jueves, 16 de agosto de 2007

PALABRAS


Desde que la candidata oficialista, Cristina Fernández de Kirchner, comenzó con sus actos de campaña, el comentario unánime de su grupo periférico de obsecuentes es la brillantez de su prosa.
Curiosa virtud para quien se enfrenta ante la posibilidad del ejercicio máximo de poder en la vida democrática. Allí donde mandan los hechos y se esfuman las palabras. O, por lo menos, donde es conveniente utilizarlas con moderación.
El gesto crispado, la voz cascada, el tono admonitorio son incuestionablemente “Kristinianos”. Y no coinciden con la idea que tenemos algunos de la moderación.
En los comienzos del siglo pasado, una oratoria política deslumbrante aseguraba un auditorio extasiado y un respeto de por vida para el expositor.
En tiempos en que la gente se aturde con i pods o celulares conectados con la NASA, se valoran más los contenidos que las formas.
Es probable que la Primera Dama tenga una verba florida.
En ese terreno, prefiero a Enrique Pinti pues, además de su formidable capacidad de observación y su brillante oratoria, me resulta divertido.
La Primera Dama no.
Si utilizarámos el parámetro de los obsecuentes kristinistas, Pinti sería Presidente de la República.
Votos no le faltarían.
Pero Pinti es un hombre sensato. Sospecho que no cambiaría el Maipo por Balcarce 50.
¿No resulta insultante para la inteligencia de millones de argentinos pensar que, porque una señora un tanto exaltada (en realidad me gustaría escribir otra cosa, pero hoy estoy moderado) maneja bien una prosa cuidadosamente estudiada, la alcanza para ser la indiscutible conductora de los próximos cuatros años de vida institucional?
Hasta el momento, no conozco una persona de mi entorno, o fuera de él, que haya manifestado su intención de voto por la actual senadora.
Aunque, como consigné en otro texto, sólo dos personas, hasta hoy, se hicieron cargo de su voto por un presidente que, en el pasado, ganó tres elecciones.
Una de las mayores miserias argentinas es la cobardía.
“Yo no sabía”. “Algo habrán hecho”. “Él se lo buscó”. “Mirá, yo no sé de qué se quejan; a mí me va bien”.
Si en nuestro ombligo no se producen turbulencias, la Argentina es un vergel.
No miramos hacia los costados ni en las bocacalles.
Así nos va.
Desviamos raudamente la vista en las estaciones de tren, subte o en las calles. Los que duermen sobre cartones, cobijados por frazadas mugrientas son los “excluidos del sistema”. Una definición economicista que obra como anestésico espiritual.
Y la vida sigue.
Chaco o Misiones están a demasiados kilómetros del Obelisco. Mientras en ésas, y en muchas otras provincias, hay gente muriendo por desnutrición, el oficialismo celebra el boom turístico que asuela Capital Federal y engrosa el Tesoro Nacional.
Contra sejemante asquerosidad, no existe oratoria posible.
En mi barrio natal, Villa Galicia (Temperley), se me ocurre que a mucha de la buena gente que la puebla, seguramente se le ocurrió que cualquiera de esas provincias conformarían un destino digno para el indigno contenido de la valija voladora.
Debo admitir que algunos de mis vecinos es probable que no hayan leído a Gramsci ni interpretado a MacLuhan, como me citó –patéticamente- durante una entrevista radial un diputado oficialista, cuando hablábamos de pobreza.
Se puede hablar sobre lo que se desconoce. Pero no se debe. En esos casos, el ridículo siempre está el acecho. Y gana la partida. Los oyentes se encargaron de ratificarlo aquella vez.
De modo que si vamos a elegir candidatos por la riqueza de su prosa, me quedo, simbólicamente, con Roberto Alrt.
El que se recostaba sobre su silla con los pies sobre el escritorio y despreciaba con virulencia los obscenos perfumes de la ostentación. El que, con el eterno pucho en los labios, miraba y retrataba. El que no pactaba con el sistema. El que señalaba y maltrataba con la palabra a quienes se lo merecían.
Los mismos que lo despreciaban a él, argumentando que escribía con faltas de ortografía y errores de sintaxis una literatura popular y pueril.
Hoy, “Los siete locos”, “Los lanzallamas”, “El juguete rabioso”, “El amor brujo” y las Aguafuertes Porteñas certifican la genialidad del escritor “al que le faltaba estilo”. Y condenan la debilidad de las argumentaciones de sus detractores.
Los tiempos no han cambiado demasiado.
Aunque el bombo haya desaparecido forzadamente y se admire a Silvio Rodríguez, la demagogia político-marketinera indica que, para la campaña, son más funcionales los acordes de Néstor en Bloque.
Por eso, el lanzamiento Kapitalino se pareció más a un recital de Shirley Bassey y Tony Bennett que a un acto proselitista.
Sobró glamour, megalomanía, arrogancia.
Faltó sensibilidad, sobriedad, respeto.
Imposible esperar que el olmo dé peras.
Hay que esforzarse por entender el giro de la historia.
El cambio recién comienza.
Carlos Algeri

viernes, 10 de agosto de 2007

FUENTEOVEJUNA

Vivir en la Argentina requiere un cuidadoso estado atlético y emocional.
Cansa, agobia.
Uno no termina de reponerse del curioso reemplazo que la ex ministra de Economía, Felisa Miceli, hizo de la vieja Libreta de Ahorro por el baño contiguo al que era su despacho privado, cuando ya lo espera otra sorpresa . Un empresario venezolano previsor, que no confía (con razón) en los bancos argentinos, decidió traer 800.000 dólares en efectivo en un maletín.
El viaje no fue demasiado riesgoso: un vuelo charter desde Venezuela (que costó miles de dólares), y acompañantes argentinos con responsabilidades en ministerios o empresas estatales.
Alguno, forzozamente, tuvo que renunciar. Pero el hombre del maletín partió raudamente. Tanto, que los dólares quedaron esperándolo en el Banco Nación.
Es sabido que, en la Argentina, ningún lugar es más seguro que un banco para custodiar dinero ajeno. Los bonistas y ahorristas protestones,está comprobado, son conspiradores encubiertos.
Por las dudas, el presidente Néstor Kirchner aclaró en un acto que: “Si hay un gobierno que combate a la corrupción, es éste”. Es decir, el suyo.
Podemos quedarnos tranquilos, entonces.
Por si hiciera falta, Aníbal Fernández está dispuesto a repetir hasta el infinito que, cualquier imputación en contra del kirchnerismo, forma parte de una conspiración.
Suponemos que, con la misma celeridad con la que fue destituido el juez Tiscornia (quien copiaba citas textuales de causas judiciales en sus dictámenes), van a progresar otras investigaciones.
La de Miceli, o las acusaciones contra la Secretaria de Medio Ambiente, Romina Picolotti que, como buena descendiente de italianos, pensó: “Lo primero es la familia”. Y allí aparecieron parientes (sanguíneos y políticos), cobrando suculentos salarios en la dependencia que orienta la ex asambleísta de Gualeguaychú.
Un dato insidioso: Tiscornia, además de copiar expedientes, ordenó una investigación sobre la Ministra de Defensa, Nilda Garré, por presunto tráfico de armas.
¿Ven? Otra especulación conspirativa. Ante cualquier duda, consultar con Aníbal Fernández.
Y eso que el caso Skanska ya se resolvió.
¿O se olvidó?
No todas son pálidas. La candidata oficialista, Cristina Fernández de Kirchner habló con la prensa.
Extranjera.
Fue en un reportaje con Carmen Aristegui para la CNN. Se realizó en México, donde la periodista y la senadora elaboraron en poses, actitudes y contenidos, una charla más apropiada para Cosmopolitan que para la señal informativa norteamericana.
Un colega se preguntaba, en estas horas, cuánto incidiría en la imagen de la candidata la vergonzante retahíla de escándalos de corrupción que, en un país civilizado, hubiesen terminado con el gobierno.
Pero estamos en la Argentina.
O en Fuenteovejuna.
Aquí las cosas pasan, pero no pasan.
Las calamidades no tienen responsables. La culpa es de todos. O sea, de ninguno.
Una docena de indígenas de una provincia del noroeste murieron por desnutrición, muy cerca de otra provincia en la que la hermana del presidente, hace unos meses, regalaba electrodomésticos a cambio de votos.
Un par de semanas antes de la muerte de los aborígenes, un periodista mostró las tremendas imágenes que preanunciaban la tragedia. En las esferas oficiales nadie se hizo cargo. Seguramente estaban muy atareados analizando las últimas encuestas.
En Fuenteovejuna-Argentina, conozco sólo dos personas que admiten haber votado a un ex presidente que ganó, no hace mucho, tres elecciones.
Sin embargo, ni los radicales más conspicuos reconocen haber votado a De la Rúa.
Los que gritaban “Que se vayan todos”, compraron con tarjeta de crédito un juego de modernas ollas Essen, con el que reemplazaron a las abolladas, viejas y silenciadas cacerolas.
La oposición está tan desconcertada que no sabe siquiera a qué oponerse o qué nueva excusa buscar para no encontrarse.
Los más jóvenes no creen en nada.
Es entendible.
Oteando el panorama, uno no puede hacer otra cosa que entenderlos.
Los más viejos, obscenamente, tratan de hincarle el diente al hueso de la política, intentando rescatar aunque sea un caracú que los salve para siempre.
De laburar, ni hablar. Eso es para los giles. La política es otra cosa.
La política es, por ejemplo, el INDEC, que difunde los índices de inflación de Canadá, porque en la Argentina de hoy un kilo de papas está cerca de equipararse con el costo de una pepita de oro.
Escépticos hubo siempre. Y los que se resisten al cambio son los peores.
La nueva política no es fácil de entender, pero es buena para los intereses del pueblo.
¿De qué pueblo?
¿De la Argentina o de Fuenteovejuna?
Algo huele a podrido.
Y no precisamente en Dinamarca.
Mucho menos en Fuenteovejuna.
Carlos Algeri

CARITAS


Hace un par de días, en un programa de FM en el que colaboro por vía telefónica y que conduce una amiga, empecé a construir mi despedida.
Deploro la palabra “crítico”. Me considero un periodista que, ocasionalmente, comenta películas. En este caso, hablé de “Tocar el cielo”, de Marcos Carnevale, a la que ubiqué dentro de un cine argentino popular que contrasta con el molde imperante en nuestros cineastas más jóvenes.
Concretamente: en lugar de fotocopiar modelos de marginalidad, y deleitarse con excesos delictivos y festines con estupefacientes, la película de Carnevale propone algunas preguntas que considero interesantes.
Por ejemplo: ¿Vivimos como queremos o como podemos? Si, como sabemos, la vida es casi un suspiro, ¿no podríamos transitarla un poco mejor y más livianos? ¿Qué legitima hoy en día a una familia? ¿Una rejunte de vínculos sanguíneos o una asociación de voluntades amistosas en las que no entra la careteada? ¿La piedad y el entendimiento no constituyen resonancias elevadas del amor?
Me emocionó el simbolismo naif de los globos: con forma de delfines e inflados con helio, los protagonistas los lanzan al cielo con un papel adosado al hilo y un deseo escrito en él.
Marcos Carnevale me contó que es una ceremonia que realiza todos los años con un grupo de amigos.
Para algunos, seguramente una cursilería. Si la emoción es cursi, entonces anótenme en ese club.
Además de Temperley, soy socio de “Luna de Avellaneda”, “Cinema Paradiso”, “Mediterráneo”, “El hijo de la novia”, “Dos estrellas y un café” y “El gran pez”, por citar algunos ejemplos de mis filiaciones cinematográficas.
Exponentes de lo que yo considero un cine popular.
Enemigos de divagues elitistas sin talento, como los que cultivan varios directores argentinos, que cosechan premios en festivales europeos, pero en la Argentina son una buena cura para el insomnio.
En la mitad de mi comentario, la conductora lanzó su primera perla: “Sabemos que, en materia de cine, la opinión es subjetiva”.
Lástima que André Bazin o Césare Zavattini no estén vivos para abrevar de tamaña revelación.
Al poco tiempo, lanzó la segunda: “Carolina No Sé Cuánto, que está aquí junto a nosotros, no opina lo mismo que vos. Pero, bueno, ya llegará el momento para que diga lo suyo”.
Desciendo de sicilianos, por lo cual la explosión era inminente. No tengo el gusto de conocer a Carolina No Sé Cuánto. En este minúsculo universo que es el periodismo y, mucho más, el “especializado” en cine, jamás la había oído nombrar.
Lejos estoy de creerme la reencarnación de Francois Truffaut, pero entiendo que casi treinta años de ejercicio profesional alimentan algunos derechos adquiridos.
Por ejemplo, que se respete mi opinión. Que, por otra parte, como tal, siempre es subjetiva. En cine o en la materia que sea. Y que Carolina No Sé Cuánto, en lugar de hacer “caritas” en el estudio, empiece a transpirar la camiseta y a instruirse mucho más allá de las modas imperantes.
Doble contra sencillo que si le mencionan a Griffith piensa en una disco o una marca de ropa. Difícil que asocie el apellido con “El nacimiento de una nación”.
Carolina No Sé Cuánto, como muchos otros “críticos”, imagina que un ejército de oyentes, televidentes o lectores está esperando, como el arquero frente al ejecutor del penal, que ella emita su juicio inapelable sobre la película.
Buena o mala (aunque se trate de categorías morales, impropias para una obra de arte), cinco estrellitas, cuatro dedos, tres asteriscos, dos butacas.
Me fastidia y me fatiga este matrimonio espeluznante entre la ignorancia y el arribismo. Y me irrita hasta niveles intolerables. Mis maestros me enseñaron que antes de opinar es preciso saber.
Actualmente, el saber no ocupa ningún lugar. Mucho menos en la cabeza de una buena cantidad de “opinadores”.
Aunque el vendaval estuvo a punto de desatarse cuando la conductora lanzó su inquietud menos refinada: “¿A qué llamás cine popular?”, me preguntó en un tono peligrosamente fronterizo con la chicana.
Un inoportuno corte de energía eléctrica interrumpió oportunamente el diálogo. Mi teléfono inalámbrico emitía un sonido gutural que mantuvo durante una hora, lapso que Edesur nos reservó, a mi familia y a mí, para instruirnos sobre la utilidad de las velas.
De paso, evitó la catástrofe verbal y el fin de una amistad, que estas líneas se encargarán de dinamitar. Existen mujeres especialmente susceptibles.
Considero la honestidad como un postulado fundamental. Creo que “Tocar el cielo” es una película honesta y conmovedora. Me llevó a repensar vínculos, revisar añejas intolerancias, despabilar sueños herrumbrados.
Todo esto conseguí decirlo antes que Edesur me impusiera un forzoso silencio de radio.
Imagino que, en ese momento, Carolina No Sé Cuánto dejó de hacer “caritas” en el estudio.
Carlos Algeri