viernes, 6 de julio de 2012

CRITIQUEJOS



“Salvo Pablo Trapero, el cine argentino se suicidó”, dictaminó con contundente conocimiento de un mercado geográfico lejano el Director del Festival de Cannes, cuyo nombre no recuerdo.
 Es verdad que el director de la monumental Elefante blanco tiene entre los coproductores de su película varios aportes franceses y que su relación con Cannes es fluida, lo cual no resta méritos a su obra ni verosimilitud al diagnóstico.
Leí por allí un artículo de un bisoño proyecto de opinator argentino en el que fundamentaba que la producción de más de cien películas locales durante el año anterior, debía tomarse poco menos que como el renacimiento del séptimo arte vernáculo. Citaba luego (el bisoño opinator) la opinión estrambótica y delirante de un consultor oficialista, que adjudicaba el hipotético Milagro Argentino a la entrada en escena de la Ley de Medios.
Ni el escriba ni el consultor analizaban el fondo de la cuestión: cuántas de ese centenar de películas se estrenaron con la mínima distribución que merece un film (cantidad y calidad de salas); cuántas de esas películas fueron vistas por el público en un número cuanto menos decoroso, y cuántos espectadores se enteraron de esos estrenos, que la mayoría de las veces resultan una novedad hasta el día jueves hasta para los que comentamos películas profesionalmente.  
La nota es, por lo tanto, falsa de toda falsedad: si se estrenan películas en forma inadecuada, sin promoción ni difusión para alentar la participación de los espectadores  locales, estamos en serios problemas.
Ni hablar de la escasa calidad de las propuestas que ofrece el cine argentino en los últimos años. Salvo excepciones de rigor, la mayoría se parecen a tesis mal terminadas de escuelas de cine, pésimamente escritas, peor interpretadas y dirigidas con una pretensión que ni el mismísimo Leonardo Favio tuvo en Crónica de un niño solo.
La responsabilidad no es sólo de los realizadores debutantes. En la actualidad, una de las carreras con más aspirantes en nuestro país es la de cine. Con un pequeño detalle: la mayoría de los egresados pone un pie en la calle con el título en la mano y ya quiere dirigir. Pretende  jugar en Primera sin haber pasado por las divisiones inferiores. No saben pegarle a la pelota, pero se sienten capacitados para jugar un Mundial. Son contados los casos en los cuales egresan de esas escuelas editores, iluminadores, jefes de producción, directores de fotografía, eléctricos (como se los conoce en la jerga), sin los cuales es imposible filmar una película.
El entusiasmo nunca es medida. La capacitación es necesaria, pero la experiencia es imprescindible.  Para no crear antipatías, me abstendré de dar nombres, pero propongo al lector que investigue la biografía de cualquiera de nuestros grandes directores y comprobará que, antes de hacer su primera película, pasó por todos los estamentos anteriores al preciado sillón con forma de tijera.
Los optimistas (ocultando una gran dosis de fariseísmo) mencionan El secreto de sus ojos,  de Juan José Campanella como la punta del iceberg del Milagro del Cine Argentino. Los efluvios del Oscar llevan a lecturas equivocadas (o interesadamente sesgadas): fue la excepción que confirma la generalidad. Al año siguiente enviamos a Hollywood: Aballay, el hombre sin sombra, una película impresentable hasta para un Festival de Cine Realizado por Vecinos. La consecuencia fue lógica: ni siquiera fue aceptada por la autoridades de la Academia, que se inclinaron por premiar Una separación, una apenas correcta película iraní. El premio, como siempre en el rubro de Mejor Película Extranjera, fue político: en Irán impera una impenetrable censura cinematográfica, que no se priva de encarcelar cineastas disidentes. Lo concreto es que Aballay, que ni siquiera estuvo en la conversación, retrotrajo los pergaminos ganados en la edición anterior a la mismísima nada.
Girando el dial una de estas mañanas, un otrora sobrevalorado relator deportivo y frustrado escritor (su novela recientemente relanzada, no logró entusiasmar ni a sus familiares directos, como en el momento de su lanzamiento inicial), comentaba un documental estrenado el pasado jueves destacando que estaba bien iluminado. Hacía rato que en mis muchos años de cronista cinematográfico no escuchaba un análisis tan sesudo. Seguí jugando con el dial hacia la derecha (sin ninguna connotación política, aclaro) y me topé con un insigne desconocido que recomendaba ver El sorprendente hombre araña, otro de los estrenos del pasado jueves, porque a diferencia de X Men o Transformers, “en ésta película se entienden las peleas”.  
Hice lo más sano que podía hacer: apagar la radio.
Ese mismo día, en mi comentario en uno de los programas radiales de los que participo,  expuse en forma rápida y sucinta (como el medio requiere) mis fundamentos contenidos en esta nota. Al terminar la emisión, el productor del programa siguiente (con quien trabajé hace veinte años) me comentó frente a quien supongo que realiza la misma tarea que yo (una jovencita agradable, con pose cool y lentes estilo Mia Farrow cuando noviaba con Woody Allen): “Ella piensa que el cine argentino está en su mejor momento”.  Sonreí, condescendiente y extrañamente pacífico. Ella hizo lo mismo, pero sorpresivamente deslizó: “Entre colegas no vamos a andar discutiendo”.
Esperé que se fuera y le pregunté a mi amigo productor cuántos años tenía mi colega. “Treinta y dos”, me ilustró. Los mismos que llevo trabajando ininterrumpidamente en periodismo, y que me permitieron –entre otras cosas- vivir en carne propia lo que ocurrió con el cine argentino desde 1983 hasta la fecha. Descuento que, por una razón meramente práctica (o de calendario), mi colega no haya podido hacerlo, aunque opine sin fundamentos semejante barrabasada. Seguramente se basa en el relato de lo que aconteció. Está claro que es tiempo de relatos y no de hechos.
No es su responsabilidad. Hoy no se efectúan controles de capacidad ni a periodistas ni a  ningún tipo de trabajadores de la comunicación. Un locutor abyecto habla de lo que se le ocurre con más ínfulas que Calígula, otro improvisado confunde una película con un video-game.
Y mi colega, que seguramente piensa que racconto es un perfume y flashback una nueva banda pop, tratará enjundiosamente de convencer a la audiencia que el cine argentino está más vivo que nunca.
Aunque se haya suicidado, sacando con fritas películas con temáticas fotocopiadas y políticamente correctas para asegurarse el subsidio, desempolvando figuras históricas que hoy garpan según los vientos de la conveniencia hiustórica de turno, y dejando sin la posibilidad de filmar a inmensos directores que, con cierta fatiga,  esperan que, de una vez por todas, el cine nuestro vuelva a ser argentino.