martes, 19 de junio de 2012

DIVISMOS



En las antípodas de buena parte de cronistas cinematográficos, periodistas y escritores, Marilyn Monroe nunca me pareció un objeto de deseo (sex symbol es más cool), más allá que como actriz siempre fue muy limitada, como comediante carecía de gracia y como cantante apenas afinaba correctamente.
Lógicamente, no soy el indicado para presidir el Fans Club de Marilyn Monroe.
Reconozco, no obstante, que la leyenda en torno de Marilyn es poderosa, atractiva, ineludiblemente cinematográfica. Y que la áspera relación entre la rubia y el circunspecto Sir Lawrence Olivier durante la filmación de El príncipe y la corista constituía un tema seductor para abordar en una película.
El punto de vista de Mi semana con Marilyn lo da Colin Clark, quien en base a su tenacidad logró convertirse en uno de los asistentes de Olivier. Además de tenaz fue enamoradizo (tuvo un affaire con Marilyn) y previsor: lo contó en un libro que escribió con posterioridad y en el que basa este film.
En el verano de 1956 Marilyn Monroe quería demostrar y demostrarse a sí misma que podía ser una actriz con todas las letras. En una sintonía parecida, Lawrence Olivier pretendía dejar de lado (aunque fuera por unos meses) su condición de actor serio y arriesgarse con una comedia, que también dirigiría.
El resultado fue una calamidad, delante y detrás de las cámaras: El príncipe y la corista es una obra inclasificable, protagonizada por dos ególatras (Monroe y Olivier) que carecían por completo de la tan mentada química de pareja como de un mínimo de respeto profesional por el otro.
Según la película (y buena parte de crónicas de la época y algunos libros), la filmación fue un caos: la impuntualidad de Marilyn, sus abusos con las drogas y sus escapadas amorosas, por un lado; los delirios megalómanos de Olivier, su carácter inflexible y la irritabilidad que le producía su coprotagonista, por el otro. Un cóctel atronador que la película dirigida por Simon Curtis despliega sólo con buen ritmo, en parte gracias al preciso (aunque superficial) guión de Adrian Hodges y en parte –fundamentalísimamente- por la extraordinaria interpretación de Michelle Williams como Marilyn.
La esposa cuyo matrimonio se desmorona en Blue Valentine despliega un histrionismo contagioso, capaz de alternar dulzura, humor y angustia en un atrapante círculo de emociones que sólo una gran actriz puede poner en escena de esta manera.
La (desagradable) sorpresa es Kenneth Brannagh como Lawrence Olivier. Ver a semejante actor en una interpretación tan amanerada, superflua y vacua es, sin duda, achacable a uno de esos malos pasos que un intérprete da en su carrera en contadas oportunidades. No me arriesgaría a cargar las culpas al guionista o al director, porque actores como Brannagh se imponen a ambos.
Mi semana con Marilyn es un agradable pasatiempo que, de no haber contado con Michelle Williams en el protagónico, probablemente habría repetido en parte la catástrofe de la película cuya filmación refiere.