miércoles, 23 de febrero de 2011

INCORRECTOS


La incorrección social es mi marca distintiva.

Desde niño, me las compuse para hacer todo lo contrario de lo que se esperaba de mí.

Cuando apareció en mi vida eso que algunos llaman uso de razón, comencé a sospechar que la literatura, el cine y el fútbol iban a ser importantes compañeros de ruta.

El tiempo demostró que no me equivoqué.

Sí la pifiaron aquellos que esperaban un nerd o un Calculín; o los otros, que auguraban un intelectual precoz.

Mi primer regalo importante fue una pelota de fútbol marrón, de cuero, que quedó inmortalizada en una foto color sepia en la cual se me ve con un flequillo estilo Carlitos Balá, sentado en el piso del patio de mi casa de Villa Galicia, en Temperley, atesorando el balón como si fuera un lingote de oro.

La intuición siempre fue uno de mis fuertes.

Hubo dos regalos importantes que llegaron después: primero, una novela –cuyo título olvidé- de Robert A. Heinlein, un magnífico autor de ciencia ficción, y luego un libro que me resultó iniciático: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.

En ambos, sobre todo en el segundo, el desafío del hombre ante ese gran interrogante que es la vida me generó preguntas e inquietudes fascinantes.

En medio de las lecturas, gastaba la pelota de cuero marrón contra una de las paredes del lavadero, relatando a voz en cuello un campeonato imaginario de fútbol, con equipos y planteles ad hoc.

¿A quién puede sorprenderle que muchos años después me convirtiera en conductor de radio?

De los equipos imaginarios, saltaba sin problemas a la realidad de los potreros de Villa Galicia: jugaba de delantero, con buen olfato para el gol.

Los goleadores siempre fueron apetecidos a la hora de elegir. En el pan y queso de principios de la década del ’60, nunca pasaba del tercer nombre elegido. Se sabe: goles son amores.

Los sábados por la tarde que, por alguna extraña razón –muy extraña: un temporal que obligara a suspender la fecha, por ejemplo- no íbamos con mi viejo a ver a Temperley, de local o de visitante, devoraba las cinco películas de Cine de Súper Acción en Canal 11, acrecentando mi sueño de convertirme con el tiempo en director de cine.

En 1992, escribiendo y dirigiendo Volver a soñar, hice el posgrado de tantas horas de Cine de Súper Acción, de unos cuantos goles en los potreros de Villa Galicia e innumerables tardes de tablón alentando al Cele.

Una suma de cosas, porque –eso lo comprendo ahora- la esencia de un escritor no consiste en exiliarse de por vida en una biblioteca, como creen algunos estudiantes y docentes de la Facultad de Filosofía y Letras, que conocen al dedillo citas prescindibles de autores difusos, pero no tienen ni remota idea de quién es el entrenador del Barcelona, y, mucho menos, han gozado viendo esa maravillosa manifestación de arte popular que es ver jugar a Messi y sus compañeros.

La cabeza funciona bien cuando la alimenta el corazón.

Acaso por esos rincones puede encontrarse alguna definición más o menos certera de la pasión.

Una ley no escrita en el mundillo literario sostiene que quien no publica su primer libro antes de los 30 años, difícilmente será escritor. Sospecho que la teoría la blanden desde Filosofía y Letras.

Publiqué Plomo en las alas, mi primera novela, a los 42 años.

Quizá fue posible porque vengo de la Universidad del Tablón.

A los egresados de esa casa de bajos estudios se nos permiten ciertas licencias.

No escribo ni hablo para agradar, discuto con vehemencia y con pasión hasta de temas como el fútbol, que para algunos es absolutamente subalterno.

En todas las épocas hubo gente que nunca entendió nada de la vida.

Todo lo que sé o creo saber sobre la vida se lo debo al fútbol”.

No lo dijeron ni Pep Guardiola ni Ángel Cappa.

La definición es de uno los padres del existencialismo, Albert Camus, autor de gemas como El extranjero o La peste, quien jugaba de arquero e integró la Selección de fútbol de su Argelia natal.

Incorrectos como Camus hacen que la vida, que no tiene ningún sentido, valga la pena.

Federico Fellini, otro prolífico destructor de moldes, aseguraba que filmaba “siempre la misma película” y que los personajes de cada una de ellas “eran parientes entre sí”.

Hace poco, cuando cumplió 75 años, Woody Allen dijo que todavía esperaba “filmar una película genial”.

A los lesos de sesera los encandiló, en su momento, la relación de Allen con la hija de una de sus parejas, antes que genialidades como Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados, Interiores (¡Qué obra maestra!) o Match point, por citar joyas al voleo.

Morbosos e ignorantes componen la mayor parte de los habitantes del planeta Tierra.

El buen Woody prefirió los lunes de saxo a las mieles fatuas de una Academia de Hollywood hipócrita, melosa y reaccionaria, que con cada Oscar pretendía ensayar un abrazo del oso a su genialidad.

“A las buenas costumbres nunca me he acostumbrado”, canta mi primo Joaquín, ése que se dice primo del Nano.

Cuando la mayoría –de la que escapo como de la peste- coincide conmigo o yo con ella, desconfío.

De mí.

Algunos amigos me fustigan porque sostengo que proteger a los ciudadanos de ser asaltados o asesinados no es una cuestión ideológica, sino un elemental derecho humano.

Mis amigos –oficialistas- me acusan de no ser progre.

Ellos, que dicen serlo, no trepidan en defender gente acusada de robarle al Estado y a los ciudadanos, a quienes no protegen de los asesinos ni de la corrupción, que estos nefastos personajes -que mis amigos oficialistas defienden- promueven y alimentan.

Y además, como si fuera poco, temo que estos amigos puedan llegar a votarlos.

Ahora, los progres vienen así.

En mis dos primeras novelas abordé tangencialmente -hace muchos años, cuando no estaban de moda- tópicos que hoy son vilipendiados, pues no faltan ni en el libro de la dama ni en el guión del caballero.

Los años de la dictadura del Proceso o el exilio son figuritas repetidas en parvas de novelas, y guiones de cine y televisión.

Tengo el derecho a dudar si están allí por convicción ideológica de los autores, por pragmatismo a la hora de gestionar financiación oficial, o simplemente por oportunismo.

Mis amigos -oficialistas- pensarán que cada línea que escribo estoy menos progre.

A mí me importa un rábano lo que piensen de mí, lo que pone de peor humor a mis amigos (oficialistas o no, progres o reaccionarios) y también a quienes no son amigos, pero me leen o escuchan.

Mientras la mayoría dedica horas a sabihondas conferencias de café, se aburre en trabajos que odia y se queja porque se endeudó hasta el cuello para cambiar el auto que compró el año pasado, yo hago lo que más me gusta: escribir.

Que es, justamente, la conducta de aquélla hormiga rebelde que capturaba la atención de Robert Altman: salirme de la fila.

Como Guardiola, Cappa, Camus, Fellini, Joaquín, el Nano y Woody.

Con la inconmensurable diferencia de talento que me separa de ellos.

Pero con la misma convicción.