Cuentan que en las librerías más renombradas de la calle Corrientes es imposible conseguir un libro de Roberto Fontanarrosa.
No se puede dudar que la muerte infunde un respeto reverencial. Doble contra sencillo que, entre los voraces compradores, la pulsión de esnobismo supera ampliamente a la curiosidad literaria.
En la Argentina se venden libros que escasas veces se leen.
Me animaría a afirmar con mínima posibilidad de error que, en muchos de esos compradores compulsivos, la ignorancia de la obra literaria del Negro es total. Para algunos, era sólo el creador de Inodoro Pereyra y Boogie el Aceitoso.
Pero, crónicas periodísticas de por medio, los tipos y tipas se enteraron que el rosarino fanático hincha de Central escribía cuentos y novelas. Enhorabuena si su muerte (maldita muerte, que siempre gana la partida) sirve para agigantar su legión de lectores y acercar su obra a los neófitos.
Aunque tengo mis reparos. J. K. Rowling, una pésima escritora que nunca pretendió serlo, un día garabateó en un bar las primeras líneas de un bodrio pseudoliterario que la convirtió en multimillonaria: Harry Potter.
Mientras su fortuna se incrementaba, hubo una acusación de plagio que –mágicamente, para estar de acuerdo con la trama de sus libros- desapareció. O fue silenciada.
Podemos suponer cómo.
Y por qué.
Bien.
Harry Potter está considerado un fenómeno. Destinado a los chicos pero que también disfrutan los grandes, según el marketing editorial.
Con qué poca cosa se construye un fenómeno comercial.
Pensar que Emilio Salgari con Sandokán, el Tigre de la Malasia, o Jack London con El llamado de la selva tuvieron que pensar a destajo y sudar la gota gorda para construir dos obras imponentes para quien las quiera leer, sin distinción de edad.
Pero, claro, ni Salgari ni London generaban filas extra large en las librerías dos o tres días antes de la salida de sus novelas. Eran otros tiempos, con otra calidad de escritores. Y de lectores.
Hoy, la televisión, la radio, internet y el cine, son capaces de hacernos creer que Rowling es una escritora, mote que comparte con, por ejemplo, Jane Austen y Virginia Woolf, por citar dos ejemplos calificados.
Un exceso, sin duda. O una desvergüenza, quizá.
Tanto como considerar que la venta de los libros del Negro Fontanarrosa en estos días pueden constituir un fenómeno literario.
Con su talento, con su sencillez, con su prosa engañosamente simple y profunda, el Negro excede cualquier especulación periodística facilista.
Mucho sudor y bastante tableteo van a tener que correr por las computadoras para superar una maravilla como 19 de diciembre de 1971. Sí, el cuento del viejo Casale, personaje que no existió pero que, a esta altura del partido, es inútil remarcarlo. No faltarán quienes aseguren que lo conocieron y hasta lo acompañaron en el viaje hacia la cancha de River, cuando Rosario Central le ganó uno a cero a Newells Old Boys con la palomita de Aldo Pedro Poy.
¿Quién podrá recrear la maestría descriptiva, el clima de insoportable tensión de La observación de los pájaros? Un domingo con Rosario en silencio, respirando apenas a través de los potenciales sonidos que genera el clásico rosarino (Central-Newells) en las exclamaciones de la gente, por la radio o por un petardo que estalla.
Cité dos cuentos de fútbol porque siempre me disparo para ese lado. Soy un bicho de tablón, no hay caso.
Sin embargo, el Negro tiene en la atmósfera alucinante de Desde el foso un cuento que Joseph Conrad y Edgard Allan Poe hubiesen aplaudido de pie y al unísono. Por momentos, uno piensa que está leyendo El corazón de las tinieblas. Después duda, y cree que se trata de El pozo y el péndulo.
Pero no, nada de eso: es un Fontanarrosa puro. De cabo a rabo.
Si un uno por ciento de estos compradores se convierte en lectores, tendrá razón otro rosarino. Ése que canta ¿Quién dijo que todo está perdido...?
Por las dudas, estas próximas semanas prescindiré de andar con Nada del otro mundo, Te digo más o El rey de la milonga en los viajes en tren, algo habitual en mí.
Entre novela y novela, alterno con un libro de cuentos del Negro, para oxigenarme y reirme sin pruritos en medio de vagones atestados.
Entonces, aprovecho la pausa. En estos días, estoy saldando una vieja deuda con otro coloso, Ernest Hemingway: Por quién doblan las campanas.
Prescindiré, por el momento, de Fontanarrosa. Nunca se sabe cuán cerca pueden estar los lunáticos. No seré yo quien contribuya a alimentarles la confusión de este fenómeno marketinero, artificial y sofista.
El verdadero fenómeno es el Negro.
martes, 31 de julio de 2007
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