miércoles, 9 de febrero de 2011

HORMIGAS


Una novela nueva (corta y premiada), primer título de catálogo de una editorial naciente (Mundos), con una campaña de prensa que le otorgó buena presencia en los medios, críticas favorables, una distribución comercial como nunca tuve (el libro está en todas las librerías), y una sensación de sueño concretado que se mantiene, aunque –lo sé por experiencia-, se irá apagando lentamente, hasta comenzar a urdir uno nuevo.
En momentos así, un autor se siente con amplios derechos, libre de miedos, capaz de atreverse al desafío más riesgoso. Supongo que será una de las efímeras manifestaciones de la felicidad que, algunas veces en la vida, nos tocan el hombro.
Profeso por Canción salvaje una debilidad poco explicable. Es mi primera novela corta y también, la única –hasta el momento- donde los que se juegan a todo o nada en la trama son dos personajes. Me gusta definirla como la historia “de una amistad difícil y dos amores improbables”. Los amores que los dos protagonistas evocan de manera diferente: en un caso, casi con pudor, como para que el lector no se entere; en el otro, con la extravagancia típica de quien lo enuncia.
Hay quienes aseguran con acendrado convencimiento que reconocen en Marcos Vega, el futbolista, rasgos propios del autor, que también lo fue. Con Aníbal Olarra, el supuesto mentalista, el molde estalla: es difícil asociarlo con algún otro personaje notable, aunque sospecho que se trata de un protagonista muy sorianesco, con lo tentador y riesgoso que resulta para mí homenajear a mi escritor de cabecera.
En un par de notas, enfatizaron que uno de los objetivos principales de la novela es reformular el concepto de realidad. No fue deliberado, pero si es así, lo celebro. Recuerdo que una vez, Eliseo Subiela me recomendó algo muy estimulante: “No conviene atarse al realismo”.
Otros reconocen en la historia, una novela de ruta bien marcada, una escritura y una estética muy cinematográficas. Inevitable para mí: crecí culturalmente entre el cine, la literatura y el fútbol. Simultáneamente. Las películas de la Hammer con Peter Cushing, mi veneración por Edgar Allan Poe y las gambetas de Alejo Escos (para los profanos, el ídolo más grande de la historia de Temperley) fueron mi cóctel predilecto durante años. Puede que en Canción salvaje el trago esté servido como en ninguna de las otras novelas.
Cuando me consultan por el origen de mis personajes, recuerdo una genialidad que respondió Robert Altman al respecto. “¿Vio a las hormigas?” –preguntó el formidable cineasta a su interlocutor. “Sí”- respondió el entrevistador. “¿Vio que van todas ordenadas, en fila?”, -repreguntó el cineasta. “Sí”- volvió a responder el periodista, expectante. “¿Vio que alguna hormiga a veces se sale de la fila?” –remarcó el entrevistado. “Sí, claro” –admitió el hombre de prensa. “Bueno –remató Altman-, ésa es la hormiga que me interesa a mí, la que se sale de la fila”.
No son los exitosos, por lo general, las hormigas que se salen de la fila. A pesar que Rudyard Kipling consideraba que “la victoria y el fracaso son dos impostores, y hay que recibirlos con idéntica serenidad y con saludable punto de desdén”, son los perdedores los que dan sentido a la vida literaria.
Y a la otra también.
Hay quienes se dejarían asesinar por tomar un café con Bill Gates. Yo sería capaz de animarme a viajar hacia Los Ángeles –con el recelo que me despiertan esas máquinas aladas-, si pudiera volver el tiempo atrás y compartir unos tragos con Raymond Chandler, en lo posible acompañado por el detective Philip Marlowe, su máxima creación literaria. Y sólo por ese día, para estar a tono, volvería a fumar.
Uno elige.
Siempre.
Pude haber sido hincha de Independiente o de San Lorenzo. Hubo ingentes esfuerzos para lograrlo. Pero elegí ser del Cele y es uno de mis mayores orgullos. Tanto como haber mandado al diablo el banco en el que trabajaba a disgusto, para pasar a percibir un tercio del sueldo que ganaba en una mugrienta redacción en la que aprendí a hacer periodismo, lo que después me ayudaría –y cómo- a convertirme en escritor. Lo escribo y me quiero convencer que, mucho antes de leer la definición de Altman, ya me salía de la fila.
Ojalá.
Puede, entonces, que todo lo que me señalan respecto de Canción salvaje sea demoledoramente cierto.