domingo 28 de octubre, las imágenes de los noticieros argentinos parecían emitirse desde la capital de cualquier país "bananero".
Vicios, artimañas, brutalidades que se creían definitivamente desterradas de la historia política argentina, recrudecieron al amparo de un gobierno que dice encarnar "la nueva política".
¿Cuál es, entonces, el verdadero rostro del "Padrino" al que la presidenta electa nombró en el Teatro Argentino de La Plata, en alusión al supuesto conductor de "la vieja política"?
Queda la sensación que en la Argentina hay una sola manera de hacer política. Ni vieja ni nueva: ruin, servil, extorsiva, mentirosa.
Y nadie se ruboriza.
Se compran voluntades (de los intendentes), se regalan electrodomésticos (a los votantes) y se entorpece el camino de los escasos opositores, con el mismo desdén con el que la presidenta electa decide que "el periodismo debe informar; no opinar, ni juzgar".
Curiosa contradicción la de la Primera Dama: por informar, opinar y juzgar, varios periodistas sufrieron la demencia "procesista", que –en algunos casos-, les costó algo más grave que el silencio impuesto de prepo. Algunos de los que se creían dueños de la verdad, de la vida y de la muerte entre 1976 y 1983, están siendo enjuiciados hoy por impulso de su esposo y actual Presidente, Néstor Kirchner.
Uno podría pensar que, al margen de la monárquica sucesión presidencial, en el dormitorio de Olivos quedan temas pendientes de conversación entre los cónyuges.
Inquietante, también, es el silencio de la corporación periodística y las organizaciones gremiales del medio, ante tan inaceptable y extemporánea intromisión.
Un amigo me recuerda a menudo que "nos negamos a aprender del pasado", e insiste en que "los ciclos históricos se repiten".
Hace bastantes años, con su fina y filosa ironía, George Bernard Shaw lanzó, desafiante, una de sus máximas: "La mayoría de la gente no piensa jamás. Yo me torné una celebridad. pensando dos o tres veces por semana".
Lo preocupante es que, alguna gente, interpretó que se trataba sólo de una humorada.

Carlos Algeri

martes, 2 de octubre de 2007

CAMISETAS

El sábado 29 de septiembre, camino al Beranger, antes de tomar el 318, iba cantando para mis adentros, dándome ánimos.
Lo vi recién cuando lo tenía encima. Un pibe de unos venitipico, pedaleando una bicecleta, con la camiseta de ellos, pasando frente a mí.
Antes de un clásico, puede ser un mal presagio. Mientras viajaba con cierta preocupación, empecé a notar que, cuando el colectivo tomó por Meeks, mi ánimo comenzó a cambiar.
Entraba más aire en los pulmones, las pulsaciones se iban regularizando. Contrariamente a lo que esperaba, cuanto más cerca de nuestra cancha más tranquilo estaba, luego de casi tres días sin dormir (Ver “Insomnio”).
Bajé a dos cuadras del estadio. Antes de cruzar me quedé mirando hacia atrás. Dos chiquilines de entre cuatro y seis años venían caminando, sosteniendo banderas que los doblaban en altura. Banderas que, en el medio, tenían un escudo blanco atravesado por una franja celeste.
Los pibes llevaban cada uno su camiseta y su gorro. Detrás de ellos, que desfilaban orgullosos rumbo al mismo lugar que yo, la mamá –que seguramente junto al papá- había hecho muy bien su trabajo (Ver “Descendencia”) les respondía sobre algún hecho doméstico.
Iban tranquilos, alegres, confiados.
Pensé cuánto de aquellos pibes quedaba aun en mí. Recordé sueños imposibles concretados en celeste: el ‘74, el ’82, la batalla ganada a la quiebra.
¿Qué es un clásico comparado con todo eso?
Recordé, también, las caminatas con mi viejo cuando yo tenía la edad de aquellos pibes (ver “La pasión no quiebra”). Imaginé que mi sonrisa y mi desparpajo, más allá del inevitable desfasaje temporal, debían parecerse bastante al de ellos.
Todo buen celeste intenta hacer bien su trabajo: perpetuar la especie. Esa señora, mi padre, los padres y las madres de todos los pibes que festejaron, envueltos en el color del cielo, otro triunfo en un clásico.
Para algunos de ellos, a lo mejor era la primera vez. Y eso le otorga un carácter iniciático: como la primera novia o el primer gol, nunca se olvidan.
Ya en medio de los bombos, que calentaban motores en plena Nueve de Julio, frente a la sede, pensé en quienes, vía Internet, en Madrid, Milán o Estambul, envidiarían mi lugar en ese momento.
Nerviosios, ajustando la imagen, intentando reconocer en planos fugaces, deformados por la distancia, a los amigos del barrio, hoy a casi 20.000 kilómetros.
Los imaginé con la camiseta puesta, la bandera al costado de la PC y los nervios tensos como cuando caminaban por Dorrego. Comenzaba a reunir una buena cantidad de motivos para tranquilizarme.
El sol brillaba a pleno. Había en el aire un tufillo a Joan Manuel Serrat a punto de cantar “Fiesta”.
“Eso ocurre en las novelas”, me dije, desconfiando de mi propio optimismo, temeroso como soy de la pérdida de un clásico.
“De vez en cuando la vida, toma conmigo café”, canta también el Nano. Ojalá sea hoy, pensé. Soy capaz de tomarlo amargo.
Y después, el fútbol. Esa inexplicable experiencia que por noventa minutos nos transforma, nos transporta, nos modifica.
Aunque sepamos que no cambiará nuestra vida en lo profundo, que es simplemente un juego, regido –como tal- muchas veces por el azar. Que conviene evitar las explosiones violentas, esos gritos de gol que se forjan en las entrañas, estallan en la garganta y dejan los pulmones con el aliento indispensable para permanecer en este plano.
Por supuesto que todo eso es muy saludable, siempre y cuando al pibe Núñez no se le ocurra tirar un “globito” para habilitar a Quevedo que, ante la salida del arquero de ellos, definió como Messi.
Uno ve la pelota inflando la red y, mágicamente, se olvida del decálogo de la revista “Vivir mejor” y explota en un grito compartido con miles de gargantas.
Y la ventaja que tendría que ser más amplia. Y la frase podrida ésa que dice “Los goles que te perdés en el arco rival...”, que te sobrevuela como un cuervo en el desierto, ya sin agua en la cantimplora.
Pero el sufrimiento se banca: hay autoridad en el equipo. Entrega, sacrificio, pizcas de buen fútbol; y mucha, pero mucha garra. Los clásicos se ganan luchando; y agregando fútbol cuando se puede.
Aunque, por las dudas, la camiseta no me la saqué hasta el final. No sea cosa que...
Ahora, cuando el árbitro dijo basta, y en Temperley, Turdera y alrededores se registró un movimiento sísmico provocado por un alarido masivo, puse un pie en el respaldo de la fila de butacas de atrás, el otro en la de adelante, y la camiseta empezó a girar como una hélice sobre mi cabeza. Nada ni nadie podría conseguir que dejase de cantar, saltar o revolear la número 8 celeste, en una platea convertida en popular.
¡Qué maravillosa postal! La recuerdo y me emociono. Miles de hélices en las tribunas, el abrazo con los amigos, los jugadores trepados al alambre, después en ronda.
¡Y pensar que llegábamos de punto! ¡Así da gusto ganar!
Bueno, siempre da gusto ganar “este” clásico.
¡Cómo estarán los muchachos en Madrid, Milán o Estambul! En cueros, con la camiseta en una mano, la bandera en la otra y gritando en el balcón: “Yo soy celeste, es un sentimiento, no puedo parar...”
Después de los festejos en el buffet, decidí que tanta alegría debía disfrutarla despacio, como un buen vino. Caminé tranquilo las treinta cuadras hasta casa, saboreando cada baldosa de ese barrio que, hasta el próximo clásico, llevaremos guardado en el bolsillo.
En casa no hubo objeciones por mi atuendo inmodificable para todo el fin de semana: la camiseta celeste con el número 8; por Alejo Escos, claro. El domingo por la noche quedó colgada frente a mi lado de la cama y el destino dirá qué día se mudará al lavarropas. Es hora de sentir, no de planificar.
En cualquier momento se la presto un rato al Nano, cuando aparezca por la pieza para cantarme unas estrofas de “Fiesta” o “De vez en cuando la vida”. Porque mi calle se vistó de fiesta y la vida tomó conmigo café.
Ese sábado 29 de septiembre, por la noche, en casa cenamos los tradicionales ñoquis. Y, aun con la emoción a flor de labios y de piel, decidí que había llegado el momento de hablar de temas trascendentes durante la comida.
La habilidad de Núñez, esa gran promesa que es Lutzky, la increíble energía del Polaco Giannunzio, las atajadas de Fede Crivelli, la multitud que volvió a ratificar -por si hacía falta- que el clásico quedó en buenas manos.

Carlos Algeri

jueves, 27 de septiembre de 2007

SILENCIOS


El fenómeno Racing es capaz de producir hechos asombrosos.
El Presidente de la Nación, Néstor Kirchner, optó por un pesado e indigerible silencio cuando la tragedia de Cromagnon segó 194 vidas.
También optó por hacer mutis por el foro cuando Daniel Varizat, un ex funcionario de su provincia, Santa Cruz, arrollaba con su camioneta 4 x 4 a un grupo de manifestantes patagónicos.
Ninguna palabra salió de la máxima autoridad del país cuando, semanas atrás, todos los indicios indicaban que en Córdoba la historia política argentina había exhumado prácticas de principios del siglo anterior. Fraude electoral, para ser más preciso.
Eran indicios solamente, claro.
Entre esos indicios figuraban 162 urnas virtuales. Es decir: 162 urnas más que las habilitadas oficialmente. Un indicio demasiado contundente.
En cualquier país serio del planeta, eso habría bastado para anular la elección y determinar su nueva realización.
Pero esto ocurrió en la Argentina.
El mismo país en el que el Presidente, llamado a silencio en cada uno de los hechos trascendentales que se suceden, decidió que la continuidad de Gustavo Costas como entrenador del Racing Club era un tema de estado.
Por lo tanto, merecedor de su respaldo público.
Aunque, en realidad podría tratarse de una suerte de abrazo del oso si, como sostiene una versión, el propio Kirchner (que se dice simpatizante de Racing) habría aportado nombres a la empresa que gerencia el club.
Otro trascendido asegura que un directivo de Blanquiceleste habría mantenido una reunión con Antonio Mohamed, ex entrenador de Huracán, para ofrecerle la conducción futbolística de la Academia a partir de enero de 2008.
Desde ya, sin que Costas –director técnico en funciones- supiese nada.
Pero alguien le avisó. Algunos sostienen que fue el propio Mohamed. No sería extraño: el Turco tiene una reconocida hidalguía, poco común en este país de cínicos profesionales.
Costas, tocado en su amor propio, fundamentalmente porque es un hombre nacido en Racing y que ama al club, no lo soportó y anunció su decisión de renunciar.
No contaba con un hecho que traspasó lo futbolístico y se convirtió en un formidable cachetazo para la impresentable dirigencia argentina (futbolística, gremial y política): más de trescientos hinchas se llegaron el fin de semana pasado al hotel donde estaba concentrado el plantel de Racing. Con bombos y platillos, le pidieron al caudillo racinguista que no abandonara la batalla.
Tenían muy claros los motivos de su reclamo. La mayoría de ellos llevaba puesta la camiseta de Racing y sostenía en sus manos un cartel impreso que decía “Fuera BC”, iniciales de Blanquiceleste.
Costas, emocionado por el respaldo popular y el de sus jugadores, decidió seguir.
Con las banderas colgadas al revés por los hinchas, en repudio a la cuestionada gerenciadora, el domingo 23 de septiembre Racing le ganó 1 a 0 de visitante a Arsenal, tal vez el rival más incómodo del actual torneo argentino de fútbol.
El entrenador, los jugadores y los legítimos hinchas de la Academia lo merecían.
La arrogancia kirchnerista no acusó recibo ni lo acusará. Están seguros de que el partido del 28 de octubre lo tienen ganado sin salir a la cancha.
Por eso, como en la Argentina todo anda fenómeno, el matrimonio de la sucesión política anda por los Estados Unidos.
Sería de mal gusto recordarle a la pareja que, muy lejos de donde ellos están, y muy cerca de donde nosotros estamos, concretamente en algunas provincias del norte argentino, la mortalidad por desnutrición es un dolor cotidiano.
Pero ésa es otra Argentina.
Récord de venta de electrodomésticos, ejércitos de consumidores atestando las agencias de automóviles, largas colas en las verdulerías e hipermercados para comprar papa al precio oficial de 1,40 pesos el kilo, son también postales argentinas de hoy.
Aunque no se sabe bien si reales o virtuales, como las urnas cordobesas.
La inflación es un invento de los agoreros de turno.
La inseguridad, una bandera de la derecha.
La pésima atención en los hospitales públicos de la provincia de Buenos Aires, una chicana con la que, una oposición tan poco seductora electoralmente como el oficialismo, intenta captar algunos votos.
Aún no conocí a nadie que me dijera, taxativamente, que votará por Cristina Fernández, que es Kirchner, en las elecciones de octubre.
¿Por prudencia, por vergüenza o porque aún peretenece al bando de los indecisos?
Sin embargo, los inefables encuestadores no dudan que “Cristina Presidenta” (como publicita en su camiseta Tristán Suárez, club que milita en la Primera B metropolitana y que maneja el ex hipermenemista Alejandro Granados), será una realidad.
Es muy probable que esto ocurra.
También que, post-octubre, lleguen los tarifazos tan temidos.
Todo, una vez que los votos estén convenientemente guardados en las urnas.
Y la candidata, ungida.
Muchos ya lo han advertido. Otros prefieren contemplarse el ombligo, pensar que si pudieron cambiar el auto y dejarlo estacionado en la puerta para poner verde de envidia al vecino, todo lo demás es una cuestión menor.
Son los mismos que en 2001 abollaron cacerolas pidiendo que se vayan todos, puteando por la guita que les robó el corralito, y perjurando que jamás volverían a votar a ninguno de los representantes de la vieja política.
Paradójicamente, en octubre, a bordo del lustrado cero kilómetro, se acercarán a la escuela designada y no tendrán la menor aprehensión por introducir en la urna una lista sábana, con la mayoría de los nombres vituperados a voz en cuello hace seis años.
De una vez por todas debemos reconocer que una gran mayoría de argentinos padecen de insensatez crónica. Que les interesa un rábano el destino de su prójimo. Que son tan egoístas que sólo reaccionan cuando les tocan el propio bolsillo, o les empeñan el auto o el home theatre, porque no pueden pagar las 150 cuotas que les prometieron fijas y, repentinamente, se convirtieron en flotantes.
En una de sus mejores canciones, “Padre”, el increíble Patxi Andion recuerda con su poderosa voz: “No quisiste jamás salvarte solo / porque no hay salvación decías / si no es con todos”.
Millones de argentinos deberían repetir este estribillo hasta comprenderlo.
Aunque, como dicen en el campo, es difícil que el chancho chifle.

Carlos Algeri

INSOMNIO


Estaba esperando los síntomas. Habitualmente, llegan durante la semana previa.
Como siempre, aparecieron puntualmente.
Comienzan con un sueño discontinuo, habitualmente interrumpido por algún hecho traumático en la ensoñación.
Continúa con una irritabilidad cotidiana que, indefectiblemente, afectará a familiares y amigos cercanos.
En el trabajo la concentración comenzará a menguar. No hay novela que pueda leerse con placer, o película que pueda verse con interés.
La mente, como si funcionara en forma autónoma, está muy lejos de cualquiera de estas actividades. Gira en torno de un solo tema.
Difícilmente encuentre una charla interesante. Salvo, si se aborda el tema específico que genera la sintomatología.
A medida que se acerca el día, la neurosis crece proporcionalmente. La incertidumbre pasa a convertirse en una sombra que nos persigue día y noche.
Es verdad: uno ya está grande, ha vivido bastante como para otorgarle tanta importancia. Al fin y al cabo, si lo medimos con parámetros científicos o académicos, su incidencia en el desarrollo de las futuras generaciones y de la historia de la humanidad, es absolutamente intrascendente.
No justifica el insmnio cada vez más pronunciado a medida que avanza la semana, con los ojos emulando al dos de oro en las penumbras de la madrugada.
Racionalmente, nada de esto tiene sentido ni justificación.
El detalle, el único que modifica completamente el tablero sostenido por la lógica cientificista, es que se trata de un clásico.
El de toda la vida, contra el equipo que tiene su cancha a unos veinte y pico de cuadras de la nuestra, trazando una diagonal.
Encima ellos vienen agrandadísimos, volteando muñecos que es un contento.
Nosotros, fieles a esa hibridez que pasó a ser un signo distintivo en estos últimos años, somos deportivo empate contra equipos mucho menos poderosos que “ellos”.
Hay quien sostiene que un partido no salva al año.
Puede que tenga razón.
Pero si ganás “éste”, hasta 2008 el barrio es tuyo, inflás el pecho lo que resta de 2007 y –con suerte- aparecés por tu casa en la madrugada del domingo, después de haber dado cuenta de buena parte de la provisión de cerveza del buffet del club y de rifar lo poco que te queda de voz, cantando y golpeando las palmas contra las mesas, o subido a una silla revoleando la camiseta.
De allí que “éste” no sea un partido más.
Nunca lo es.
Si considerara que da lo mismo ganarlo que perderlo, mi lugar estaría en casa lijando paredes, reparando la membrana de la terraza o removiendo la tierra de las macetas ubicadas en el patio. Y no exigiendo al mango mis coronarias, pensando que en esos noventa minutos se juega el destino de la humanidad.
Como estoy más cerca de esta creencia que de las relajantes tareas domésticas, se explica que no pueda dormir bien desde hace días.
¿Línea de tres o cuatro que marquen en zona? ¿Jugaremos con enganche o con cuatro en el medio, y que se arreglen los de arriba a pelotazo puro? ¿Cómo hacer para frenar a estos condenados que, según vi por televisión, corren marcan, tocan de primera y hacen goles como el trámite más sencillo?
“Un clásico es diferente”, me recuerda un compañero y amigo del trabajo.
Es verdad, pero llevo dormidas ocho horas en dos días. No hay pastilla, psicotrópica o natural, que logre inducirme al sueño.
Comparado conmigo, el personaje de Al Pacino en “Noches blancas” es El Bello Durmiente.
La única posibilidad infalible de sueño reparador llegará en la noche del próximo sábado, si un zurdazo como el de Hure se escurre entre las manos enjabonadas del arquero, o si aquella jugada de malabarista del uruguayo Martínez Ramos (¡cuánta falta nos hace hoy un jugador con su personalidad!) termina con la pelota colgada en el ángulo, sellando inapelablemente el resultado en nuestro favor.
La usina de cábalas comenzó a funcionar a pleno. Con un grupo de amigos, nos devanamos los sesos intentando recordar nombres y personas que garanticen triunfos.
Estamos a la búsqueda de un viejo Casale, como el de “17 de diciembre de 1971”, el inolvidable cuento del Negro Fontanarrosa, aquél de la palomita de Aldo Pedro Poy contra Newells en el Monumental, que terminó con Central ganado 1 a 0 en la realidad, y con el viejo Casale mirando los rabanitos desde abajo en la ficción.
Ya empezaron a desempolvarse camisetas que se presumen invulnerables a las derrotas, gorras que acompañaron ascensos, vinchas amarillentas con pasado de vuelta olímpica, hijos, primos, nietos, que aseguran no haberlo visto perder ningún clásico.
Allí vamos, a convencerlos para que el sábado, a la hora señalada, no se les ocurra estar en otro lugar que en el Beranger. Rocío Guirao Díaz o Pablo Echarri, según el sexo, deberán esperar otro día u otra hora, en caso de una hipotética salida.
El bien común está por encima de los intereses individuales.
Será una semana de pocas palabras en casa y en el trabajo. Ni un lugar ni en el otro habrá ofensas ni molestias, porque saben del momento trascendente que se avecina.
El viernes por la noche, la camiesta celeste modelo histórico lucirá impecablemente lavada y planchada, esperando que transcurran las últimas horas de insoportable insomnio.
El sábado por la mañana, con ella sobre el cuerpo, uno comienza a sentirse mejor. Pase lo que pase, lo enfrentaremos con el traje de gala.
No hay espacio para huidas miserables. Verlo por televisión o escucharlo por radio, invocando cábalas inexistentes que, en realidad, son excusas para evitar cumplir con nuestro impostergable deber de hincha.
Poco importa si ellos vienen metiendo miedo y nosotros a los tumbos.
Se juega el clásico con nuestro rival de toda la vida.
Y es lo único que importa.

Carlos Algeri

lunes, 3 de septiembre de 2007

DESCENDENCIA


Si existe un ámbito en el que la democracia debe abolirse es el seno de una familia, cuando de fútbol se trata.
Cada vez entiendo (y tolero) menos a esos padres que la juegan de superados, relatando con impostado orgullo cómo sus hijos se vanaglorian de ser de River ante ellos, que son de Boca.
Un día de estos voy a revelarles lo que se niegan a ver: sus hijos los odian. O ellos, como padres, no hicieron bien su trabajo.
Es una de las pocas disciplinas en la vida en las que aplico el verticalismo: soy hincha de Temperley porque mi padre hizo bien su trabajo. Y no paro de agradecérselo.
Él, que es de Independiente, cuando llegó a Villa Galicia y tuvo que elegir un club en el barrio lo hizo con la sabiduría que lo caracteriza: empezó a caminar derecho por Pasco hasta el 300 de la Avenida 9 de Julio.
Y como buen padre que es, no lo hizo solo. Ahí aparezco yo en la película.
Después vinieron tristezas y alegrías compartidas, corridas esquivando piedrazos, choripanes y tintos indigeribles, viajes interminables hacia canchas impresentables.
Un pedazo grande de nuestras vidas compartiendo esa maravillosa ilusión que en una hora y media se jugaba nuestra posibilidad de infierno o paraíso. Juntos. Como corresponde.
Jamás se me ocurriría pensar que mi alegría futbolística pudiera ser a expensas de la tristeza de mi padre. O viceversa.
Hace unos años, un colega que se confesaba hincha de Temperley me contaba con orgullo lo que él denominó un “acto de democracia”.
Unas cuantas décadas atrás, en ocasión de un Temperley-Los Andes (nada menos) llevó por primera vez a su hijo a la cancha y le dejó elegir el gorrito y el banderín que más le gustara.
Su hijo demostró el peor de los gustos y el padre se lo convalidó. Dos traiciones en una: la primera, al amor filial; la segunda, al criterio estético.
Una de las peores incomodidades que soporto es vivir en Lomas de Zamora. Mi lugar en el mundo es cruzando Garibaldi, donde me crié. Pero, como dice el tango, contra el destino nadie la talla. De todas formas, no pierdo las esperanzas. Sé que voy a volver.
Mientras tanto, aprendí a resistir y a hacer bien mi trabajo.
Esteban, mi hijo menor, hizo toda la escuela en un territorio propicio para fomentar traiciones futbolísticas a la historia familiar.
Sistemáticamente, en contra de todas las recomendaciones pedagógicas y psicoanalíticas, siendo él muy pequeño, comencé a augurarle los peores tormentos en caso de ceder a la tropelía traicionera.
Reconozco que me excedí.
Primero, porque subestimé su inteligencia (nunca se dejó tentar por el diablo); y segundo, porque la primera vez que lo llevé a la cancha, la descendencia de hinchas de Temperley en la familia quedó asegurada. Gritó, cantó y se emocionó como lo hace uno de los nuestros. No hay caso: la sangre tira.
Fue uno de los días más felices que recuerdo. No era para menos: otro celeste en la familia. Como con mi padre, nuestras alegrías y tristezas futboleras, a partir de ese momento, serían compartidas.
Poco propenso a exteriorizar sus emociones, recuerdo a Esteban, varios años después, gritando desaforadamente en los clásicos, o uniéndose a mí en un abrazo, festejando el gol de Hure en aquél partido bisagra contra Los Andes, en el que conjuramos la mufa.
Después, el festejo con cerveza y golpes sobre las mesas del buffet. Y el regreso entonado para seguir cantando en casa, donde nos esperaba más cerveza.
Cosas simples, nada del otro mundo.
Pero importantes.
Es probable que algún día él les relate a mis nietos que, futbolísticamente, es un buen hijo. Y que a ellos les convendría seguir el ejemplo.
Tal vez, en esa misma época, esté sentado a alguna de las mesas del buffet del club, ratificándole a mis amigos que, el único terreno en el que la democracia no tiene espacio, es el fútbol.
Carlos Algeri

HISTORIAS


Hay un puñado de películas elegidas a las que reservo un privilegio inhabitual en mí: verlas dos o más veces.
Una de ellas es “El gran pez”, el encantador, sensible y fellinianio cuento de hadas de Tim Burton.
El film habla de uno de los temas más trillados pero, a la vez, más difíciles de abordar por el arte: la relación padre-hijo.
Edward Bloom (un gigantesco Albert Finney) gusta decorar los hechos de su vida con una dosis de imaginación y fantasía que excede la tolerancia y la capacidad de asombro de su hijo Will (Ewan McGregor).
El padre era viajante de comercio. El hijo, periodista. Contrariamente a lo que “correspondería”, el padre “vuela” más que el hijo, quien en su deseo de un padre más terrenal se pierde la oportunidad de convertirse en su compañero de ruta.
Algunas de estas cosas comenzará a comprender Will cuando interrumpa sus tres años de silencio de hijo, para acudir junto al lecho de enfermo de quien pobló su infancia y su adolescencia de fantásticas e incomprobables aventuras.
Hace unas semanas, en ocasión del estreno de su nueva (y muy interesante) película, “El resultado del amor”, Eliseo Subiela me confesaba: “Desde los 17 años, hago cine para escaparme de la realidad”.
Curiosamente, si hay un cine personal y comprometido en la Argentina es el del autor de “El lado oscuro del corazón” y “Hombre mirando al sudeste”.
Hay un punto en que tipos como Edward Bloom y Subiela se cruzan en el camino.
Es una cuestión de elección. Se puede pasar, soportar, la vida. O se la puede embellecer, ponerle entusiasmo, darle el marco de la historia que en realidad es.
Nadie nos obliga a ser devotos de la precisión del dato como Will. O rendirle honores al traje, la corbata y la chapa en la puerta del estudio, como Martín (Guillermo Pfening), el joven abogado de la película de Subiela, que opta por disfrazarse de pájaro en un lavadero para autos y leer a Ramón Gómez de la Serna, en lugar de recitar incisos de memoria.
En “El gran pez” es el padre el que subvierte el mandato social de la sensatez. En “El resultado del amor” la cuestión es más común: Martín compra una casa rodante y decide vivir en ella. Lo que corresponde, lo que debe ser, ya lo cumplió su padre (Jorge D’Elía).
Edward Bloom y Martín, seguramente sin saberlo, cumplen con el recomendación enunciada hace décadas por el cineasta mexicano Juan López-Moctezuma: “Hay que inocularse de fantasía para no enfermarse de realidad”.
No es la primera vez que me ocurre que, luego de ver una película, quedo suspendido en ese mundo. Suelen ser los mejores minutos de mi vida. Todo ocurre a mi alrededor a partir de bellos encuadres, diálogos precisos y climas de ensueño, a partir de ese material que llaman realidad.
Es cuando estoy más cerca de convertirme en Edward Bloom. Lo voy a continuar intentando.
“El gran pez” se inspira en una novela, y no me extrañaría -aunque lo ignoro- que el personaje de Albert Finney sea una suerte de alter ego del autor. Además de ciertos rasgos de una mejor o peor disimulada locura, los que intentamos contar historias tenemos un desprecio virulento por la realidad tal como nos la imponen.
El gran desafío es, como en la película de Tim Burton, transformarla en un pueblo en el que se pueda caminar descalzo, domesticar al gigante o conquistar a la bella de turno; que es de otro, por supuesto.
Contra la creencia popular, desde hace un tiempo sospecho que la vida imita al cine. “Cuando dí mi primer beso a una chica, esperé que sonara la música de fondo”, confesó hace años José Luis Garci, un enfermo de cine que modificó mi vida (y la de muchos más) con tres historias emocionantes: “Asignatura pendiente”, “Solos en la madrugada” y “Volver a empezar”, probablemente la película que más me ha hecho llorar como espectador.
Para salvar la falencia de Garci, hace años que en momentos cruciales (cuando escribo, por ejemplo) pongo música de fondo. Para que la película esté completa. Aunque intento vivir sin atarme demasiado a un guión. Unas líneas argumentales y, después, adrenalina pura. Como en “Sin aliento”, de Jean-Luc Goddard.
Lagrimeo cada vez que Totó maduro observa el montaje de los besos censurados en “Cinema Paradiso”. Pego un alarido triunfalista en el final de “Mediterráneo”, de Gabriele Salvatores, cuando el Teniente LoRusso (Diego Abattantuno), de regreso en la isla de la que no debió partir, refrenda su compromiso de rebeldía ante la realidad: “Ellos habrán ganado, pero no voy a ser cómplice”.
Una vez le pregunté a Federico Luppi si, ante una situación similar a la de su personaje en “Un lugar en el mundo”, él quemaría la lana de la cooperativa, antes que venderla a un precio oprobioso al terrateniente que compone Rodolfo Ranni.
“Sí”, me contestó Luppi, rotundo y sin pensarlo demasiado.
Me complació. Yo hubiese hecho lo mismo.
Adolfo Bioy Casares decía: “Quiero creer que el peor de la pecados sigue siendo la traición”.
Yo también.
Por eso quemaría la lana.
De allí que insisto en correr detrás de las historias. O dejo que ellas me alcancen. Más tarde o más temprano, algunas terminan publicándose o convirtiéndose en películas. Es cierto que con menos asiduidad que la que quisiera. Sin embargo, llegan.
Entonces, como Edward Bloom, presiento que le gano otra batalla a la realidad. Aunque tenga los pies lastimados después de cruzar el bosque descalzo y esté cansado de trabajar sin resuello (ni sueldo) para que el dueño del circo me aporte datos que me acerquen a mi amada.
No conozco cobardía más grande que la de prohibirse soñar.
En el final de “El gran pez”, Edward y Will, el padre y el hijo, cierran una de las más bellas historias que recuerde. En su agonía, el supuesto fabulador escucha como el vástago escéptico, con notable claridad y precisón, relata el desenlace que desconocía. O que no quería contar.
Acaso por eso, Will no se sorprende cuando, en tránsito funerario hacia el agua, descubre en el cortejo todas aquellas criaturas de las que le hablaba su padre y él creía imaginarias.
El Gran Pez vuelve a su hábitat y, tras los títulos, nosotros regresamos a la realidad. Pero, como Will, ya no somos los mismos.
Hemos ganado otra batalla.
Carlos Algeri

jueves, 16 de agosto de 2007

PALABRAS


Desde que la candidata oficialista, Cristina Fernández de Kirchner, comenzó con sus actos de campaña, el comentario unánime de su grupo periférico de obsecuentes es la brillantez de su prosa.
Curiosa virtud para quien se enfrenta ante la posibilidad del ejercicio máximo de poder en la vida democrática. Allí donde mandan los hechos y se esfuman las palabras. O, por lo menos, donde es conveniente utilizarlas con moderación.
El gesto crispado, la voz cascada, el tono admonitorio son incuestionablemente “Kristinianos”. Y no coinciden con la idea que tenemos algunos de la moderación.
En los comienzos del siglo pasado, una oratoria política deslumbrante aseguraba un auditorio extasiado y un respeto de por vida para el expositor.
En tiempos en que la gente se aturde con i pods o celulares conectados con la NASA, se valoran más los contenidos que las formas.
Es probable que la Primera Dama tenga una verba florida.
En ese terreno, prefiero a Enrique Pinti pues, además de su formidable capacidad de observación y su brillante oratoria, me resulta divertido.
La Primera Dama no.
Si utilizarámos el parámetro de los obsecuentes kristinistas, Pinti sería Presidente de la República.
Votos no le faltarían.
Pero Pinti es un hombre sensato. Sospecho que no cambiaría el Maipo por Balcarce 50.
¿No resulta insultante para la inteligencia de millones de argentinos pensar que, porque una señora un tanto exaltada (en realidad me gustaría escribir otra cosa, pero hoy estoy moderado) maneja bien una prosa cuidadosamente estudiada, la alcanza para ser la indiscutible conductora de los próximos cuatros años de vida institucional?
Hasta el momento, no conozco una persona de mi entorno, o fuera de él, que haya manifestado su intención de voto por la actual senadora.
Aunque, como consigné en otro texto, sólo dos personas, hasta hoy, se hicieron cargo de su voto por un presidente que, en el pasado, ganó tres elecciones.
Una de las mayores miserias argentinas es la cobardía.
“Yo no sabía”. “Algo habrán hecho”. “Él se lo buscó”. “Mirá, yo no sé de qué se quejan; a mí me va bien”.
Si en nuestro ombligo no se producen turbulencias, la Argentina es un vergel.
No miramos hacia los costados ni en las bocacalles.
Así nos va.
Desviamos raudamente la vista en las estaciones de tren, subte o en las calles. Los que duermen sobre cartones, cobijados por frazadas mugrientas son los “excluidos del sistema”. Una definición economicista que obra como anestésico espiritual.
Y la vida sigue.
Chaco o Misiones están a demasiados kilómetros del Obelisco. Mientras en ésas, y en muchas otras provincias, hay gente muriendo por desnutrición, el oficialismo celebra el boom turístico que asuela Capital Federal y engrosa el Tesoro Nacional.
Contra sejemante asquerosidad, no existe oratoria posible.
En mi barrio natal, Villa Galicia (Temperley), se me ocurre que a mucha de la buena gente que la puebla, seguramente se le ocurrió que cualquiera de esas provincias conformarían un destino digno para el indigno contenido de la valija voladora.
Debo admitir que algunos de mis vecinos es probable que no hayan leído a Gramsci ni interpretado a MacLuhan, como me citó –patéticamente- durante una entrevista radial un diputado oficialista, cuando hablábamos de pobreza.
Se puede hablar sobre lo que se desconoce. Pero no se debe. En esos casos, el ridículo siempre está el acecho. Y gana la partida. Los oyentes se encargaron de ratificarlo aquella vez.
De modo que si vamos a elegir candidatos por la riqueza de su prosa, me quedo, simbólicamente, con Roberto Alrt.
El que se recostaba sobre su silla con los pies sobre el escritorio y despreciaba con virulencia los obscenos perfumes de la ostentación. El que, con el eterno pucho en los labios, miraba y retrataba. El que no pactaba con el sistema. El que señalaba y maltrataba con la palabra a quienes se lo merecían.
Los mismos que lo despreciaban a él, argumentando que escribía con faltas de ortografía y errores de sintaxis una literatura popular y pueril.
Hoy, “Los siete locos”, “Los lanzallamas”, “El juguete rabioso”, “El amor brujo” y las Aguafuertes Porteñas certifican la genialidad del escritor “al que le faltaba estilo”. Y condenan la debilidad de las argumentaciones de sus detractores.
Los tiempos no han cambiado demasiado.
Aunque el bombo haya desaparecido forzadamente y se admire a Silvio Rodríguez, la demagogia político-marketinera indica que, para la campaña, son más funcionales los acordes de Néstor en Bloque.
Por eso, el lanzamiento Kapitalino se pareció más a un recital de Shirley Bassey y Tony Bennett que a un acto proselitista.
Sobró glamour, megalomanía, arrogancia.
Faltó sensibilidad, sobriedad, respeto.
Imposible esperar que el olmo dé peras.
Hay que esforzarse por entender el giro de la historia.
El cambio recién comienza.
Carlos Algeri

viernes, 10 de agosto de 2007

FUENTEOVEJUNA

Vivir en la Argentina requiere un cuidadoso estado atlético y emocional.
Cansa, agobia.
Uno no termina de reponerse del curioso reemplazo que la ex ministra de Economía, Felisa Miceli, hizo de la vieja Libreta de Ahorro por el baño contiguo al que era su despacho privado, cuando ya lo espera otra sorpresa . Un empresario venezolano previsor, que no confía (con razón) en los bancos argentinos, decidió traer 800.000 dólares en efectivo en un maletín.
El viaje no fue demasiado riesgoso: un vuelo charter desde Venezuela (que costó miles de dólares), y acompañantes argentinos con responsabilidades en ministerios o empresas estatales.
Alguno, forzozamente, tuvo que renunciar. Pero el hombre del maletín partió raudamente. Tanto, que los dólares quedaron esperándolo en el Banco Nación.
Es sabido que, en la Argentina, ningún lugar es más seguro que un banco para custodiar dinero ajeno. Los bonistas y ahorristas protestones,está comprobado, son conspiradores encubiertos.
Por las dudas, el presidente Néstor Kirchner aclaró en un acto que: “Si hay un gobierno que combate a la corrupción, es éste”. Es decir, el suyo.
Podemos quedarnos tranquilos, entonces.
Por si hiciera falta, Aníbal Fernández está dispuesto a repetir hasta el infinito que, cualquier imputación en contra del kirchnerismo, forma parte de una conspiración.
Suponemos que, con la misma celeridad con la que fue destituido el juez Tiscornia (quien copiaba citas textuales de causas judiciales en sus dictámenes), van a progresar otras investigaciones.
La de Miceli, o las acusaciones contra la Secretaria de Medio Ambiente, Romina Picolotti que, como buena descendiente de italianos, pensó: “Lo primero es la familia”. Y allí aparecieron parientes (sanguíneos y políticos), cobrando suculentos salarios en la dependencia que orienta la ex asambleísta de Gualeguaychú.
Un dato insidioso: Tiscornia, además de copiar expedientes, ordenó una investigación sobre la Ministra de Defensa, Nilda Garré, por presunto tráfico de armas.
¿Ven? Otra especulación conspirativa. Ante cualquier duda, consultar con Aníbal Fernández.
Y eso que el caso Skanska ya se resolvió.
¿O se olvidó?
No todas son pálidas. La candidata oficialista, Cristina Fernández de Kirchner habló con la prensa.
Extranjera.
Fue en un reportaje con Carmen Aristegui para la CNN. Se realizó en México, donde la periodista y la senadora elaboraron en poses, actitudes y contenidos, una charla más apropiada para Cosmopolitan que para la señal informativa norteamericana.
Un colega se preguntaba, en estas horas, cuánto incidiría en la imagen de la candidata la vergonzante retahíla de escándalos de corrupción que, en un país civilizado, hubiesen terminado con el gobierno.
Pero estamos en la Argentina.
O en Fuenteovejuna.
Aquí las cosas pasan, pero no pasan.
Las calamidades no tienen responsables. La culpa es de todos. O sea, de ninguno.
Una docena de indígenas de una provincia del noroeste murieron por desnutrición, muy cerca de otra provincia en la que la hermana del presidente, hace unos meses, regalaba electrodomésticos a cambio de votos.
Un par de semanas antes de la muerte de los aborígenes, un periodista mostró las tremendas imágenes que preanunciaban la tragedia. En las esferas oficiales nadie se hizo cargo. Seguramente estaban muy atareados analizando las últimas encuestas.
En Fuenteovejuna-Argentina, conozco sólo dos personas que admiten haber votado a un ex presidente que ganó, no hace mucho, tres elecciones.
Sin embargo, ni los radicales más conspicuos reconocen haber votado a De la Rúa.
Los que gritaban “Que se vayan todos”, compraron con tarjeta de crédito un juego de modernas ollas Essen, con el que reemplazaron a las abolladas, viejas y silenciadas cacerolas.
La oposición está tan desconcertada que no sabe siquiera a qué oponerse o qué nueva excusa buscar para no encontrarse.
Los más jóvenes no creen en nada.
Es entendible.
Oteando el panorama, uno no puede hacer otra cosa que entenderlos.
Los más viejos, obscenamente, tratan de hincarle el diente al hueso de la política, intentando rescatar aunque sea un caracú que los salve para siempre.
De laburar, ni hablar. Eso es para los giles. La política es otra cosa.
La política es, por ejemplo, el INDEC, que difunde los índices de inflación de Canadá, porque en la Argentina de hoy un kilo de papas está cerca de equipararse con el costo de una pepita de oro.
Escépticos hubo siempre. Y los que se resisten al cambio son los peores.
La nueva política no es fácil de entender, pero es buena para los intereses del pueblo.
¿De qué pueblo?
¿De la Argentina o de Fuenteovejuna?
Algo huele a podrido.
Y no precisamente en Dinamarca.
Mucho menos en Fuenteovejuna.
Carlos Algeri

CARITAS


Hace un par de días, en un programa de FM en el que colaboro por vía telefónica y que conduce una amiga, empecé a construir mi despedida.
Deploro la palabra “crítico”. Me considero un periodista que, ocasionalmente, comenta películas. En este caso, hablé de “Tocar el cielo”, de Marcos Carnevale, a la que ubiqué dentro de un cine argentino popular que contrasta con el molde imperante en nuestros cineastas más jóvenes.
Concretamente: en lugar de fotocopiar modelos de marginalidad, y deleitarse con excesos delictivos y festines con estupefacientes, la película de Carnevale propone algunas preguntas que considero interesantes.
Por ejemplo: ¿Vivimos como queremos o como podemos? Si, como sabemos, la vida es casi un suspiro, ¿no podríamos transitarla un poco mejor y más livianos? ¿Qué legitima hoy en día a una familia? ¿Una rejunte de vínculos sanguíneos o una asociación de voluntades amistosas en las que no entra la careteada? ¿La piedad y el entendimiento no constituyen resonancias elevadas del amor?
Me emocionó el simbolismo naif de los globos: con forma de delfines e inflados con helio, los protagonistas los lanzan al cielo con un papel adosado al hilo y un deseo escrito en él.
Marcos Carnevale me contó que es una ceremonia que realiza todos los años con un grupo de amigos.
Para algunos, seguramente una cursilería. Si la emoción es cursi, entonces anótenme en ese club.
Además de Temperley, soy socio de “Luna de Avellaneda”, “Cinema Paradiso”, “Mediterráneo”, “El hijo de la novia”, “Dos estrellas y un café” y “El gran pez”, por citar algunos ejemplos de mis filiaciones cinematográficas.
Exponentes de lo que yo considero un cine popular.
Enemigos de divagues elitistas sin talento, como los que cultivan varios directores argentinos, que cosechan premios en festivales europeos, pero en la Argentina son una buena cura para el insomnio.
En la mitad de mi comentario, la conductora lanzó su primera perla: “Sabemos que, en materia de cine, la opinión es subjetiva”.
Lástima que André Bazin o Césare Zavattini no estén vivos para abrevar de tamaña revelación.
Al poco tiempo, lanzó la segunda: “Carolina No Sé Cuánto, que está aquí junto a nosotros, no opina lo mismo que vos. Pero, bueno, ya llegará el momento para que diga lo suyo”.
Desciendo de sicilianos, por lo cual la explosión era inminente. No tengo el gusto de conocer a Carolina No Sé Cuánto. En este minúsculo universo que es el periodismo y, mucho más, el “especializado” en cine, jamás la había oído nombrar.
Lejos estoy de creerme la reencarnación de Francois Truffaut, pero entiendo que casi treinta años de ejercicio profesional alimentan algunos derechos adquiridos.
Por ejemplo, que se respete mi opinión. Que, por otra parte, como tal, siempre es subjetiva. En cine o en la materia que sea. Y que Carolina No Sé Cuánto, en lugar de hacer “caritas” en el estudio, empiece a transpirar la camiseta y a instruirse mucho más allá de las modas imperantes.
Doble contra sencillo que si le mencionan a Griffith piensa en una disco o una marca de ropa. Difícil que asocie el apellido con “El nacimiento de una nación”.
Carolina No Sé Cuánto, como muchos otros “críticos”, imagina que un ejército de oyentes, televidentes o lectores está esperando, como el arquero frente al ejecutor del penal, que ella emita su juicio inapelable sobre la película.
Buena o mala (aunque se trate de categorías morales, impropias para una obra de arte), cinco estrellitas, cuatro dedos, tres asteriscos, dos butacas.
Me fastidia y me fatiga este matrimonio espeluznante entre la ignorancia y el arribismo. Y me irrita hasta niveles intolerables. Mis maestros me enseñaron que antes de opinar es preciso saber.
Actualmente, el saber no ocupa ningún lugar. Mucho menos en la cabeza de una buena cantidad de “opinadores”.
Aunque el vendaval estuvo a punto de desatarse cuando la conductora lanzó su inquietud menos refinada: “¿A qué llamás cine popular?”, me preguntó en un tono peligrosamente fronterizo con la chicana.
Un inoportuno corte de energía eléctrica interrumpió oportunamente el diálogo. Mi teléfono inalámbrico emitía un sonido gutural que mantuvo durante una hora, lapso que Edesur nos reservó, a mi familia y a mí, para instruirnos sobre la utilidad de las velas.
De paso, evitó la catástrofe verbal y el fin de una amistad, que estas líneas se encargarán de dinamitar. Existen mujeres especialmente susceptibles.
Considero la honestidad como un postulado fundamental. Creo que “Tocar el cielo” es una película honesta y conmovedora. Me llevó a repensar vínculos, revisar añejas intolerancias, despabilar sueños herrumbrados.
Todo esto conseguí decirlo antes que Edesur me impusiera un forzoso silencio de radio.
Imagino que, en ese momento, Carolina No Sé Cuánto dejó de hacer “caritas” en el estudio.
Carlos Algeri

martes, 31 de julio de 2007

LA PASIÓN NO QUIEBRA


Aclaración (in) necesaria:
Soy hincha de Temperley. Fanático.
El pasado martes 24 de julio de 2007 se cumplieron catorce años de la vuelta al fútbol de mi club, después de más de dos años de suspensión, sin poder jugar oficialmente.
Más de dos años en los que fui hincha de una ilusión, de un recuerdo.
Un tiempo en el que se callaron los gritos, se esfumaron los papelitos, y el inconfundible ruido de los tapones sobre los escalones del túnel se convirtió en un eco fantasmal.
Hasta que la ilusión y el recuerdo se volvieron reales.
Puede que algunas cuestiones no hayan sido exactamente como las cuento. Eso sí: el sentimiento es absolutamente genuino. Miles de personas pueden atestiguarlo.
Alguna vez, Marco Denevi habló de la necesidad de contar historias de gente común en situaciones extraordinarias.
Me gustaría que el siguiente relato cumpliera con esa premisa.





En memoria de un día común,
que para algunos fue tan especial.
Como aquellas caminatas con mi viejo,
que dieron rumbo a mi vida.


Recuerdo que ese sábado caminé más de treinta cuadras. Las que separan mi casa del estadio Alfredo M. Beranger.
No guardo un solo detalle de la travesía. Duró un suspiro. Lo único que me importaba era llegar.
Sí recuerdo la intensa marca de la emoción cuando me encontré con la gente. Un mosaico generacional que levantaba la persiana a dos años, tres meses y once días de orfandad, de espantoso abandono, de vivir a la intemperie.
Los bebés con gorros; los más jóvenes con camisetas; los adultos con banderas; las mujeres con bufandas del color con el que la pasión nos embadurnó el corazón. Y los ancianos con gorras y boinas rescatadas del armario, quitándose cada tanto los lentes para enjugar las lágrimas.
El Tano, panzón y pelado, pero exultante. Como aquellas tardes en las que cruzábamos Finqui, en medio de la semana, soñando con ganarle a alguno de los grandes. O Tati, que ahora es cardiólogo, pero desconoce un tratamiento efectivo para nuestra taquicardia de hinchas.
Marisa, más hermosa que en ese ayer en el que enamoraba con sólo pronunciar una palabra. Un rubio con pinta de travieso que no llega a los cuatro años, grita y salta aferrado a una de sus piernas. Un bebé de unos seis meses y gorrito con pompón celeste, duerme entre sus brazos. Y Mario, que acumuló más amor que cualquiera de nosotros para capturar sus suspiros, la observa embelesado.
Me acomodé en la tribuna y miré en derredor, para confirmar que no es camelo eso de las lágrimas de hombre. Te desgarran las tripas, te duelen en la panza, te agujerean el pecho.
De pronto, giré la cabeza y un cartel casero, con caligrafía temblorosa, me tiró todo el álbum de recuerdos encima: “Cele: si no existís, me muero”.
Fue como proyectar una película fulminante con esos maravillosos momentos que, a lo mejor, uno se lleva a la tumba sin contárselos a nadie.
Como el Rosebud del protagonista de “El ciudadano”. El trineo que las llamas consumen en el final, cuyo valor atesoran solamente el espectador y el protagonista, muerto al principio de la inmensa película de Orson Welles.
La música de fondo no era de Michel Legrand ni de Nino Rota. Llegaba de los barrios vecinos, de Palermo, de Congreso, y de cada uno de los lugares desde donde se arrimaba la gente para armar la fiesta del retorno. Era un grito del corazón que el sentimiento transformaba en melodía.
Podían ser esas tres sílabas que componen el nombre, bien separadas y voceadas desde las entrañas: ¡Tem – per –ley! O el alargado: “Sooooy celeste...” O aquella canción perfumada de gloria, desempolvada después de tanto tiempo: “Porque este año de la Avenida, de la Avenida, salió el nuevo campeón..”
Otra vez los papelitos, las banderas enganchadas en el alambrado, la ubicación de siempre en la tribuna, que tanto extrañábamos. La charla espontánea con el vecino desconocido, el insulto al juez de línea por el off side que no fue, el abominable sabor del café de cancha, que disfrutamos como si lo tomáramos en Champs Ellyses.
La película podía titularse, simplemente, “24 de julio de 1993”, con el permiso del querido e inolvidable Negro Fontanarrosa. O quizá “El día del regreso”. O acaso, jugando con la metáfora, “Colapso de corazones”. Aunque la trama se imponía al título, que no importaba demasiado.
Como tampoco importó que mi camiseta de adolescente, raída por las polillas y demasiado estrecha para mis años, desentonara con la colorida prolijidad de la vestimenta futbolera de la mayoría de mis colegas de tribuna.
Era la camiseta que me había acompañado en partidos memorables: en esa misma tribuna o en los desafíos barriales que, inevitablemente, comenzaban con los pies y terminaban con las manos. La que llevé cuando le ganamos a Boca y a River en nuestro estadio; y también, en aquél epopéyico 3 a 3 contra los xeneixes en cancha de Independiente, cuando a Alejo Escos no le podían quitar la pelota ni a escopetazos.
Entre gritos, apretujones y euforia enfermiza, caí en la cuenta que, para llegar a la cancha había caminado de más.
Dí una vuelta innecesaria desde lo práctico, pero indispensable desde lo emotivo: recorrí el mismo camino que, siendo pibe, hacíamos con mi viejo, cuando no existía el paso bajo nivel y –para evitar el interminable cruce por las infinitas vías y sus cambios- subíamos por el puente de 14 de Julio, y bordeábamos la calle paralela a la estación hasta la Avenida 9 de Julio.
Eran tiempos de fiesta, coronados por los Sugus que el viejo me compraba en el kiosco de Coiro, al costado de la estación. Caminatas con su mano sobre mi hombro, abriéndome la puerta imaginaria de una adultez tan lejana como enigmática.
Y yo, sintiendo como nunca la intensidad de ser hijo de ese tipo melancólico y taciturno que, a su manera, me estaba transmitiendo sus sentimientos de padre.
Imposible olvidarme mientras viva del calor de aquella mano. Aun hoy, después de tantos años, en momentos borrascosos vuelvo a sentir su tibieza sobre el hombro que, a menudo, llega para rescatarme del naufragio.
De aquella tarde me queda, además, el orgullo de descubrir en la cancha las cámaras de “Simplemente Fútbol”, cuando el calor futbolero pasaba por el programa de Quique Wolff.
Sí, orgullo: por nuestro origen, por transformar el sufrimiento en esperanza, por la desaparición del maldito cartel de ese banco de cuyo nombre prefiero olvidarme. Porque el programa de fútbol más importante del momento nos abría una ventanita.
Porque estábamos vivos.
Increíble e inexplicablemente vivos.
Y aquella frase que merecería ser de Shakespeare: “La pasión no quiebra”, eternizada en decenas de trapos y estandarte del movimiento que posibilitaba la vuelta.
Ignoraba que, en medio de ese frenesí de locos de atar, estaban desparramados Enrique, Alberto, Cacho, Charly, Pepe, el Gallego, o el Negro Jorge, el único referí al que –por amigo- no me atrevería a insultar.
Años después llegaría el momento de reunirnos. El tiempo es lento, pero inexorablemente coloca todo en su lugar.
El cielo lucía despejado, sin una sola nube. Era una inmensa bandera que nos cubría a todos. Imaginariamente, le coloqué un escudo con la franja cruzada y sonreí con picardía, pensando que no existía otra en el mundo que se pudiera desplegar tan naturalmente en cualquier parte del planeta.
Nos olvidamos de la categoría infame en la que nos tocó volver. No lamentamos desconocer los apellidos de esos jugadores que –paradójicamente- se estaban metiendo en la historia. Ni siquiera importó el rival.
Lo importante era que estábamos volviendo. Adentro y afuera. Y que ganamos 1 a 0, con gol de alguien (Walter Céspedes) que, con el tiempo, se colocaría al frente de las divisiones inferiores del club para llevarlas a lugares insospechados.
Esas inferiores de las que surgieron, entre otros, el Nene Miramontes, el Tonga Aguirre, el Pitu Cejas y el Torito Hauche. Céspedes iba a continuar siendo protagonista de un partido mucho más largo que aquél del 24 de julio de 1993, cuando hizo el gol del triunfo contra Tristán Suárez en Primera C.
Años después, celebro la posibilidad de escribir estas líneas, imprimirlas, colocarlas dentro de una botella sellada y hacer unos cuantos kilómetros para tirarlas al mar.
Quizá, en el fin de los tiempos, alguien rescate este testimonio del oceáno y se ponga a estudiar con dedicación y profundidad esa enfermedad que nos hizo así: nostálgicos, fanáticos, utópicos.
Quien lo desee, puede investigar y cerciorarse. Las conclusiones resultarán tan irrefutables como un ADN.
Cuando el planeta se convierta en anécdota, se descubrirá que, algún día, pasó por él un grupo de lunáticos idealistas, siempre rendidos al hechizo de una camiseta única e inimitable.
Tanto que, en aquellos tiempos en que el mundo era mundo, cualquiera podía contemplar su belleza e inmensidad alzando, simplemente, la vista hacia el cielo diáfano.

APARECIÓ EL SER NACIONAL

La búsqueda que, durante años desveló a los militares, finalizó el jueves 19 de julio de 2007. El tan mentado y desconocido ser nacional apareció en medio de curiosas mixturas que atraviesan la historia argentina.
En el recoleto escenario del Teatro Argentino de La Plata, la candidata oficial se lanzó al ruedo electoral con fondo de cumbia K. Lejos quedaron aquellos tiempos en los que la senadora cantaba extasiada las canciones de Silvio Rodríguez, escuchando al trovador cubano en el escenario de Plaza de Mayo.
El ser nacional impone raíces más autóctonas que el tango y el folklore. Se viene la era de la cumbia pingüina, ojalá que sin Aníbal y Alberto Fernández haciendo coros. Puede que aparezcan para los tonos de fondo León Gieco, Teresa Parodi o Víctor Heredia, entre otros intelectuales que votaron por Daniel Filmus en la elección porteña. El propio Filmus destacó que su mayor orgullo fue haber recibido el sufragio de “la gente que piensa”.
Pero ahora que el cambio recién comienza, no debe extrañar que adhieran a la candidatura presidencial de Cristina Kirchner grupos como Damas Gratis, Los Pibes Chorros, Néstor en Bloque, o cantantes como Leo Mattioli o el devaluado Daniel Agostini. Los nuevos intelectuales vienen marchando.
El ser nacional, descubrimiento del progresismo K cuya paternidad seguramente pronto conoceremos, se alimenta de la diversidad. Y no sólo musical. Que las apariencias no nos sigan engañando. Un champagne extra brut no sabe tan auténtico y argentino como un tinto de damajuana. París y Villa Soldati no se diferencian tanto como algunos nos quieren hacer creer. El más delicado de los perfumes franceses sucumbe ante el ácido, pero honesto, tufillo a sudor de cualquier operario argentino que sueña con veranear en Santa Teresita.
Hoy, por fin, hallamos la esencia del ser nacional en nuestro máxima neurosis deportiva: el fútbol. Bilardo o el fracaso. Volvé, pedían los carteles que ese mismo 17 de julio tapizaban la Capital Federal. La única verdad es la realidad. El agua cristalina de una pileta de Maracaibo no le llega ni a los talones, en lo que a resultados se refiere, al bidón con agua podrida que originó colapsos intestinales varios a los jugadores brasileños en aquél partido mundialista en el que ganamos uno a cero.
Basta de esa tontera del fair play, de entrenadores que desdramaticen todo, que no generen una ola de triunfalismo deportivo capaz de llevarse de la playa de Mayo algunos vidrios en la arena.
¡Qué distinta hubiese sido una segunda quincena de julio con la gente recibiendo a un seleccionado campéon de América, recorriendo en ómnibus descapotable las calles porteñas sin piquetes!
Felisa Miceli hubiese podido renunciar en paz, mientras el plantel saludaba en el balcón. Los medios periodísticos hubieran exaltado los valores de nuestros players, en lugar de andar hurgando detrás de Romina Picolotti o de averiguar si la Ministra de Defensa, Nilda Garré, está involucrada o no en un contrabando de armas.
El fin justifica los medios. Para qué tanta cantinela de jugadores con la familia, de rostros sonrientes y relajados, de deportistas atentos con la prensa. Nuestro ser nacional pide otra cosa: profesionales insomnes de tanto mirar videos de equipos adversarios, rostros crispados como el de Russell Crowe en Gladiador, y el cuchillo entre los dientes para salir a combatir. Porque de eso se trata el fútbol: de una batalla por el honor. Si no, ¿para qué tocan los himnos antes de cada partido? De paso, con el advenimiento de la cumbia pingüina, ¿se viene un remixado al tono del clásico de Vicente López y Planes y Blas Parera?
Era inevitable. Algún día el ser nacional iba a aparecer. Ese día llegó. Podemos festejarlo o ignorarlo.
Los argentinos somos capaces de soportar cualquier cosa.
Inclusive, el ridículo.

EJEMPLOS

Los hipócritas de la moral mediática armaron su festín.
Los noticieros de la tevé argentina difundieron las imágenes de Pitty Álvarez, cantante del grupo Intoxicados, y de un amigo, saliendo mambeados de una comisaría en la que estuvieron detenidos por posesión de drogas.
Seguramente, la misma seccional que convocó a la prensa para que registrara tan resonante acontecimiento.
Para colgarse medallas de lata, la policía tiene una celeridad inversamente proporcional a su capacidad para resolver sus labores específicas.
Pero la carnada era buena para los cuervos de ese pseudoperiodismo que avergüenza y ofende a los genuinos periodistas.
Escuché hasta donde aguanté (poco, por cierto) al del Proyecto..., levantando el índice para presentar un abominable informe sobre los peligros que Álvarez y la prédica de su grupo representan para la juventud argentina que, como todos sabemos, consume merca, se mata a trompadas cada vez que puede, y se coloca al borde del coma alcohólico sólo cuando escucha las declaraciones de Pitty, o alguna canción de Intoxicados.
Nadie más autorizado moralmente que el del Proyecto... para bajar línea.
Hombre de intachable trayectoria, nunca transó con la dictadura, ni dirigió revistas frívolas, ni engaño a millones de lectores anunciando en tapa Estamos ganando una guerra absurda de la que nadie se hizo cargo.
No, esas labores sucias las cumplieron otros. Armando cortinas de humo con publicaciones que mostraban tetas y culos hasta donde permitía la incorruptible moral castrense, y diseñando tapas con los personajes del año. Algunos, tan proclives a la falopa como Pitty, pero carentes de la sinceridad y el desparpajo del músico.
Para colmo, Pitty consume paco, la droga de los marginales, de los limados, de los que están más del otro lado que de éste.
De una estrella de rock uno debe esperar, por lo menos, un consumo más chic: cocaína, algo de ácido, acaso éxtasis.
Hoy, la globalización exige que los artistas guarden cierto glamour a la hora de darse.
Tiene razón el del Proyecto... en advertirle a usted, señor televidente, que tenga cuidado con las canciones que escucha su hijo. El peligro es la imitación de la conducta de los ídolos.
El verdadero riesgo es ése y no los que manejan el gran negocio, sus cómplices, y una sociedad que observa aliviada cómo la fatalidad toca a las puertas de otro y no a la propia.
En la Argentina de hoy, los ejecutivos sólo consumen agua mineral, los políticos saborean jugos de frutas, los gremialistas devoran antiácidos de tanto tomar mate, y los periodistas (aún los que bastardean la profesión) son consumidores compulsivos de yogurt bajas calorías.
Todos ellos, lo más blanco que vieron en sus vidas fue una servilleta de papel.
En contra de lo intelectualmente correcto, no comparto ni celebro el universo de la drogas. Ergo, detesto su apología.
Eso sí: le daría un destino menos televisivo y un poco más vulgar al índice del conductor del Proyecto...
Poco me importa si Pitty se droga o ingiere comida podrida.
Canciones como Está saliendo el sol o Fuego, me conmueven cada vez que las escucho.
Del mismo modo que me invade un asco irrefrenable cuando algunos personajes siniestros apostrofan delante de una cámara, o los hipócritas de siempre (y los nuevos) aseguran desde un escenario que hoy estamos mejor que ayer. O prometen que mañana nos irá mejor que hoy.
Contra ésos habría que prevenir no sólo a los televidentes, sino a todos los ciudadanos.
Llevaría mucho tiempo y esfuerzo encontrar peores ejemplos que ellos para los hijos de este suelo.

EL VERDADERO FENÓMENO

Cuentan que en las librerías más renombradas de la calle Corrientes es imposible conseguir un libro de Roberto Fontanarrosa.
No se puede dudar que la muerte infunde un respeto reverencial. Doble contra sencillo que, entre los voraces compradores, la pulsión de esnobismo supera ampliamente a la curiosidad literaria.
En la Argentina se venden libros que escasas veces se leen.
Me animaría a afirmar con mínima posibilidad de error que, en muchos de esos compradores compulsivos, la ignorancia de la obra literaria del Negro es total. Para algunos, era sólo el creador de Inodoro Pereyra y Boogie el Aceitoso.
Pero, crónicas periodísticas de por medio, los tipos y tipas se enteraron que el rosarino fanático hincha de Central escribía cuentos y novelas. Enhorabuena si su muerte (maldita muerte, que siempre gana la partida) sirve para agigantar su legión de lectores y acercar su obra a los neófitos.
Aunque tengo mis reparos. J. K. Rowling, una pésima escritora que nunca pretendió serlo, un día garabateó en un bar las primeras líneas de un bodrio pseudoliterario que la convirtió en multimillonaria: Harry Potter.
Mientras su fortuna se incrementaba, hubo una acusación de plagio que –mágicamente, para estar de acuerdo con la trama de sus libros- desapareció. O fue silenciada.
Podemos suponer cómo.
Y por qué.
Bien.
Harry Potter está considerado un fenómeno. Destinado a los chicos pero que también disfrutan los grandes, según el marketing editorial.
Con qué poca cosa se construye un fenómeno comercial.
Pensar que Emilio Salgari con Sandokán, el Tigre de la Malasia, o Jack London con El llamado de la selva tuvieron que pensar a destajo y sudar la gota gorda para construir dos obras imponentes para quien las quiera leer, sin distinción de edad.
Pero, claro, ni Salgari ni London generaban filas extra large en las librerías dos o tres días antes de la salida de sus novelas. Eran otros tiempos, con otra calidad de escritores. Y de lectores.
Hoy, la televisión, la radio, internet y el cine, son capaces de hacernos creer que Rowling es una escritora, mote que comparte con, por ejemplo, Jane Austen y Virginia Woolf, por citar dos ejemplos calificados.
Un exceso, sin duda. O una desvergüenza, quizá.
Tanto como considerar que la venta de los libros del Negro Fontanarrosa en estos días pueden constituir un fenómeno literario.
Con su talento, con su sencillez, con su prosa engañosamente simple y profunda, el Negro excede cualquier especulación periodística facilista.
Mucho sudor y bastante tableteo van a tener que correr por las computadoras para superar una maravilla como 19 de diciembre de 1971. Sí, el cuento del viejo Casale, personaje que no existió pero que, a esta altura del partido, es inútil remarcarlo. No faltarán quienes aseguren que lo conocieron y hasta lo acompañaron en el viaje hacia la cancha de River, cuando Rosario Central le ganó uno a cero a Newells Old Boys con la palomita de Aldo Pedro Poy.
¿Quién podrá recrear la maestría descriptiva, el clima de insoportable tensión de La observación de los pájaros? Un domingo con Rosario en silencio, respirando apenas a través de los potenciales sonidos que genera el clásico rosarino (Central-Newells) en las exclamaciones de la gente, por la radio o por un petardo que estalla.
Cité dos cuentos de fútbol porque siempre me disparo para ese lado. Soy un bicho de tablón, no hay caso.
Sin embargo, el Negro tiene en la atmósfera alucinante de Desde el foso un cuento que Joseph Conrad y Edgard Allan Poe hubiesen aplaudido de pie y al unísono. Por momentos, uno piensa que está leyendo El corazón de las tinieblas. Después duda, y cree que se trata de El pozo y el péndulo.
Pero no, nada de eso: es un Fontanarrosa puro. De cabo a rabo.
Si un uno por ciento de estos compradores se convierte en lectores, tendrá razón otro rosarino. Ése que canta ¿Quién dijo que todo está perdido...?
Por las dudas, estas próximas semanas prescindiré de andar con Nada del otro mundo, Te digo más o El rey de la milonga en los viajes en tren, algo habitual en mí.
Entre novela y novela, alterno con un libro de cuentos del Negro, para oxigenarme y reirme sin pruritos en medio de vagones atestados.
Entonces, aprovecho la pausa. En estos días, estoy saldando una vieja deuda con otro coloso, Ernest Hemingway: Por quién doblan las campanas.
Prescindiré, por el momento, de Fontanarrosa. Nunca se sabe cuán cerca pueden estar los lunáticos. No seré yo quien contribuya a alimentarles la confusión de este fenómeno marketinero, artificial y sofista.
El verdadero fenómeno es el Negro.