jueves, 31 de marzo de 2011

LOS UNOS Y LOS OTROS


Los hechos tienen la incuestionable virtud de desnudar la realidad.
El confuso y vergonzoso episodio del bloqueo a los diarios Clarín  y –en menor cantidad de horas- a La Nación confirman lo sabido: al gobierno kirchnerista le importa un rábano la libertad de prensa y de opinión.
En su afiebrada, planificada y funcional paranoia política pone el escenario en estos términos: o se está con el gobierno o se está contra él.
Es verdad que Clarín mantiene un conflicto de años con un grupo de trabajadores, pero también lo es que éstos reclamaron refuerzos al sector menos indicado.
Fiscales que solicitaron el cumplimiento de la ley se encontraron con la negativa de la funcionaria del área para hacer cumplir la medida.
Un acto inadmisible para la salud democrática de una República que –hoy- la Argentina no es.
Entre las voces periodísticas que escuché condenando la medida, rescato al siempre lúcido Jorge Lanata, enfrentado históricamente con el Grupo Clarín, pero dispuesto a defender –pese a sus disidencias ideológicas- una libertad fundamental para la República democrática.
Lanata priorizó el interés común por sobre la conveniencia personal. Y así lo hizo saber.
Es sencillo: sin libertad no hay periodismo ni trabajo para los periodistas.
Y ahondó: actualmente existen periodistas trabajando a desgano en medios adictos al gobierno. Los comprendió, pero no los justificó.
Hace rato que mi respeto intelectual por uno de los fundadores de Página/12 viene en alza.
En la otra punta del espinel, El Locutor Oficial, como se lo conoce desde hace un tiempo en ciertos medios independientes, presentó su renuncia a una asociación de periodistas, que repudió los hechos.
Quisiera entenderlo como un acto de sinceridad: nada tenía que hacer allí.
Sin embargo, ocupa un lugar como tal conduciendo un programa bochornoso desde su título –que desestima de plano cualquier posibilidad de disenso-, que mide apenas poco más de un punto de rating, aunque reciba una jugosa pauta publicitaria oficial, al igual que el canal paraestatal que lo transmite, que apenas supera los cuatro puntos en el total de las mediciones diarias.
Desde esa tribuna cómplice, no se priva de bajar línea partidaria, invitar voces oficialistas, señalar con el dedo a los infieles al modelo, ni mucho menos de contar las costillas de los monopolios, siempre enredados en maquiavélicas –y reales- componendas corporativas.
El tema radica en qué entidad moral se le puede adjudicar a un fiscal que, luego de más de dos décadas de combate contra el que consideraba el diablo en la casa matriz del fútbol argentino, al día siguiente de la estatización de las transmisiones de los partidos, dijo en su programa de radio, palabras más, palabras menos: “Si ahora tuviera que recibirlo como a San Martín en su caballo blanco después de cruzar la cordillera, no tengo ningún problema”.
No me lo contaron ni lo leí: lo escuché en directo.
El Locutor Oficial comenzó a perder oyentes a raudales y yo a ganar varias apuestas simbólicas: nunca compré su personaje altivo, pretendidamente culto, obscenamente exhibicionista, fatuamente refinado y componedor.
Y –para mi gusto- engolado y sobrevalorado relator.
Durante años insistí ante amigos y familiares: “Algo en este tipo no me cierra”.
Entre las cosas por las que siento genuino orgullo figura mi intuición.
Quedará para el misterio cuál es el motivo que empujó a este bon vivant a abrazar la causa K, supuestamente progre y defensora de los humildes, tan lejanos a él como París de Buenos Aires.   
El sabio Krishnamurti aseguraba que si uno formula correctamente la pregunta, en ella está implícita la respuesta.
Vale probar.
Krishnamurti es infalible.
Como era previsible, Lanata –inteligente y consumado provocador- retó a duelo dialéctico al Locutor Oficial.
Pero, como también podía preverse, el desafiado arrugó.
Nadie en su sano juicio acepta un debate de ideas del que emergerá chamuscado.
En la misma semana, como un agravio más a la inteligencia de algunos argentinos, en la Universidad de La Plata se distinguió al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, por su contribución a la comunicación.
En treinta años ininterrumpidos que llevo ejerciendo el periodismo, recién me entero que cerrar  más de una treintena de radios y silenciar voces opositoras en televisión debe tomarse como una contribución a la comunicación.
O mis maestros en la profesión me enseñaron mal, o no comprendí la lección.
El tema va más allá de la anécdota con Clarín, el rigor conceptual de Lanata, el sinuoso derrotero del Locutor Oficial, o la afrenta al libre pensamiento.
La pregunta es: ¿cuánto más tendremos que soportar?
Retomemos la recomendación de Krishnamurti y formulemos correctamente la pregunta.
La respuesta puede resultar escalofriante.