martes, 31 de julio de 2007

LA PASIÓN NO QUIEBRA


Aclaración (in) necesaria:
Soy hincha de Temperley. Fanático.
El pasado martes 24 de julio de 2007 se cumplieron catorce años de la vuelta al fútbol de mi club, después de más de dos años de suspensión, sin poder jugar oficialmente.
Más de dos años en los que fui hincha de una ilusión, de un recuerdo.
Un tiempo en el que se callaron los gritos, se esfumaron los papelitos, y el inconfundible ruido de los tapones sobre los escalones del túnel se convirtió en un eco fantasmal.
Hasta que la ilusión y el recuerdo se volvieron reales.
Puede que algunas cuestiones no hayan sido exactamente como las cuento. Eso sí: el sentimiento es absolutamente genuino. Miles de personas pueden atestiguarlo.
Alguna vez, Marco Denevi habló de la necesidad de contar historias de gente común en situaciones extraordinarias.
Me gustaría que el siguiente relato cumpliera con esa premisa.





En memoria de un día común,
que para algunos fue tan especial.
Como aquellas caminatas con mi viejo,
que dieron rumbo a mi vida.


Recuerdo que ese sábado caminé más de treinta cuadras. Las que separan mi casa del estadio Alfredo M. Beranger.
No guardo un solo detalle de la travesía. Duró un suspiro. Lo único que me importaba era llegar.
Sí recuerdo la intensa marca de la emoción cuando me encontré con la gente. Un mosaico generacional que levantaba la persiana a dos años, tres meses y once días de orfandad, de espantoso abandono, de vivir a la intemperie.
Los bebés con gorros; los más jóvenes con camisetas; los adultos con banderas; las mujeres con bufandas del color con el que la pasión nos embadurnó el corazón. Y los ancianos con gorras y boinas rescatadas del armario, quitándose cada tanto los lentes para enjugar las lágrimas.
El Tano, panzón y pelado, pero exultante. Como aquellas tardes en las que cruzábamos Finqui, en medio de la semana, soñando con ganarle a alguno de los grandes. O Tati, que ahora es cardiólogo, pero desconoce un tratamiento efectivo para nuestra taquicardia de hinchas.
Marisa, más hermosa que en ese ayer en el que enamoraba con sólo pronunciar una palabra. Un rubio con pinta de travieso que no llega a los cuatro años, grita y salta aferrado a una de sus piernas. Un bebé de unos seis meses y gorrito con pompón celeste, duerme entre sus brazos. Y Mario, que acumuló más amor que cualquiera de nosotros para capturar sus suspiros, la observa embelesado.
Me acomodé en la tribuna y miré en derredor, para confirmar que no es camelo eso de las lágrimas de hombre. Te desgarran las tripas, te duelen en la panza, te agujerean el pecho.
De pronto, giré la cabeza y un cartel casero, con caligrafía temblorosa, me tiró todo el álbum de recuerdos encima: “Cele: si no existís, me muero”.
Fue como proyectar una película fulminante con esos maravillosos momentos que, a lo mejor, uno se lleva a la tumba sin contárselos a nadie.
Como el Rosebud del protagonista de “El ciudadano”. El trineo que las llamas consumen en el final, cuyo valor atesoran solamente el espectador y el protagonista, muerto al principio de la inmensa película de Orson Welles.
La música de fondo no era de Michel Legrand ni de Nino Rota. Llegaba de los barrios vecinos, de Palermo, de Congreso, y de cada uno de los lugares desde donde se arrimaba la gente para armar la fiesta del retorno. Era un grito del corazón que el sentimiento transformaba en melodía.
Podían ser esas tres sílabas que componen el nombre, bien separadas y voceadas desde las entrañas: ¡Tem – per –ley! O el alargado: “Sooooy celeste...” O aquella canción perfumada de gloria, desempolvada después de tanto tiempo: “Porque este año de la Avenida, de la Avenida, salió el nuevo campeón..”
Otra vez los papelitos, las banderas enganchadas en el alambrado, la ubicación de siempre en la tribuna, que tanto extrañábamos. La charla espontánea con el vecino desconocido, el insulto al juez de línea por el off side que no fue, el abominable sabor del café de cancha, que disfrutamos como si lo tomáramos en Champs Ellyses.
La película podía titularse, simplemente, “24 de julio de 1993”, con el permiso del querido e inolvidable Negro Fontanarrosa. O quizá “El día del regreso”. O acaso, jugando con la metáfora, “Colapso de corazones”. Aunque la trama se imponía al título, que no importaba demasiado.
Como tampoco importó que mi camiseta de adolescente, raída por las polillas y demasiado estrecha para mis años, desentonara con la colorida prolijidad de la vestimenta futbolera de la mayoría de mis colegas de tribuna.
Era la camiseta que me había acompañado en partidos memorables: en esa misma tribuna o en los desafíos barriales que, inevitablemente, comenzaban con los pies y terminaban con las manos. La que llevé cuando le ganamos a Boca y a River en nuestro estadio; y también, en aquél epopéyico 3 a 3 contra los xeneixes en cancha de Independiente, cuando a Alejo Escos no le podían quitar la pelota ni a escopetazos.
Entre gritos, apretujones y euforia enfermiza, caí en la cuenta que, para llegar a la cancha había caminado de más.
Dí una vuelta innecesaria desde lo práctico, pero indispensable desde lo emotivo: recorrí el mismo camino que, siendo pibe, hacíamos con mi viejo, cuando no existía el paso bajo nivel y –para evitar el interminable cruce por las infinitas vías y sus cambios- subíamos por el puente de 14 de Julio, y bordeábamos la calle paralela a la estación hasta la Avenida 9 de Julio.
Eran tiempos de fiesta, coronados por los Sugus que el viejo me compraba en el kiosco de Coiro, al costado de la estación. Caminatas con su mano sobre mi hombro, abriéndome la puerta imaginaria de una adultez tan lejana como enigmática.
Y yo, sintiendo como nunca la intensidad de ser hijo de ese tipo melancólico y taciturno que, a su manera, me estaba transmitiendo sus sentimientos de padre.
Imposible olvidarme mientras viva del calor de aquella mano. Aun hoy, después de tantos años, en momentos borrascosos vuelvo a sentir su tibieza sobre el hombro que, a menudo, llega para rescatarme del naufragio.
De aquella tarde me queda, además, el orgullo de descubrir en la cancha las cámaras de “Simplemente Fútbol”, cuando el calor futbolero pasaba por el programa de Quique Wolff.
Sí, orgullo: por nuestro origen, por transformar el sufrimiento en esperanza, por la desaparición del maldito cartel de ese banco de cuyo nombre prefiero olvidarme. Porque el programa de fútbol más importante del momento nos abría una ventanita.
Porque estábamos vivos.
Increíble e inexplicablemente vivos.
Y aquella frase que merecería ser de Shakespeare: “La pasión no quiebra”, eternizada en decenas de trapos y estandarte del movimiento que posibilitaba la vuelta.
Ignoraba que, en medio de ese frenesí de locos de atar, estaban desparramados Enrique, Alberto, Cacho, Charly, Pepe, el Gallego, o el Negro Jorge, el único referí al que –por amigo- no me atrevería a insultar.
Años después llegaría el momento de reunirnos. El tiempo es lento, pero inexorablemente coloca todo en su lugar.
El cielo lucía despejado, sin una sola nube. Era una inmensa bandera que nos cubría a todos. Imaginariamente, le coloqué un escudo con la franja cruzada y sonreí con picardía, pensando que no existía otra en el mundo que se pudiera desplegar tan naturalmente en cualquier parte del planeta.
Nos olvidamos de la categoría infame en la que nos tocó volver. No lamentamos desconocer los apellidos de esos jugadores que –paradójicamente- se estaban metiendo en la historia. Ni siquiera importó el rival.
Lo importante era que estábamos volviendo. Adentro y afuera. Y que ganamos 1 a 0, con gol de alguien (Walter Céspedes) que, con el tiempo, se colocaría al frente de las divisiones inferiores del club para llevarlas a lugares insospechados.
Esas inferiores de las que surgieron, entre otros, el Nene Miramontes, el Tonga Aguirre, el Pitu Cejas y el Torito Hauche. Céspedes iba a continuar siendo protagonista de un partido mucho más largo que aquél del 24 de julio de 1993, cuando hizo el gol del triunfo contra Tristán Suárez en Primera C.
Años después, celebro la posibilidad de escribir estas líneas, imprimirlas, colocarlas dentro de una botella sellada y hacer unos cuantos kilómetros para tirarlas al mar.
Quizá, en el fin de los tiempos, alguien rescate este testimonio del oceáno y se ponga a estudiar con dedicación y profundidad esa enfermedad que nos hizo así: nostálgicos, fanáticos, utópicos.
Quien lo desee, puede investigar y cerciorarse. Las conclusiones resultarán tan irrefutables como un ADN.
Cuando el planeta se convierta en anécdota, se descubrirá que, algún día, pasó por él un grupo de lunáticos idealistas, siempre rendidos al hechizo de una camiseta única e inimitable.
Tanto que, en aquellos tiempos en que el mundo era mundo, cualquiera podía contemplar su belleza e inmensidad alzando, simplemente, la vista hacia el cielo diáfano.

4 comentarios:

EL PROFE dijo...

querido carlos:te mando un abrazo del alma ,querìa que supieras que no sòlo logras emocionarnos y despertar èsta melange emocional que significa ser hinchas de tèmperley ,sino haces valorar tambièn que el cele no es un sueño y que lograrà despertar muchas pasiones encontradas todavìa en èsta secuencia loca de momentos llamada vida.hermano mis respetos y mi admiraciòn por tu trabajo.
siempre y ùnicamente del glorioso tèmperley.marcelo maidana.

Por Carlos Algeri dijo...

Muchas gracias, Marcelo. Si el texto consiguió despertarte todas esas emociones que describís, es que valió la pena escribirlo. Es muy difícil tratar de resumir ese terremoto emocional que produce ser hincha de Temperley. Nuevamente gracias, Profe.
Un gran abrazo.

Carlos

Rubén Hernán dijo...

Carlos, la enorme satisfacción de poder leerte otra vez, avido de tus cuentos, tus pasiones, en fin la explosión de ese escritor que tanto admiro desde aquellos memorables días del año 2001, cuando pude entender que los escritores de la gente son de carne y hueso. Este espacio que nos regalás a quienes nos gusta disfrutar la buena literatura será, como decía el Gordo Soriano sobre la memoria, una "Materia Exquisita". El abrazo enorme de siempre aunque esta vez en el ciberespacio.
Rubén Vargas

Por Carlos Algeri dijo...

¡Qué alegría, Rubèn, por este ciberreencuentro! Gracias por los elogios. Es un orgullo tener lectores tan interesados y calificados como vos. Es emocionante, ademàs, la cita del querido Gordo Soriano que, como siempre, es punzante y exacta.