jueves, 31 de marzo de 2011
LOS UNOS Y LOS OTROS
miércoles, 23 de marzo de 2011
CONTIGO
En aquellos años de Radiolandia, TV Guía y Pantalla Gigante jamás me propuse comprobar si esos ojos –gigantescos y alertas- que me observaban desde una de las paredes de mi cuarto eran de color violeta.
Entre otras cosas, porque la página arrancada de una revista (no recuerdo cuál) y pegada con cinta skotch, era en blanco y negro.
Recuerdo que en esa etapa en que la autopista de la niñez se cruza con la de la adolescencia, conducía sin respetar velocidades máximas, ni colocarme el cinturón de seguridad, y sacándole una lengua stoniana a las señales de tránsito de la prudencia.
A esa edad, las únicas señales que uno respeta son las del cuerpo.
Para mí, la vida pasaba por el cine. Todo lo que ocurriera fuera de una sala o no estuviera relacionado con actores, actrices, películas o directores, pertenecía a esa gelatinosa zona gris que algunos llamaban realidad.
A ella la conocí gracias al cine.
Antes, pasaron curvilíneas y desconocidas siluetas suecas, o abundancias itálicas de una belleza feroz.
Pero cuando llegó ella –ni se les ocurra preguntarme en qué película, pues no me acuerdo- experimenté el escozor de estar ante alguien inigualable, diferente.
El rostro aterciopelado, la mirada electrizante, el escote delicadamente impúdico.
Fue Cleopatra para siempre. Y nos rendimos alelados ante su envolvente sensualidad, su latente y salvaje misterio.
Mi primo Joaquín no fue inmune al embrujo. En su conmovedora Una de romanos recuerda: “Si estrenaban Cleopatra y pedían el carnet, yo iba con corbata y pomada que cura el acné”.
Durante el rodaje lo conoció a él, que pulverizó nuestras bisoñas y alocadas chances. Y todo estalló: la pasión y dos matrimonios que se convirtieron en uno.
Como con cualquiera de los conductores suicidas de la existencia, hubo paz en el cine y revuelo fuera de él. Rencillas, regalos costosos para suturarlas, rumores de separación y luego el divorcio, profusamente promocionado por los medios.
Me costaba creer que él, un tipo refinado y con vocación nunca consumada de escritor, se resignara a perderla.
Hubo una segunda vuelta matrimonial, pero con el mismo final. De todas formas, siguieron en contacto permanente. Habrá que creer en eso que dicen, que el amor lo resiste todo.
Pocos días antes de morir, él le escribió una carta solicitando –como cualquier hombre que se precie de amar- una nueva oportunidad. Lo pidió con todas las letras: deseaba “volver a casa”.
Unos cuantos años y cartas antes, él le había escrito, seguramente inspirado por la desesperación: "Si me dejas, tendré que matarme. No hay vida sin ti".
Se entiende.
“Y morirme contigo si te matas, y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren".
Es un placer tener un primo como Joaquín, que sabe explicar poéticamente cuestiones tan complejas.
Imagino que después de la partida de él -a quien la vida le cumplió inesperadamente la advertencia epistolar-, Cleopatra comenzó a sentirse desconsoladamente sola.
Cuando abandoné las autopistas juveniles para desembocar en las avenidas de la adultez, empecé por respetar las velocidades máximas, prestando atención a las señales de tránsito y me abroché el cinturón de seguridad.
El recorte en blanco y negro fue devorado por la humedad de la pared de una habitación que ya no era mía, y muchas noches inciertas reclamo por aquellos ojos que me encendían una afiebrada y alocada ilusión.
La vida fuera de las salas de cine es insoportablemente tediosa.
“Hasta que aquella bici de mi niñez se fue quedando sin frenos y en la peli que pusieron después nunca ganaban los buenos”.
Sí, primo; otra vez tus versos son demoledoramente certeros.
Hoy que no conduzco por avenidas, ni mucho menos por autopistas; ahora que soy –a veces- sólo un desganado peatón, me enteré de la noticia.
Justo ahora.
Y entonces me arrepiento de no haber guardado el recorte, de resignarme a ser peatón, de tener que soportar el agravio que en las pelis que pusieron después nunca ganen los buenos.
martes, 15 de marzo de 2011
DESMESURADAMENTE BELLA
Siempre sostuve que el humor es el mejor camino para hablar de las cosas más serias. Si, además, se le agrega una pizca de nostalgia, algunos toques surrealistas y desmesuras varias, el cóctel puede resultar atractivo.
El concierto (título que respeta el original) lo es, pese a constantes vaivenes en su progresión dramática que, en el balance final, quedan atenuados por la potencia de su historia y la conmovedora moraleja que subyace en su interior: el pasado no se repite, pero cada uno de nosotros puede ajustar cuentas con él para concretar el sueño más ansiado.
En este caso, el del protagonista, un director de orquesta ruso obsesionado por Tchaikovsky, a quien el régimen de Leonid Brezhnev degrada a oficial de limpieza por una supuesta defensa de sus músicos judíos.
Casi treinta años después, en virtud de la mencionada moraleja, y en el mejor estilo de las películas de los grandiosos Mario Monicelli o Dino Risi (dos tanos de oro), el postergado director –engaño mediante- emprende la reorganización de su dislocada orquesta con el objetivo de tocar en París, ocupando el lugar de los músicos del Bolshoi. Un disparate, aunque efectivo y atractivo, toda vez que las trama lo presenta como una travesura reparadora de viejas amarguras e injusticias.
Toda aquél que tenga, haya tenido o desee tener relación con el arte en cualquiera de sus facetas, disfrutará de El concierto como de la más hermosa visión de un crepúsculo.
A pesar de sus efectismos, que los tiene, su potencia, su vitalidad y la acendrada defensa de los sueños en un mundo que se agrieta y desangra en la amargura y la frustración, potencian los méritos de una película de ésas que aparecen de vez en cuando.
La secuencia final, con la interpretación casi completa de esa obra maestra impar que es el Concierto Nº 1 para Violín y Orquesta de Piotr Ilich Tchaikovsky, con una puesta en escena impactante y varias cámaras al servicio de la misma, eriza la piel y acaricia el alma.
Sugiero mandar al diablo el Manual del Espectador Cinematográfico, abstenerse de leer cualquier crítica local (la mayoría, por no escribir todas, son insustanciales, precarias e ilegibles) y tirarse en palomita hacia el interior de cualquier sala que proyecte El concierto.
Después me cuentan.
lunes, 14 de marzo de 2011
ALGO PERSONAL
Siendo muy pequeño, luego de ver Los inútiles, de Federico Fellini, intuí que entre el cine italiano y yo habría algo personal, al margen de lo estrictamente genético que mi apellido revela.
Pranzo di Ferragosto (Almuerzo de Ferragosto), ridículamente bautizada en la Argentina como Un feriado particular, es una película luminosa, grácil, de una ternura inconmensurable.
Gianni es un sesentón soltero que vive en un pueblito con su madre anciana. No espera nada de la vida que no sea la rutina que impone cuidar a su progenitora y la posibilidad de degustar un buen vino blanco cada vez que la ocasión lo permite.
Cuando por distintas circunstancias, calores de Ferragosto mediante, tres ancianas más se incorporen por unos días a la casa familiar, la vida de Gianni se alterará levemente, casi sin molestias, sólo para poner de manifiesto que las miserias humanas afloran con una preocupante facilidad en un buen número de personas.
El propio Gianni, a quien también le cabe el sayo, deberá aceptar, casi a regañadientes, convertir su hogar en una suerte de geriátrico por unas horas, a cambio de conmutación de deudas varias.
Prescindiendo del histrionismo exasperado propio de algunas corrientes cinematográficas italianas, apostando al medio tono, a la imagen amable y a una ternura en fondo y forma, Pranzo di Ferragosto construye una formidable fotografía sobre un tema que el cine aborda cada vez menos: la vejez.
A los 60 años (el film es de 2008), luego de varios trabajos en el medio, Gianni Di Gregorio asume esta primera película como director, coguionista y protagonista. En los tres roles demuestra mesura, buen gusto y un cálido sentimentalismo.
Tal vez por los acentos de clima y puesta, por esa delicadeza en las miradas y en los gestos captados por una cámara curiosa pero nunca invasiva, el estilo de Di Gregorio recuerda al gran Ettore Scola en sus películas más intimistas, como ¿Qué hora es?, aquella en la que Marcello Mastroianni y Massimo Troisi eran padre e hijo.
Pranzo di Ferragosto son setenta y cinco minutos de calidez, humor y esperanza. Con ese sello de calidad que los italianos manejan con maestría.
El mismo que advertí, sin saberlo, cuando hace tantísimos años vi por primera vez una película italiana, sin imaginar todo lo bueno que vendría después.