Hay temas, momentos, que sobrepasan las formas.
En este blog, es mi intención darle a cada nota la mayor
elaboración posible, el mejor cuidado desde lo formal, desde lo artesanal.
Aunque hay temas que deben abordarse con la piel y no con el
cerebro. Más corazón y menos razón.
Los escritores tenemos la (mala) costumbre de intentar ganar
la posteridad con cada texto.
Esta vez será distinto. Puede que coquetee con el lugar
común, con cierto sentimentalismo que me define e intento ocultar la mayoría de
las veces. Que vulnere la sintaxis, que estropee la gramática, que bombardee la
hilación. Puede ser. ¿Y qué?
El Club Atlético Temperley cumplió cien años y recibí más felicitaciones
que si los hubiese cumplido yo. Lo
pienso mejor y me hincho de orgullo: hace años que el Cele y yo estamos
asociados casi naturalmente. Es verdad que el periodismo y la presencia en los
medios potencian ese fanatismo muy difícil de explicar a mi edad.
También podría ser un acto de demencia hablar de Temperley
en un programa dedicado al cine y a la cultura en televisión por cable, como
solía hacer en el año 2001 en “CinemaShow”, que conduje de lunes a viernes por
el extinto CVN.
De mis 56 años, llevo 54 viendo al Cele. Mi viejo me llevó
a la cancha por primera vez cuando tenía dos años. Esa cancha fue el estadio
Alfredo Beranger. Estaba también mi abuelo,
un siciliano reservado y taciturno que, según me contó mi padre mucho después, no entendía
un rábano de fútbol pero le encantaba ir a la cancha.
Recordar estas anécdotas vale un lagrimón. Porque ese pibe
fue creciendo (como muchísimos más) con el Cele en las tripas. Un buen padre
hace que su hijo le siga los pasos en el amor futbolístico. Ya lo escribí en otra nota en este mismo
blog: en el fútbol no hay democracia. Esos padres que presumen de amplios
porque ellos son de Boca y sus hijos de
River hicieron mal su trabajo, diría mi
querido Osvaldo Soriano.
Mi viejo también hizo una elección. Llegó a Villa Galicia
siendo hincha de Independiente, hasta que un día empezamos a caminar por Pasco
derecho y terminamos en el Beranger.
Cuando nos tocó ver Temperley e Independiente, nunca hubo
dudas: nuestro lugar estaba entre las banderas celestes.
La mayor cantidad de mis amigos son hinchas de Temperley. “La
bandera del campeón”, mi segunda novela, con tiraje absolutamente agotado, fue
mi manera de agradecer tantos buenos momentos: las caminatas hacia la cancha, el chori con tinto, las excursiones
inimaginables a canchas que los finolis de los equipos grandes ni se imaginan
que existen.
Los cuatro personajes principales son hinchas del Cele. La
trama me vino a la cabeza volviendo a
casa en el Roca. La escritura fue placentera. Suele suceder cuando escribo
sobre un tema que me emociona. En “La bandera…” hay muchos retazos de mí y de
mi lugar en el mundo: Villa Galicia, el barrio en el que me crié y al que trato
de no volver, siguiendo los caminos señalados por mi primo Joaquín (Sabina): “Al
lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”.
Sin embargo, habitualmente
también desobedezco a mi primo: vuelvo una y otra vez al Beranger, que para mí
es el Bernabeu, el Centenario o el Maracaná. Tanto, que me incomoda ir a otras
canchas. Cada partido, entro y empiezo a saludar gente. Y a recibir saludos.
Eso, a mi edad, tiene un gran valor. Por lo menos para mí.
Esteban, mi hijo menor, un día me preguntó extrañado por qué
sucedía eso. Por qué el afecto de mis amigos hacia él, las cargadas entre
nosotros, aquella camiseta que el entrañable Norberto le regaló junto con una
campera con el escudo. No recuerdo qué
le respondí, pero creo que tenía que ver con el amor a los colores, al origen, al
barrio.
Al tiempo, Esteban dejó
de lado su coqueteo a dos bandas: tachó a Boca del casillero y se quedó con el
Cele. “En la cancha de Temperley soy alguien”, me explicó con una naturalidad muy
parecida a la lucidez, sobre todo viniendo de un pibe que no había cumplido
nueve o diez años, no recuerdo bien.
Cada vez que me cruzo por la calle con alguien que lleva
puesta la camiseta, no puedo evitar el comentario fraterno, la chanza cómplice,
el guiñó entre pares.
Hace bastante tiempo, viajando en el Roca, pasó un vendedor
con la camiseta de Temperley y le
compré. No recuerdo qué vendía, ni siquiera si me servía lo que estaba adquiriendo.
“Con esa camiseta no puedo dejar de comprarte”, le dije. El tipo sonrió, porque
entendió.
Eso es lo mejor de las pasiones: no hay que explicarlas.
Basta con vivirlas, con dejarlas ser.
A menudo me preguntan qué hice durante la época de la
quiebra. Era hincha de una ilusión, respondo. Y acompañaba a Pablo, mi mejor
amigo, a ver a su equipo para no perder estado, y con la secreta esperanza de
que algún día fuera él quien me acompañara a mí. Sucedió. Y el primer mensaje
de felicitación por el Centenario fue de Pablo.
¿Tiene explicación todo esto?
No.
O tal vez sí.
Los que somos hinchas de Temperley no buscamos explicaciones,
sino motivos para no enamorarnos del Cele.
Hasta el día de hoy, no encontramos ninguno.