Siempre sostuve que el humor es el mejor camino para hablar de las cosas más serias. Si, además, se le agrega una pizca de nostalgia, algunos toques surrealistas y desmesuras varias, el cóctel puede resultar atractivo.
El concierto (título que respeta el original) lo es, pese a constantes vaivenes en su progresión dramática que, en el balance final, quedan atenuados por la potencia de su historia y la conmovedora moraleja que subyace en su interior: el pasado no se repite, pero cada uno de nosotros puede ajustar cuentas con él para concretar el sueño más ansiado.
En este caso, el del protagonista, un director de orquesta ruso obsesionado por Tchaikovsky, a quien el régimen de Leonid Brezhnev degrada a oficial de limpieza por una supuesta defensa de sus músicos judíos.
Casi treinta años después, en virtud de la mencionada moraleja, y en el mejor estilo de las películas de los grandiosos Mario Monicelli o Dino Risi (dos tanos de oro), el postergado director –engaño mediante- emprende la reorganización de su dislocada orquesta con el objetivo de tocar en París, ocupando el lugar de los músicos del Bolshoi. Un disparate, aunque efectivo y atractivo, toda vez que las trama lo presenta como una travesura reparadora de viejas amarguras e injusticias.
Toda aquél que tenga, haya tenido o desee tener relación con el arte en cualquiera de sus facetas, disfrutará de El concierto como de la más hermosa visión de un crepúsculo.
A pesar de sus efectismos, que los tiene, su potencia, su vitalidad y la acendrada defensa de los sueños en un mundo que se agrieta y desangra en la amargura y la frustración, potencian los méritos de una película de ésas que aparecen de vez en cuando.
La secuencia final, con la interpretación casi completa de esa obra maestra impar que es el Concierto Nº 1 para Violín y Orquesta de Piotr Ilich Tchaikovsky, con una puesta en escena impactante y varias cámaras al servicio de la misma, eriza la piel y acaricia el alma.
Sugiero mandar al diablo el Manual del Espectador Cinematográfico, abstenerse de leer cualquier crítica local (la mayoría, por no escribir todas, son insustanciales, precarias e ilegibles) y tirarse en palomita hacia el interior de cualquier sala que proyecte El concierto.
Después me cuentan.