martes, 2 de octubre de 2007

CAMISETAS

El sábado 29 de septiembre, camino al Beranger, antes de tomar el 318, iba cantando para mis adentros, dándome ánimos.
Lo vi recién cuando lo tenía encima. Un pibe de unos venitipico, pedaleando una bicecleta, con la camiseta de ellos, pasando frente a mí.
Antes de un clásico, puede ser un mal presagio. Mientras viajaba con cierta preocupación, empecé a notar que, cuando el colectivo tomó por Meeks, mi ánimo comenzó a cambiar.
Entraba más aire en los pulmones, las pulsaciones se iban regularizando. Contrariamente a lo que esperaba, cuanto más cerca de nuestra cancha más tranquilo estaba, luego de casi tres días sin dormir (Ver “Insomnio”).
Bajé a dos cuadras del estadio. Antes de cruzar me quedé mirando hacia atrás. Dos chiquilines de entre cuatro y seis años venían caminando, sosteniendo banderas que los doblaban en altura. Banderas que, en el medio, tenían un escudo blanco atravesado por una franja celeste.
Los pibes llevaban cada uno su camiseta y su gorro. Detrás de ellos, que desfilaban orgullosos rumbo al mismo lugar que yo, la mamá –que seguramente junto al papá- había hecho muy bien su trabajo (Ver “Descendencia”) les respondía sobre algún hecho doméstico.
Iban tranquilos, alegres, confiados.
Pensé cuánto de aquellos pibes quedaba aun en mí. Recordé sueños imposibles concretados en celeste: el ‘74, el ’82, la batalla ganada a la quiebra.
¿Qué es un clásico comparado con todo eso?
Recordé, también, las caminatas con mi viejo cuando yo tenía la edad de aquellos pibes (ver “La pasión no quiebra”). Imaginé que mi sonrisa y mi desparpajo, más allá del inevitable desfasaje temporal, debían parecerse bastante al de ellos.
Todo buen celeste intenta hacer bien su trabajo: perpetuar la especie. Esa señora, mi padre, los padres y las madres de todos los pibes que festejaron, envueltos en el color del cielo, otro triunfo en un clásico.
Para algunos de ellos, a lo mejor era la primera vez. Y eso le otorga un carácter iniciático: como la primera novia o el primer gol, nunca se olvidan.
Ya en medio de los bombos, que calentaban motores en plena Nueve de Julio, frente a la sede, pensé en quienes, vía Internet, en Madrid, Milán o Estambul, envidiarían mi lugar en ese momento.
Nerviosios, ajustando la imagen, intentando reconocer en planos fugaces, deformados por la distancia, a los amigos del barrio, hoy a casi 20.000 kilómetros.
Los imaginé con la camiseta puesta, la bandera al costado de la PC y los nervios tensos como cuando caminaban por Dorrego. Comenzaba a reunir una buena cantidad de motivos para tranquilizarme.
El sol brillaba a pleno. Había en el aire un tufillo a Joan Manuel Serrat a punto de cantar “Fiesta”.
“Eso ocurre en las novelas”, me dije, desconfiando de mi propio optimismo, temeroso como soy de la pérdida de un clásico.
“De vez en cuando la vida, toma conmigo café”, canta también el Nano. Ojalá sea hoy, pensé. Soy capaz de tomarlo amargo.
Y después, el fútbol. Esa inexplicable experiencia que por noventa minutos nos transforma, nos transporta, nos modifica.
Aunque sepamos que no cambiará nuestra vida en lo profundo, que es simplemente un juego, regido –como tal- muchas veces por el azar. Que conviene evitar las explosiones violentas, esos gritos de gol que se forjan en las entrañas, estallan en la garganta y dejan los pulmones con el aliento indispensable para permanecer en este plano.
Por supuesto que todo eso es muy saludable, siempre y cuando al pibe Núñez no se le ocurra tirar un “globito” para habilitar a Quevedo que, ante la salida del arquero de ellos, definió como Messi.
Uno ve la pelota inflando la red y, mágicamente, se olvida del decálogo de la revista “Vivir mejor” y explota en un grito compartido con miles de gargantas.
Y la ventaja que tendría que ser más amplia. Y la frase podrida ésa que dice “Los goles que te perdés en el arco rival...”, que te sobrevuela como un cuervo en el desierto, ya sin agua en la cantimplora.
Pero el sufrimiento se banca: hay autoridad en el equipo. Entrega, sacrificio, pizcas de buen fútbol; y mucha, pero mucha garra. Los clásicos se ganan luchando; y agregando fútbol cuando se puede.
Aunque, por las dudas, la camiseta no me la saqué hasta el final. No sea cosa que...
Ahora, cuando el árbitro dijo basta, y en Temperley, Turdera y alrededores se registró un movimiento sísmico provocado por un alarido masivo, puse un pie en el respaldo de la fila de butacas de atrás, el otro en la de adelante, y la camiseta empezó a girar como una hélice sobre mi cabeza. Nada ni nadie podría conseguir que dejase de cantar, saltar o revolear la número 8 celeste, en una platea convertida en popular.
¡Qué maravillosa postal! La recuerdo y me emociono. Miles de hélices en las tribunas, el abrazo con los amigos, los jugadores trepados al alambre, después en ronda.
¡Y pensar que llegábamos de punto! ¡Así da gusto ganar!
Bueno, siempre da gusto ganar “este” clásico.
¡Cómo estarán los muchachos en Madrid, Milán o Estambul! En cueros, con la camiseta en una mano, la bandera en la otra y gritando en el balcón: “Yo soy celeste, es un sentimiento, no puedo parar...”
Después de los festejos en el buffet, decidí que tanta alegría debía disfrutarla despacio, como un buen vino. Caminé tranquilo las treinta cuadras hasta casa, saboreando cada baldosa de ese barrio que, hasta el próximo clásico, llevaremos guardado en el bolsillo.
En casa no hubo objeciones por mi atuendo inmodificable para todo el fin de semana: la camiseta celeste con el número 8; por Alejo Escos, claro. El domingo por la noche quedó colgada frente a mi lado de la cama y el destino dirá qué día se mudará al lavarropas. Es hora de sentir, no de planificar.
En cualquier momento se la presto un rato al Nano, cuando aparezca por la pieza para cantarme unas estrofas de “Fiesta” o “De vez en cuando la vida”. Porque mi calle se vistó de fiesta y la vida tomó conmigo café.
Ese sábado 29 de septiembre, por la noche, en casa cenamos los tradicionales ñoquis. Y, aun con la emoción a flor de labios y de piel, decidí que había llegado el momento de hablar de temas trascendentes durante la comida.
La habilidad de Núñez, esa gran promesa que es Lutzky, la increíble energía del Polaco Giannunzio, las atajadas de Fede Crivelli, la multitud que volvió a ratificar -por si hacía falta- que el clásico quedó en buenas manos.

Carlos Algeri