viernes, 2 de noviembre de 2012

SIMPLEMENTE TEMPERLEY




Hay temas, momentos, que sobrepasan las formas.
En este blog, es mi intención darle a cada nota la mayor elaboración posible, el mejor cuidado desde lo formal, desde lo artesanal.
Aunque hay temas que deben abordarse con la piel y no con el cerebro. Más corazón y menos razón.
Los escritores tenemos la (mala) costumbre de intentar ganar la posteridad con cada texto.
Esta vez será distinto. Puede que coquetee con el lugar común, con cierto sentimentalismo que me define e intento ocultar la mayoría de las veces. Que vulnere la sintaxis, que estropee la gramática, que bombardee la hilación. Puede ser. ¿Y qué?
El Club Atlético Temperley cumplió cien años y recibí más felicitaciones que si los hubiese cumplido yo.  Lo pienso mejor y me hincho de orgullo: hace años que el Cele y yo estamos asociados casi naturalmente. Es verdad que el periodismo y la presencia en los medios potencian ese fanatismo muy difícil de explicar a mi edad.
También podría ser un acto de demencia hablar de Temperley en un programa dedicado al cine y a la cultura en televisión por cable, como solía hacer en el año 2001 en “CinemaShow”, que conduje de lunes a viernes por el extinto CVN.  
De mis 56 años, llevo 54 viendo al Cele. Mi viejo me llevó a la cancha por primera vez cuando tenía dos años. Esa cancha fue el estadio Alfredo Beranger.  Estaba también mi abuelo, un siciliano reservado y taciturno que, según me contó mi padre mucho después, no entendía un rábano de fútbol pero le encantaba ir a la cancha.
Recordar estas anécdotas vale un lagrimón. Porque ese pibe fue creciendo (como muchísimos más) con el Cele en las tripas. Un buen padre hace que su hijo le siga los pasos en el amor futbolístico.  Ya lo escribí en otra nota en este mismo blog: en el fútbol no hay democracia. Esos padres que presumen de amplios porque ellos son de Boca y sus hijos  de River  hicieron mal su trabajo, diría mi querido Osvaldo Soriano.
Mi viejo también hizo una elección. Llegó a Villa Galicia siendo hincha de Independiente, hasta que un día empezamos a caminar por Pasco derecho y terminamos en el Beranger.
Cuando nos tocó ver Temperley e Independiente, nunca hubo dudas: nuestro lugar estaba entre las banderas celestes.
La mayor cantidad de mis amigos son hinchas de Temperley. “La bandera del campeón”, mi segunda novela, con tiraje absolutamente agotado, fue mi manera de agradecer tantos buenos momentos: las caminatas  hacia la cancha, el chori con tinto, las excursiones inimaginables a canchas que los finolis de los equipos grandes ni se imaginan que existen.
Los cuatro personajes principales son hinchas del Cele. La trama me vino a la cabeza  volviendo a casa en el Roca. La escritura fue placentera. Suele suceder cuando escribo sobre un tema que me emociona. En “La bandera…” hay muchos retazos de mí y de mi lugar en el mundo: Villa Galicia, el barrio en el que me crié y al que trato de no volver, siguiendo los caminos señalados por mi primo Joaquín (Sabina): “Al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”.
Sin embargo, habitualmente también desobedezco a mi primo: vuelvo una y otra vez al Beranger, que para mí es el Bernabeu, el Centenario o el Maracaná. Tanto, que me incomoda ir a otras canchas. Cada partido, entro y empiezo a saludar gente. Y a recibir saludos. Eso, a mi edad, tiene un gran valor. Por lo menos para mí.
Esteban, mi hijo menor, un día me preguntó extrañado por qué sucedía eso. Por qué el afecto de mis amigos hacia él, las cargadas entre nosotros, aquella camiseta que el entrañable Norberto le regaló junto con una campera con el escudo.  No recuerdo qué le respondí, pero creo que tenía que ver con el amor a los colores, al origen, al barrio.
Al tiempo, Esteban dejó de lado su coqueteo a dos bandas: tachó a Boca del casillero y se quedó con el Cele. “En la cancha de Temperley soy alguien”, me explicó con una naturalidad muy parecida a la lucidez, sobre todo viniendo de un pibe que no había cumplido nueve o diez años, no recuerdo bien.   
Cada vez que me cruzo por la calle con alguien que lleva puesta la camiseta, no puedo evitar el comentario fraterno, la chanza cómplice, el guiñó entre pares.
Hace bastante tiempo, viajando en el Roca, pasó un vendedor con la camiseta de Temperley  y le compré. No recuerdo qué vendía, ni siquiera si me servía lo que estaba adquiriendo. “Con esa camiseta no puedo dejar de comprarte”, le dije. El tipo sonrió, porque entendió.
Eso es lo mejor de las pasiones: no hay que explicarlas. Basta con vivirlas, con dejarlas ser.
A menudo me preguntan qué hice durante la época de la quiebra. Era hincha de una ilusión, respondo. Y acompañaba a Pablo, mi mejor amigo, a ver a su equipo para no perder estado, y con la secreta esperanza de que algún día fuera él quien me acompañara a mí. Sucedió. Y el primer mensaje de felicitación por el Centenario fue de Pablo.
¿Tiene explicación todo esto?
No.
O tal vez sí.
Los que somos hinchas de Temperley no buscamos explicaciones, sino motivos para no enamorarnos del Cele.
Hasta el día de hoy, no encontramos ninguno. 

viernes, 6 de julio de 2012

CRITIQUEJOS



“Salvo Pablo Trapero, el cine argentino se suicidó”, dictaminó con contundente conocimiento de un mercado geográfico lejano el Director del Festival de Cannes, cuyo nombre no recuerdo.
 Es verdad que el director de la monumental Elefante blanco tiene entre los coproductores de su película varios aportes franceses y que su relación con Cannes es fluida, lo cual no resta méritos a su obra ni verosimilitud al diagnóstico.
Leí por allí un artículo de un bisoño proyecto de opinator argentino en el que fundamentaba que la producción de más de cien películas locales durante el año anterior, debía tomarse poco menos que como el renacimiento del séptimo arte vernáculo. Citaba luego (el bisoño opinator) la opinión estrambótica y delirante de un consultor oficialista, que adjudicaba el hipotético Milagro Argentino a la entrada en escena de la Ley de Medios.
Ni el escriba ni el consultor analizaban el fondo de la cuestión: cuántas de ese centenar de películas se estrenaron con la mínima distribución que merece un film (cantidad y calidad de salas); cuántas de esas películas fueron vistas por el público en un número cuanto menos decoroso, y cuántos espectadores se enteraron de esos estrenos, que la mayoría de las veces resultan una novedad hasta el día jueves hasta para los que comentamos películas profesionalmente.  
La nota es, por lo tanto, falsa de toda falsedad: si se estrenan películas en forma inadecuada, sin promoción ni difusión para alentar la participación de los espectadores  locales, estamos en serios problemas.
Ni hablar de la escasa calidad de las propuestas que ofrece el cine argentino en los últimos años. Salvo excepciones de rigor, la mayoría se parecen a tesis mal terminadas de escuelas de cine, pésimamente escritas, peor interpretadas y dirigidas con una pretensión que ni el mismísimo Leonardo Favio tuvo en Crónica de un niño solo.
La responsabilidad no es sólo de los realizadores debutantes. En la actualidad, una de las carreras con más aspirantes en nuestro país es la de cine. Con un pequeño detalle: la mayoría de los egresados pone un pie en la calle con el título en la mano y ya quiere dirigir. Pretende  jugar en Primera sin haber pasado por las divisiones inferiores. No saben pegarle a la pelota, pero se sienten capacitados para jugar un Mundial. Son contados los casos en los cuales egresan de esas escuelas editores, iluminadores, jefes de producción, directores de fotografía, eléctricos (como se los conoce en la jerga), sin los cuales es imposible filmar una película.
El entusiasmo nunca es medida. La capacitación es necesaria, pero la experiencia es imprescindible.  Para no crear antipatías, me abstendré de dar nombres, pero propongo al lector que investigue la biografía de cualquiera de nuestros grandes directores y comprobará que, antes de hacer su primera película, pasó por todos los estamentos anteriores al preciado sillón con forma de tijera.
Los optimistas (ocultando una gran dosis de fariseísmo) mencionan El secreto de sus ojos,  de Juan José Campanella como la punta del iceberg del Milagro del Cine Argentino. Los efluvios del Oscar llevan a lecturas equivocadas (o interesadamente sesgadas): fue la excepción que confirma la generalidad. Al año siguiente enviamos a Hollywood: Aballay, el hombre sin sombra, una película impresentable hasta para un Festival de Cine Realizado por Vecinos. La consecuencia fue lógica: ni siquiera fue aceptada por la autoridades de la Academia, que se inclinaron por premiar Una separación, una apenas correcta película iraní. El premio, como siempre en el rubro de Mejor Película Extranjera, fue político: en Irán impera una impenetrable censura cinematográfica, que no se priva de encarcelar cineastas disidentes. Lo concreto es que Aballay, que ni siquiera estuvo en la conversación, retrotrajo los pergaminos ganados en la edición anterior a la mismísima nada.
Girando el dial una de estas mañanas, un otrora sobrevalorado relator deportivo y frustrado escritor (su novela recientemente relanzada, no logró entusiasmar ni a sus familiares directos, como en el momento de su lanzamiento inicial), comentaba un documental estrenado el pasado jueves destacando que estaba bien iluminado. Hacía rato que en mis muchos años de cronista cinematográfico no escuchaba un análisis tan sesudo. Seguí jugando con el dial hacia la derecha (sin ninguna connotación política, aclaro) y me topé con un insigne desconocido que recomendaba ver El sorprendente hombre araña, otro de los estrenos del pasado jueves, porque a diferencia de X Men o Transformers, “en ésta película se entienden las peleas”.  
Hice lo más sano que podía hacer: apagar la radio.
Ese mismo día, en mi comentario en uno de los programas radiales de los que participo,  expuse en forma rápida y sucinta (como el medio requiere) mis fundamentos contenidos en esta nota. Al terminar la emisión, el productor del programa siguiente (con quien trabajé hace veinte años) me comentó frente a quien supongo que realiza la misma tarea que yo (una jovencita agradable, con pose cool y lentes estilo Mia Farrow cuando noviaba con Woody Allen): “Ella piensa que el cine argentino está en su mejor momento”.  Sonreí, condescendiente y extrañamente pacífico. Ella hizo lo mismo, pero sorpresivamente deslizó: “Entre colegas no vamos a andar discutiendo”.
Esperé que se fuera y le pregunté a mi amigo productor cuántos años tenía mi colega. “Treinta y dos”, me ilustró. Los mismos que llevo trabajando ininterrumpidamente en periodismo, y que me permitieron –entre otras cosas- vivir en carne propia lo que ocurrió con el cine argentino desde 1983 hasta la fecha. Descuento que, por una razón meramente práctica (o de calendario), mi colega no haya podido hacerlo, aunque opine sin fundamentos semejante barrabasada. Seguramente se basa en el relato de lo que aconteció. Está claro que es tiempo de relatos y no de hechos.
No es su responsabilidad. Hoy no se efectúan controles de capacidad ni a periodistas ni a  ningún tipo de trabajadores de la comunicación. Un locutor abyecto habla de lo que se le ocurre con más ínfulas que Calígula, otro improvisado confunde una película con un video-game.
Y mi colega, que seguramente piensa que racconto es un perfume y flashback una nueva banda pop, tratará enjundiosamente de convencer a la audiencia que el cine argentino está más vivo que nunca.
Aunque se haya suicidado, sacando con fritas películas con temáticas fotocopiadas y políticamente correctas para asegurarse el subsidio, desempolvando figuras históricas que hoy garpan según los vientos de la conveniencia hiustórica de turno, y dejando sin la posibilidad de filmar a inmensos directores que, con cierta fatiga,  esperan que, de una vez por todas, el cine nuestro vuelva a ser argentino.        

viernes, 29 de junio de 2012

VOS NUNCA TE ENTERASTE, JUAN



Si  esa tarde de principios de los ’80 en un centro cultural que no recuerdo si fue el Borges o el San Martín, me hubiera animado a hablar, esta nota hoy sería distinta. O no existiría.
Recuerdo que estaba observando una fotografía de John Lennon en una muestra-homenaje, cuando se paró junto a mí un hombre y me dijo con naturalidad: “Qué bella fotografía, ¿no?”.
Giré la cabeza y, en principio, me quedé mudo. Luego alcancé a balbucear algo que no me acuerdo si fue solamente “sí” o “sí, claro”, exhibiendo una timidez que de haber conservado me habría impedido trabajar, como lo hago, desde hace 31 años en el periodismo. 
Si el protagonista de ese comentario no hubiera sido Juan Alberto Badía y yo su interlocutor, que lo admiraba desde siempre, la anécdota carecería de valor alguno, y acaso lo tenga solamente para mí.
Durante todos los años posteriores me pregunté por qué en ese momento y en ese ámbito, en el que el diálogo era posible, me quedé mudo.
Hoy me sigo preguntando por qué aquel que era en ese momento no habló, no dijo más que “sí” o “sí, claro” (recuerden que no me acuerdo si fue una cosa o la otra). Por qué no me atreví a confesarle al sujeto de mi admiración que mi anhelo era hacer radio con ese estilo cálido, de tono justo, con la música adecuada. Por qué no le pregunté la fórmula para extraer de boca de cada entrevistado el secreto más íntimo, el recuerdo más emotivo.
Cada vez que evoco la anécdota (que por primera vez cuento públicamente) pienso que de haberla compartido con mis compañeros de estudios de la Escuela de Periodistas del Círculo de la Prensa, probablemente no la hubieran creído. En el curso, para algunos había perdido mi nombre y apellido para pasar a ser el chico al que le gusta Badía.
Una de las dos cosas no era cierta (no era tan chico); la otra sí: Juan Alberto Badía era y será por siempre mi modelo de conductor radial. El que marca pautas, el que da ejemplo de cordial anfitrión, el que asombra por su manejo del aire y de los tiempos.
Era único y –como tal- inimitable.
Aunque seguramente traté de imitarlo más de una vez, tal vez como disculpa por mi silencio ochentoso o quizá como pudoroso agradecimiento por los inolvidables momentos que vendrían, no sólo en la radio. Me recuerdo en familia disfrutando de “Badía y Compañía”. Eran tiempos de bolsillos flacos, con televisor usado blanco y negro con el Beto presentando a Virus, La Torre, Jairo o a Facundo Cabral, entre muchos otros.
Una radiofonía argentina integrada por mayoría de improvisados, de gente que ni siquiera sabe modular la voz, se rasga hoy hipócritamente las vestiduras por la muerte de un tipo que les pasaba el trapo a todos ellos juntos y que antes de su enfermedad  –paradójicamente- no tenía laburo en radio. De allí que decidiera instalar una radio web en su propia casa para hacer lo que más le gustaba: comunicarse con los otros.
Los que tengamos ganas, deberemos preguntarnos qué pasa en este país en el que le rinden homenajes pero le retacean trabajo a un tipo como Badía, que inventó y reinventó la radio una y mil veces. Y que revolucionó la televisión como pocos, con programas tan serenos, intensos y luminosos como él.
Además, por donde andaba Badía siempre había música. Una buena señal.
Malditos 29. En uno de enero de 1997 se fue el Gordo Soriano. En otro de 2012, el Beto. Benedetti tiene razón: “Habría que matar a la muerte”. Y aunque sé que la partida es inevitable, también lo son las lágrimas cada vez que despedimos a uno de los buenos, de los nuestros, de los que hacen que el mundo sea un poco menos peor.
Con el Gordo no cometí el mismo error, Juan. A él sí le dije todo lo que me callé con vos. Tampoco me puedo quejar demasiado: hago radio, soy escritor, nunca abandoné el periodismo; pero me queda esa asignatura pendiente de no haberme animado a hablarte. Igual, vos nunca te vas a enterar, del mismo modo que era imposible que recordaras con el tiempo a aquel muchacho silente que contemplaba la fotografía de Lennon y que soñaba conducir en radio un programa como los tuyos.
Si hasta para morirte tuviste talento artístico, Juan. El tema de Los Muchachos dice Cuando tenga 64 años. La edad en que empezaste el viaje.  Imagino que ya te recibieron John y George, allá donde seguramente comenzaste a armar el escenario para que la fiesta continúe. Porque donde anda Badía siempre hay música.
En este mamarracho estilístico  y gramatical, donde la emoción vulnera la sintaxis, y en el que no pienso correr una coma o modificar una palabra, aunque lo impongan las reglas de la Real Academia Española, me gustaría que -si esto puede leerse allá- entiendas que ese muchacho tímido de los ‘80 te pide, hoy más que nunca, que nos sigas haciendo compañía.

martes, 19 de junio de 2012

DIVISMOS



En las antípodas de buena parte de cronistas cinematográficos, periodistas y escritores, Marilyn Monroe nunca me pareció un objeto de deseo (sex symbol es más cool), más allá que como actriz siempre fue muy limitada, como comediante carecía de gracia y como cantante apenas afinaba correctamente.
Lógicamente, no soy el indicado para presidir el Fans Club de Marilyn Monroe.
Reconozco, no obstante, que la leyenda en torno de Marilyn es poderosa, atractiva, ineludiblemente cinematográfica. Y que la áspera relación entre la rubia y el circunspecto Sir Lawrence Olivier durante la filmación de El príncipe y la corista constituía un tema seductor para abordar en una película.
El punto de vista de Mi semana con Marilyn lo da Colin Clark, quien en base a su tenacidad logró convertirse en uno de los asistentes de Olivier. Además de tenaz fue enamoradizo (tuvo un affaire con Marilyn) y previsor: lo contó en un libro que escribió con posterioridad y en el que basa este film.
En el verano de 1956 Marilyn Monroe quería demostrar y demostrarse a sí misma que podía ser una actriz con todas las letras. En una sintonía parecida, Lawrence Olivier pretendía dejar de lado (aunque fuera por unos meses) su condición de actor serio y arriesgarse con una comedia, que también dirigiría.
El resultado fue una calamidad, delante y detrás de las cámaras: El príncipe y la corista es una obra inclasificable, protagonizada por dos ególatras (Monroe y Olivier) que carecían por completo de la tan mentada química de pareja como de un mínimo de respeto profesional por el otro.
Según la película (y buena parte de crónicas de la época y algunos libros), la filmación fue un caos: la impuntualidad de Marilyn, sus abusos con las drogas y sus escapadas amorosas, por un lado; los delirios megalómanos de Olivier, su carácter inflexible y la irritabilidad que le producía su coprotagonista, por el otro. Un cóctel atronador que la película dirigida por Simon Curtis despliega sólo con buen ritmo, en parte gracias al preciso (aunque superficial) guión de Adrian Hodges y en parte –fundamentalísimamente- por la extraordinaria interpretación de Michelle Williams como Marilyn.
La esposa cuyo matrimonio se desmorona en Blue Valentine despliega un histrionismo contagioso, capaz de alternar dulzura, humor y angustia en un atrapante círculo de emociones que sólo una gran actriz puede poner en escena de esta manera.
La (desagradable) sorpresa es Kenneth Brannagh como Lawrence Olivier. Ver a semejante actor en una interpretación tan amanerada, superflua y vacua es, sin duda, achacable a uno de esos malos pasos que un intérprete da en su carrera en contadas oportunidades. No me arriesgaría a cargar las culpas al guionista o al director, porque actores como Brannagh se imponen a ambos.
Mi semana con Marilyn es un agradable pasatiempo que, de no haber contado con Michelle Williams en el protagónico, probablemente habría repetido en parte la catástrofe de la película cuya filmación refiere.

miércoles, 9 de mayo de 2012

LA VERDAD, NADA MÁS QUE LA VERDAD


Vuelvo a escribir en caliente, como se debe cuando de fútbol se trata.
El  rotundo papelón del equipo de Marcelo Bielsa ante el Atlético de Madrid, de Diego Simeone (un hecho digno ser considerado surrealista, dado que ambos llegaron a la final de una Copa), certifica lo que vengo sosteniendo acerca del ex entrenador de la Selección Nacional.  
Seguramente el Locutor Oficial o el Relator del Relato y sus obsecuentes adláteres, sostendrán a viva voz que murió con las botas puestas, ensayando todo tipo de prédica vacua y sofista a la que son tan afectos el filopensador oriental y su troupe.
La verdad es que Bielsa y los suyos se toparon contra la realidad: comerse tres goles contra el impresentable equipo de Simeone es una renovada muestra de la tozudez bielsística. Para el deprimido rosarino los esquemas están primero, los jugadores después y si ambos no armonizan, que los segundos se adapten a los primeros. Algo similar a poner a nadar a un basquetbolista en los Juegos Olímpicos. Si es atleta, ¿cómo no va a poder competir?
Por enésima vez, Bielsa volvió a asumir toda la responsabilidad en el fracaso.  Y no hablo del resultado (justo yo, declarado antiresultadista), sino de una forma irracional de plantear el bellísimo juego del fútbol, que es muy sencillo en su esencia: pasarle la pelota al compañero, buscar los claros (o fabricarlos si el rival no los deja) y ensayar una movilidad permanente. El Barcelona ya demostró que esto (y mucho más) es posible.
De esta arrolladora sencillez, pasemos a la lectura bielsiana de la derrota 0-3: “El resultado fue justo y la diferencia exagerada. Lo que lamento es que las diferencias que se vieron en el campo no son las que existen y que el escenario se parecía más al que aspiraba el Madrid que al que queríamos nosotros".
¿?
Ahá (escribo por escribir algo).
 "Era una actuación que no esperábamos –siguió discurriendo el estudioso- , una diferencia entre lo que creíamos que podíamos producir y lo que finalmente generamos. No defendimos bien, no fuimos claros para atacar y jugamos menos de lo que estamos en condiciones de producir, eso tiene que ver directamente con mi responsabilidad".
En el discurso se advierten claramente influencias de Rousseau, Marx, Heggel y Umberto Ecco, pero también muy poco apego a la realidad futbolística (y a la otra).
La realidad, como no recuerdo quién reflexionó, es lo más cercano a la verdad.
Últimamente el fútbol ha sido tomado por estos pretendidos sesudos intelectuales  sin diploma que, paradójicamente, cada día vacían más de contenido la belleza de este deporte.
Ir para adelante en masa no es lo mismo que atacar. Jugar la pelota para atrás nada tiene que ver con controlar el balón. Obcecarse con la idea de que dos formidables centrodelanteros goleadores no pueden jugar juntos porque chocarían, además de ser - lisa y llanamente- una imbecilidad futbolística, es ofender la inteligencia de dos jugadores de formidable  jerarquía.
Bielsa no cambia sus conceptos, lo cual para algunos es una muestra de coherencia.  Y así le va. Y no hablo de los resultados, sino de los métodos, de las herramientas. Le ocurrió en Chile, ahora en el Bilbao y mucho tiempo atrás en la Selección Nacional. En todos esos lugares les quemó la cabeza a los jugadores que nunca lo entendieron, porque en este bello y simple juego que es el fútbol (que practiqué durante muchos años) no hay nada más difícil que jugar sencillo.
Así lo demostraron el Ajax de Cruyff, Holanda del 74,  Huracán del 73 y la Selección del 78 del Flaco Menotti, el Globo 2009 modelo Ángel Cappa, y el genial, inimitable e inalcanzable Barcelona de Pep Guardiola, con ese pibe Messi que no canta el himno, ni ganó nada con la Selección…
Andáaaaaaaaaaaaa….
Perdón. Tengo demasiada tribuna encima y, a veces,  las cosas se me mezclan. Trataré de guardar las formas.
Repito: no intento hacer leña del árbol caído (de eso se encargará Fernandito), simplemente  deseo  seguir defendiendo el fútbol que me gusta y le gusta a mucha gente.
Y, también, de dejar de adorar mitos de barro, falsarios decididamente desequilibrados mental y emocionalmente.
La cuestión no está en poses demagógicas (no saludar a Piñera, negarse a dormir en una pieza cinco estrellas –como si hubiera firmado un contrato por el mínimo de convenio-, no atender a la prensa en privado), sino en demostrar con hechos lo que se pregona con palabras.
Pero, claro, la Tierra no es cuadrada, ni la luna se tiñe de verde.
Todas las mañanas sale el sol.
Batistuta y Crespo podían (y debían) jugar juntos.
A no perder la esperanza: el Barcelona, ya sin el Gran Pep, volverá a demostrarnos que el fútbol puede ser un juego simple y bellísimo, sin filosofía barata y zapatillas de goma (Permiso, Charly).
Los refranes, como las normas, tienen su excepción: no siempre los locos dicen la verdad.
A veces están simplemente locos.

martes, 24 de abril de 2012

AHORA MÁS QUE NUNCA


Escribo en caliente, contra lo que pregonan los académicos.
Porque el fútbol –por fortuna- no es académico.
Yo tampoco.
Después de la eliminación del Barcelona de la Champions, del clásico perdido unos días antes con el Real Madrid, los adalides del antifútbol se frotan las manos y comienzan a asomar la cabeza que tenían enterrada cuatro metros bajo la tierra desde hacía años. Los años que lleva el Barsa imponiendo su juego fenomenal, artístico, inimitable
Si ya no lo dijeron estarán por hacerlo. Fernandito, el Locutor Oficial (o el Relator del Relato, como prefieran), el Doctor,  las viudas de Bielsa y otros mediocres menos conocidos que los tres primeros, desempolvarán el discurso fariseo: el fútbol es trabajo, lo único que importa es ganar, hay que anular al rival como sea.
Todas estas frases cimentaron el antifútbol que se enseñoreó sobre la Tierra desde Italia en la década del ’60. Años en los que recuerdo que un equipo (es un decir) argentino fue directo del vestuario a la comisaría. Durante el “partido” (es otro decir) varios de sus jugadores (de alguna manera hay que llamarlos) habían desfigurado a algunos de sus rivales, que integraban –paradoja del destino- una formación italiana .
Es verdad que ese equipo (¡cómo me cuesta escribir esta palabra para identificar a un grupo de asesinos seriales!) logró títulos nacionales e internacionales y eso es lo único que hoy recuerda la historia. Fueron solamente animadores de estadísticas.
En el Mundial de 1974 algunos ni recuerdan que el campeón fue Alemania, embelesados por la selección de Holanda del magno Johann Cruyff, que salió segunda. No es un dato menor, sobre todo porque la Naranja Mecánica perdió 2 a 1 contra los germanos.
Más cerca en el tiempo, en 2009, un abominable latrocinio le impidió al Huracán de Ángel Cappa (por lejos el mejor equipo argentino de los últimos años) que se coronara campeón. Los métodos no fueron nada sutiles: un gol lícito del Globo anulado apenas comenzado el partido a Federico Domínguez (por presunta posición fuera de juego, que no existió) y un gol convalidado al rival con el arquero de Huracán en el piso tras un planchazo criminal en la jugada inmediatamente anterior.
Ese año 2009 recuerdo la cancha de Huracán repleta, con abuelos llorando de alegría con los regates de Pastore, Defederico, Toranzo y toda la troupe. Ni yo ni nadie se olvidará de esas emociones.
Es verdad que hubo un campeón. Las estadísticas siempre necesitan alimento.
Hoy más que nunca hay que bancar al Barsa, al genial Messi, al sensacional Guardiola y al resto de los integrantes de un equipo que es el mejor que me tocó ver en los años que llevo en el fútbol como espectador, que son muchos.
Hay que agradecerles lo felices que nos hicieron a los que aún conservamos intacto el paladar y esperar que sigan (porque van a seguir) por la misma senda: haciéndonos felices jugando con belleza el más bello de los deportes.
Los pregoneros del antifútbol ya tuvieron su merecido. Y si ahora pretenden volver con su prédica del bidón con agua podrida, ya saben hacia donde pueden dirigir sus pasos. Las caretas se cayeron y pesan demasiado para volver a calzarlas.
Aunque seguramente insistirán.
Tienen el cinismo, la vocación de lacayos del poder y el espíritu de mercenarios como elementos constitutivos de su adn.
En estos tiempos de borrasca, de mentiras pregonadas como verdades absolutas, es atendible que sea el fútbol el que vaya reordenando la grilla: los artistas por un lado y los farsantes por el otro.
Mi deseo es que los demás estamentos de la sociedad imiten al fútbol.
Y que el Barcelona siga jugando como hasta ahora.
O mejor.   


miércoles, 4 de enero de 2012

LA SUMA DE LAS PARTES


El buen cine logra cualquier objetivo, por imposible que parezca.
Pensar que una película sobre Adam, un joven de 27 años que contrae cáncer, pueda resultar divertida, amena, sensible, respetuosa y esperanzadora, suena a imposible.  Los prejuicios son duros de erradicar.
50/50 derrumba todos los miedos, ratificando que hay un movimiento más que atractivo en el nuevo cine independiente norteamericano.  Una trama sólida (mérito de un excelente guión), un director sobrio e imaginativo y un grupo de intérpretes excepcionales son el pasaje para una excursión sentimental inolvidable. 
Si Terms of endearment (La fuerza del cariño) -citada irónicamente por el protagonista en el momento en que anuncia la enfermedad a sus padres- fue una exposición lastimosa, lacrimógena y exacerbada del golpe bajo sobre el mismo tema, 50/50 es su exacta contracara.
Por terrible que sea, todo en este film extraordinario fluye con la simpleza de lo cotidiano. La enfermedad del protagonista, el amigo fiestero pero fiel, la novia dubitativa, la madre desorientada (una espléndida Anjelica Houston), el padre con Alzheimer y hasta Huesudo, el perro callejero que rebosa una fidelidad incondicional que algunos humanos desconocen.
Hay momentos en los que el cine imita a la vida.
El humor (a veces negro) es una magnífica herramienta para que el drama no consuma ni al protagonista ni al espectador. No sobran diálogos: los personajes dicen sólo lo indispensable. No faltan silencios. Un botón de muestra: la entrada de Adam al hospital y su primer contacto con el universo de los enfermos de cáncer es, sencillamente, prodigiosa.
Sin la moralina pretendidamente aleccionadora del cine hamburguesa o pochoclero, 50/50  (en referencia a las posibilidades primigenias de cura; luego la cosa se complicará), eligió una cuidada y verosímil progresión dramática, que estalla cada vez que debe hacerlo. Las discusiones con el mejor amigo, el (entendible) cargoseo materno, el miedo ante la cirugía inevitable y definitoria, la explosión  emocional del enfermo cuando siente que no puede más, simplemente porque  no puede más,  engrandecen los alcances de una obra que va mucho más allá de una película sobre enfermedades terminales.
50/50 es un vehículo formidable para reflexionar acerca de lo mejor y lo peor de nuestra sociedad. Es una reivindicación del sentimiento y la tenacidad sobre la inexperiencia (la psicóloga de Adam), un replanteo sobre los vínculos familiares y afectivos (¿es necesario estar en una camilla, a punto de entrar al quirófano, para verbalizar el amor a los padres?) y –en tiempos de proactividad y eficiencia a la carta- un grito pelado a favor de lo fabulosamente imperfectos y falibles que somos los seres humanos cuando tenemos miedo.
 Y, también, de lo tremendamente vulnerables que nos volvemos cuando falta alguien a nuestro lado.   
Por fortuna, la película termina con el único final posible para semejante maratón de sentimientos.
Hace una punta de años, cuando escribí en un matutino sobre Mediterráneo, aquella joya italiana de Gabriele Salvatores, expresé que “las grandes películas ayudan a entender mejor la vida”.
50/50 también tiene esa maravillosa cualidad.