“Salvo Pablo Trapero, el cine argentino se suicidó”, dictaminó con contundente
conocimiento de un mercado geográfico lejano el Director del Festival de
Cannes, cuyo nombre no recuerdo.
Es verdad que el director de la monumental Elefante blanco tiene entre los
coproductores de su película varios aportes franceses y que su relación con
Cannes es fluida, lo cual no resta méritos a su obra ni verosimilitud al
diagnóstico.
Leí por allí un artículo de un
bisoño proyecto de opinator argentino
en el que fundamentaba que la producción de más de cien películas locales durante
el año anterior, debía tomarse poco menos que como el renacimiento del séptimo
arte vernáculo. Citaba luego (el bisoño opinator)
la opinión estrambótica y delirante de un consultor oficialista, que adjudicaba
el hipotético Milagro Argentino a la
entrada en escena de la Ley de Medios.
Ni el escriba ni el consultor
analizaban el fondo de la cuestión: cuántas de ese centenar de películas se
estrenaron con la mínima distribución que merece un film (cantidad y calidad de
salas); cuántas de esas películas fueron vistas por el público en un número cuanto
menos decoroso, y cuántos espectadores se enteraron de esos estrenos, que la
mayoría de las veces resultan una novedad hasta el día jueves hasta para los
que comentamos películas profesionalmente.
La nota es, por lo tanto, falsa
de toda falsedad: si se estrenan películas en forma inadecuada, sin promoción
ni difusión para alentar la participación de los espectadores locales, estamos en serios problemas.
Ni hablar de la escasa calidad de
las propuestas que ofrece el cine argentino en los últimos años. Salvo
excepciones de rigor, la mayoría se parecen a tesis mal terminadas de escuelas
de cine, pésimamente escritas, peor interpretadas y dirigidas con una
pretensión que ni el mismísimo Leonardo Favio tuvo en Crónica de un niño solo.
La responsabilidad no es sólo de
los realizadores debutantes. En la actualidad, una de las carreras con más aspirantes
en nuestro país es la de cine. Con un pequeño detalle: la mayoría de los
egresados pone un pie en la calle con el título en la mano y ya quiere dirigir.
Pretende jugar en Primera sin haber pasado
por las divisiones inferiores. No saben pegarle a la pelota, pero se sienten
capacitados para jugar un Mundial. Son contados los casos en los cuales egresan
de esas escuelas editores, iluminadores, jefes de producción, directores de
fotografía, eléctricos (como se los conoce en la jerga), sin los cuales es
imposible filmar una película.
El entusiasmo nunca es medida. La
capacitación es necesaria, pero la experiencia es imprescindible. Para no crear antipatías, me abstendré de dar
nombres, pero propongo al lector que investigue la biografía de cualquiera de
nuestros grandes directores y comprobará que, antes de hacer su primera
película, pasó por todos los estamentos anteriores al preciado sillón con forma
de tijera.
Los optimistas (ocultando una gran dosis de fariseísmo) mencionan El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella como la punta del
iceberg del Milagro del Cine Argentino.
Los efluvios del Oscar llevan a lecturas equivocadas (o interesadamente
sesgadas): fue la excepción que confirma la generalidad. Al año siguiente
enviamos a Hollywood: Aballay, el hombre
sin sombra, una película impresentable hasta para un Festival de Cine Realizado
por Vecinos. La consecuencia fue lógica: ni siquiera fue aceptada por la
autoridades de la Academia, que se inclinaron por premiar Una separación, una apenas correcta película iraní. El premio, como
siempre en el rubro de Mejor Película Extranjera, fue político: en Irán impera
una impenetrable censura cinematográfica, que no se priva de encarcelar
cineastas disidentes. Lo concreto es que Aballay,
que ni siquiera estuvo en la conversación, retrotrajo los pergaminos ganados en
la edición anterior a la mismísima nada.
Girando el dial una de estas
mañanas, un otrora sobrevalorado relator deportivo y frustrado escritor (su
novela recientemente relanzada, no logró entusiasmar ni a sus familiares
directos, como en el momento de su lanzamiento inicial), comentaba un
documental estrenado el pasado jueves destacando que estaba bien iluminado. Hacía rato que en mis
muchos años de cronista cinematográfico no escuchaba un análisis tan sesudo.
Seguí jugando con el dial hacia la derecha (sin ninguna connotación política,
aclaro) y me topé con un insigne desconocido que recomendaba ver El sorprendente hombre araña, otro de
los estrenos del pasado jueves, porque a diferencia de X Men o Transformers, “en
ésta película se entienden las peleas”.
Hice lo más sano que podía hacer:
apagar la radio.
Ese mismo día, en mi comentario
en uno de los programas radiales de los que participo, expuse en forma rápida y sucinta (como el
medio requiere) mis fundamentos contenidos en esta nota. Al terminar la
emisión, el productor del programa siguiente (con quien trabajé hace veinte
años) me comentó frente a quien supongo que realiza la misma tarea que yo (una
jovencita agradable, con pose cool y
lentes estilo Mia Farrow cuando noviaba con Woody Allen): “Ella piensa que el
cine argentino está en su mejor momento”. Sonreí, condescendiente y extrañamente
pacífico. Ella hizo lo mismo, pero sorpresivamente deslizó: “Entre colegas no vamos a andar discutiendo”.
Esperé que se fuera y le pregunté
a mi amigo productor cuántos años tenía mi colega.
“Treinta y dos”, me ilustró. Los mismos que llevo trabajando ininterrumpidamente
en periodismo, y que me permitieron –entre otras cosas- vivir en carne propia
lo que ocurrió con el cine argentino desde 1983 hasta la fecha. Descuento que,
por una razón meramente práctica (o de calendario), mi colega no haya podido hacerlo, aunque opine sin fundamentos
semejante barrabasada. Seguramente se basa en el relato de lo que aconteció. Está claro que es tiempo de relatos y no de hechos.
No es su responsabilidad. Hoy no
se efectúan controles de capacidad ni a periodistas ni a ningún tipo de trabajadores de la
comunicación. Un locutor abyecto habla de lo que se le ocurre con más ínfulas que
Calígula, otro improvisado confunde una película con un video-game.
Y mi colega, que seguramente piensa que racconto es un perfume y flashback
una nueva banda pop, tratará enjundiosamente de convencer a la audiencia que el
cine argentino está más vivo que nunca.
Aunque se haya suicidado, sacando
con fritas películas con temáticas fotocopiadas y políticamente correctas para
asegurarse el subsidio, desempolvando figuras históricas que hoy garpan según los vientos de la
conveniencia hiustórica de turno, y dejando sin la posibilidad de filmar a
inmensos directores que, con cierta fatiga, esperan que, de una vez por todas, el cine
nuestro vuelva a ser argentino.