Si esa tarde de principios de los ’80 en un
centro cultural que no recuerdo si fue el Borges o el San Martín, me hubiera
animado a hablar, esta nota hoy sería distinta. O no existiría.
Recuerdo que estaba observando
una fotografía de John Lennon en una muestra-homenaje, cuando se paró junto a
mí un hombre y me dijo con naturalidad: “Qué bella fotografía, ¿no?”.
Giré la cabeza y, en principio,
me quedé mudo. Luego alcancé a balbucear algo que no me acuerdo si fue
solamente “sí” o “sí, claro”, exhibiendo una timidez que de haber conservado me
habría impedido trabajar, como lo hago, desde hace 31 años en el
periodismo.
Si el protagonista de ese
comentario no hubiera sido Juan Alberto Badía y yo su interlocutor, que lo
admiraba desde siempre, la anécdota carecería de valor alguno, y acaso lo tenga
solamente para mí.
Durante todos los años
posteriores me pregunté por qué en ese momento y en ese ámbito, en el que el
diálogo era posible, me quedé mudo.
Hoy me sigo preguntando por qué
aquel que era en ese momento no habló, no dijo más que “sí” o “sí, claro”
(recuerden que no me acuerdo si fue una cosa o la otra). Por qué no me atreví a
confesarle al sujeto de mi admiración que mi anhelo era hacer radio con ese
estilo cálido, de tono justo, con la música adecuada. Por qué no le
pregunté la fórmula para extraer de boca de cada entrevistado el secreto más
íntimo, el recuerdo más emotivo.
Cada vez que evoco la anécdota
(que por primera vez cuento públicamente) pienso que de haberla compartido con
mis compañeros de estudios de la Escuela de Periodistas del Círculo de la
Prensa, probablemente no la hubieran creído. En el curso, para algunos había
perdido mi nombre y apellido para pasar a ser el chico al que le gusta Badía.
Una de las dos cosas no era
cierta (no era tan chico); la otra sí: Juan Alberto Badía era y será por
siempre mi modelo de conductor radial. El que marca pautas, el que da ejemplo
de cordial anfitrión, el que asombra por su manejo del aire y de los tiempos.
Era único y –como tal-
inimitable.
Aunque seguramente traté de
imitarlo más de una vez, tal vez como disculpa por mi silencio ochentoso o quizá
como pudoroso agradecimiento por los inolvidables momentos que vendrían, no sólo
en la radio. Me recuerdo en familia disfrutando de “Badía y Compañía”. Eran
tiempos de bolsillos flacos, con televisor usado blanco y negro con el Beto
presentando a Virus, La Torre, Jairo o a Facundo Cabral, entre muchos otros.
Una radiofonía argentina
integrada por mayoría de improvisados, de gente que ni siquiera sabe modular la
voz, se rasga hoy hipócritamente las vestiduras por la muerte de un tipo que
les pasaba el trapo a todos ellos juntos y que antes de su enfermedad –paradójicamente- no tenía laburo en radio. De
allí que decidiera instalar una radio web en su propia casa para hacer lo que
más le gustaba: comunicarse con los otros.
Los que tengamos ganas, deberemos
preguntarnos qué pasa en este país en el que le rinden homenajes pero le
retacean trabajo a un tipo como Badía, que inventó y reinventó la radio una y
mil veces. Y que revolucionó la televisión como pocos, con programas tan
serenos, intensos y luminosos como él.
Además, por donde andaba Badía siempre había música. Una buena
señal.
Malditos 29. En uno de enero de
1997 se fue el Gordo Soriano. En otro de 2012, el Beto. Benedetti tiene razón: “Habría que matar a la muerte”. Y aunque
sé que la partida es inevitable, también lo son las lágrimas cada vez que
despedimos a uno de los buenos, de los nuestros, de los que hacen que el mundo sea
un poco menos peor.
Con el Gordo no cometí el mismo
error, Juan. A él sí le dije todo lo que me callé con vos. Tampoco
me puedo quejar demasiado: hago radio, soy escritor, nunca abandoné el
periodismo; pero me queda esa asignatura pendiente de no haberme animado a
hablarte. Igual, vos nunca te vas a enterar, del mismo modo que era imposible
que recordaras con el tiempo a aquel muchacho silente que contemplaba la
fotografía de Lennon y que soñaba conducir en radio un programa como los tuyos.
Si hasta para morirte tuviste
talento artístico, Juan. El tema de Los Muchachos dice Cuando tenga 64 años. La
edad en que empezaste el viaje. Imagino que
ya te recibieron John y George, allá donde seguramente comenzaste a armar el
escenario para que la fiesta continúe. Porque donde anda Badía siempre hay
música.
En este mamarracho
estilístico y gramatical, donde la
emoción vulnera la sintaxis, y en el que no pienso correr una coma o modificar
una palabra, aunque lo impongan las reglas de la Real Academia Española, me
gustaría que -si esto puede leerse allá- entiendas que ese muchacho tímido de los
‘80 te pide, hoy más que nunca, que nos sigas haciendo compañía.