Una de las más patéticas expresiones de la decadencia es el odio.
Hace un tiempo, el hombre dilapidó veneno contra un cantautor guatemalteco que atrae multitudes, lo cual no mejora ni empeora su calidad artística. El tema en cuestión es que el otro hombre (el guatemalteco) abarrotó el Luna Park durante varias jornadas, estadio que a nuestro intérprete vernáculo hace años que le resulta inalcanzable.
Hace un tiempo, el hombre dilapidó veneno contra un cantautor guatemalteco que atrae multitudes, lo cual no mejora ni empeora su calidad artística. El tema en cuestión es que el otro hombre (el guatemalteco) abarrotó el Luna Park durante varias jornadas, estadio que a nuestro intérprete vernáculo hace años que le resulta inalcanzable.
Tras las elecciones capitalinas del pasado domingo, su odio se pudo leer en forma de carta en un diario oficialista.
“Da asco la mitad de Buenos Aires”, sostiene quien –paradójicamente- vive desde hace tiempo en ésa ciudad, aunque nació en Rosario.
Hace alarde de un progresismo que debería estar reñido con los autos de alta gama, los hoteles cinco estrellas, o los lujos que él ostenta para su vida, sin que nadie –por lo menos públicamente- dijera que le produce “asco” ese modo tan poco bohemio de andar por la vida.
Hubo un tiempo en que los artistas cultivaban la bohemia.
Ya lo dijo Charly: “Hubo un tiempo que fue hermoso…”
Hoy, que el tiempo dejó de ser hermoso para él, cuando el brillante ya no fulgura sobre el mic, la mariposa technicolor quedó presa en el tablero de un taxidermista y la ciudad de pobres corazones tiene una mitad que da “asco”, se adivina que algo no anda bien.
En él.
Si sus discos más recientes han sido literalmente horribles, faltos de inspiración musical, poéticamente paupérrimos, temáticamente insustanciales, es muy probable que la causa esté en los oyentes, que no han sabido interpretar las bondades artísticas del compositor.
No estaría mal considerar, entonces, que, no ya la mitad, sino la mayoría de los oyentes dan “asco”.
Aunque probablemente pueda generar incomodidad, tristeza o indignación, que un artista en decadencia, sospechosamente oficialista (se sabe que cantar en recitales oficiales engrosa notablemente la cuenta bancaria), le enrostre su propia miseria al prójimo.
Para cuestiones como ésta, en mi proletaria Villa Galicia natal, de mi querido Temperley, recomendaban comprarse un espejo y someterse a su veredicto parándose enfrente.
Pero él, que anduvo por Europa y buena parte del mundo, ni siquiera conoce Villa Galicia.
Vive en Buenos Aires, una ciudad en la cual la mitad de su gente le da “asco”.
El asco es uno de los canales de la intolerancia, expresión que se lleva de maravillas con el autoritarismo.
Cuando un artista, que debería ser una invitación a la reflexión, exhala veneno, cuando descalifica, cuando siente “asco” por quienes no comparten su pensamiento, se está calzando el ropaje de aquellos fascistas a los que, por lo menos en su retórica, afirma combatir.