miércoles, 23 de marzo de 2011

CONTIGO


En aquellos años de Radiolandia, TV Guía y Pantalla Gigante jamás me propuse comprobar si esos ojos –gigantescos y alertas- que me observaban desde una de las paredes de mi cuarto eran de color violeta.

Entre otras cosas, porque la página arrancada de una revista (no recuerdo cuál) y pegada con cinta skotch, era en blanco y negro.

Recuerdo que en esa etapa en que la autopista de la niñez se cruza con la de la adolescencia, conducía sin respetar velocidades máximas, ni colocarme el cinturón de seguridad, y sacándole una lengua stoniana a las señales de tránsito de la prudencia.

A esa edad, las únicas señales que uno respeta son las del cuerpo.

Para mí, la vida pasaba por el cine. Todo lo que ocurriera fuera de una sala o no estuviera relacionado con actores, actrices, películas o directores, pertenecía a esa gelatinosa zona gris que algunos llamaban realidad.

A ella la conocí gracias al cine.

Antes, pasaron curvilíneas y desconocidas siluetas suecas, o abundancias itálicas de una belleza feroz.

Pero cuando llegó ella –ni se les ocurra preguntarme en qué película, pues no me acuerdo- experimenté el escozor de estar ante alguien inigualable, diferente.

El rostro aterciopelado, la mirada electrizante, el escote delicadamente impúdico.

Fue Cleopatra para siempre. Y nos rendimos alelados ante su envolvente sensualidad, su latente y salvaje misterio.

Mi primo Joaquín no fue inmune al embrujo. En su conmovedora Una de romanos recuerda: “Si estrenaban Cleopatra y pedían el carnet, yo iba con corbata y pomada que cura el acné”.

Durante el rodaje lo conoció a él, que pulverizó nuestras bisoñas y alocadas chances. Y todo estalló: la pasión y dos matrimonios que se convirtieron en uno.

Como con cualquiera de los conductores suicidas de la existencia, hubo paz en el cine y revuelo fuera de él. Rencillas, regalos costosos para suturarlas, rumores de separación y luego el divorcio, profusamente promocionado por los medios.

Me costaba creer que él, un tipo refinado y con vocación nunca consumada de escritor, se resignara a perderla.

Hubo una segunda vuelta matrimonial, pero con el mismo final. De todas formas, siguieron en contacto permanente. Habrá que creer en eso que dicen, que el amor lo resiste todo.

Pocos días antes de morir, él le escribió una carta solicitando –como cualquier hombre que se precie de amar- una nueva oportunidad. Lo pidió con todas las letras: deseaba “volver a casa”.

Unos cuantos años y cartas antes, él le había escrito, seguramente inspirado por la desesperación: "Si me dejas, tendré que matarme. No hay vida sin ti".

Se entiende.

“Y morirme contigo si te matas, y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren".

Es un placer tener un primo como Joaquín, que sabe explicar poéticamente cuestiones tan complejas.

Imagino que después de la partida de él -a quien la vida le cumplió inesperadamente la advertencia epistolar-, Cleopatra comenzó a sentirse desconsoladamente sola.

Cuando abandoné las autopistas juveniles para desembocar en las avenidas de la adultez, empecé por respetar las velocidades máximas, prestando atención a las señales de tránsito y me abroché el cinturón de seguridad.

El recorte en blanco y negro fue devorado por la humedad de la pared de una habitación que ya no era mía, y muchas noches inciertas reclamo por aquellos ojos que me encendían una afiebrada y alocada ilusión.

La vida fuera de las salas de cine es insoportablemente tediosa.

“Hasta que aquella bici de mi niñez se fue quedando sin frenos y en la peli que pusieron después nunca ganaban los buenos”.

Sí, primo; otra vez tus versos son demoledoramente certeros.

Hoy que no conduzco por avenidas, ni mucho menos por autopistas; ahora que soy –a veces- sólo un desganado peatón, me enteré de la noticia.

Justo ahora.

Y entonces me arrepiento de no haber guardado el recorte, de resignarme a ser peatón, de tener que soportar el agravio que en las pelis que pusieron después nunca ganen los buenos.