martes, 1 de febrero de 2011

LOS ESCRITORES, ESOS INÚTILES


-¿Usted de qué trabaja?- me preguntan algunas veces.
-Soy escritor –respondo, con tono a mitad de camino entre el horror y el fastidio.
-Ah…, escritor… - repite mi ocasional interlocutor. Hace una pausa y muestra cara de sorprendido, como si yo hubiese respondido astronauta, asesino serial o gladiador romano.
El silencio no dura demasiado.
-¿Y qué escribe? –insiste, por lo general.
-De todo – intento ser elusivo. Todo significa qué le importa.
-¿Por ejemplo? – continúa el desganado reportaje al paso.
Fatigosamente, enumero alguna novela, película u obra de teatro de mi autoría que, por supuesto, mi interlocutor no conoce porque no es del medio. Si lo fuera, tampoco la conocería.
Lo dicen los pibes en su jerga: hoy, un escritor no garpa, carece de valor, no significa nada. Escribí nada y quise decir eso: nada.
“Quien quiera convertirse en un escritor inútil no tiene más que ejercitarse. Se recomienda el ejercicio de los vicios, que son siete; hay que insistir con cada uno de ellos hasta que de pronto se obtiene una nueva visión y uno se queda allí mudo, blando, e incapaz de todo”, sostiene el italiano Ermanno Cavazzoni en su libro Los escritores inútiles.
Luego de leer a Cavazzoni entiendo por qué a Hank Moody, el vicioso escritor de Californication, ese ejercicio le costó –por lo menos hasta esta nueva temporada de la serie, que es la cuarta- su matrimonio, el amor de su hija, la cárcel, algunos golpes y el escarnio público por una acusación escandalosa.
Hank no parece demasiado atribulado: continúa muy ocupado con el alcohol, el sexo desenfrenado, el cigarrillo o las festicholas del ambiente. No le interesa ni por error sentarse frente a su máquina de escribir (Moody no usa computadora) para hacer lo que debería: escribir. Un vago, un consumado inútil, que confirma la teoría de Cavazzoni.
Cuidado con las simplificaciones: ser escritor no lo convierte a uno automáticamente en inútil. Sostiene Cavazzoni: “Tampoco es fácil volverse inútil, por más que uno estudie, aplique y se las ingenie; a menos que la vida, con sus eventualidades, venga en socorro nuestro”.
Conozco una considerable cantidad de inútiles que son autodidactas e incapaces de dibujar una o con el fondo de un vaso, por lo que me atrevería a afirmar que sería una ligereza atribuir el gremio de los escritores el liderazgo en las estadísticas de profesiones inútiles. Un estudio fiable al respecto aclararía tan controvertido tema. El Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) aparece como la herramienta más apropiada.
Además de inútiles, los escritores suelen ser (nótese el cobarde recurso de no escribir solemos ser, como si yo fuera astrónomo) vanidosos, insoportables, quejumbrosos.
“Los escritores son los seres más fastidiosos que existen. Conforman las personalidades sicopáticas más pintorescas. Muchos de ellos son latosos tanto en su vida personal como en lo que escriben. Por supuesto que debo incluirme por haber escrito una que otra babosada. No digo todo esto por humildad, sino más bien para tratar de saldar cuentas con un gremio que parece tener muy mal administrado el ego y la autoestima”, asegura el español Carlos Yusti en su esclarecedor artículo Pedagogía de la inutilidad.
Acertadamente, Yusti no adjudica esta molesta característica al hecho que, en las últimas décadas, el escritor haya perdido el predicamento social que injustamente supo tener en épocas pretéritas. Es posible que Poe, Flaubert o Conrad, por citar ejemplos al paso, hubieran realizado un aporte más positivo a la humanidad como material de estudio psiquiátrico que arremetiendo con poemas, cuentos y novelas con pretendido deseo de posteridad.
Otra característica del escritor es su desinterés por la masividad y su vocación provocadora. Experto contemplador de su ombligo, no trepida en arremeter contra lo que sea, simplemente porque cree que ésa es su obligación.
Relata Cavazzoni: “Un escritor de vanguardia odiaba escribir; entonces tomaba un libro y lo escribía al revés, de la última a la primera palabra; después iba al congreso permanente de los escritores de vanguardia muy excitado”.
Seguramente preso de los vahos de inmerecido prestigio que le procuró una novela como La insoportable levedad del ser, destacada por algunos críticos como vanguardista, su autor, el checo Milan Kundera confesó desafiante: “Escribo por el placer de contradecir y por la felicidad de estar solo contra todos”.
Inexplicablemente, aunque a Kundera probablemente le importe un rábano el lector, sus libros se venden por millones, se tradujeron a varios idiomas y se venera su figura como si se tratase de un respetable referente de la cultura y no como lo que es: un escritor, que bien podría ser un inútil.
Distinto es el caso de Ricky Martin, artista preocupado por el paladar de su público y atento a los deseos de las mayorías. Su libro Yo, Ricky vendió 10.000 ejemplares en un par de meses en uno de los locales de una importante cadena de librerías porteña. Son datos menores que el cantante portorriqueño no provenga del ámbito de las letras, y que el leit motiv de su libro sea la proclamación pública de su homosexualidad.
No es difícil imaginar la ira que el hecho produjo en numerosos inútiles que agotan madrugadas frente al teclado, acompañados por el icónico vaso con su bebida preferida, imaginando historias que suponen originales, trascendentes. El éxito de Yo, Ricky posiblemente despierte en este hato de inservibles una execrable purulencia moral: la envidia.
Sobre esta cuestión, Cavazzoni también arroja un poco de luz: “Los escritores, por principio se odian, pero no consiguen separarse el uno del otro. Se los ve caminando del brazo como amigos inseparables. En cambio se odian. Se los ve reunidos en el café; parecen de buen humor, y en cambio anidan pensamientos de destrucción recíproca y aniquilamiento”.
Jactanciosos, malhumorados y polémicos, los escritores distan de ser proactivos (adjetivo indispensable en la actualidad para el currículum vitae de la dama o del caballero, sobre todo si están en trance de búsqueda de empleo), no se destacan por su mesura o prudencia, y además gustan opinar de lo que les venga en gana, como si alguien esperase que lo hicieran.
Por fortuna, Carlos Yusti los coloca en su lugar: “Los escritores son tipejos de segunda. A nadie le importan sus opiniones. A ninguno de sus lectores le chiflan sus dictámenes fuera del recuadro de lo literario. Para nada sirven sus libros y sus ideas son la guinda rosa de ese gran marasmo, de ese gran pastel de subsidio que se llama Cultura sea de oficial, de izquierda, progresista, de derecha, nazi o vegetariana. Y esta aseveración tiene su base. Busque en cualquier diario alguna entrevista cuyo protagonista sea un escritor. Mire la televisión y diga cuál opinión reciente conoce emitida por alguno de ellos”.
“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta Joan Manuel Serrat, quien tal vez en algún momento sorprenda a la masa con un éxito editorial con forma de libro, en estilo símil Ricky Martin.
Aunque conociendo desde lejos los usos y costumbres del catalán, no correspondería esperar revelaciones de un tenor similar al de su colega (igualmente, nunca se sabe).
Lo que habrá que descontar es la iracunda reacción de los escritores ante ese potencial éxito.
Previsible y paradigmática manifestación de inutilidad.