En las antípodas de buena parte
de cronistas cinematográficos, periodistas y escritores, Marilyn Monroe nunca
me pareció un objeto de deseo (sex symbol es más cool), más allá que como
actriz siempre fue muy limitada, como comediante carecía de gracia y como
cantante apenas afinaba correctamente.
Lógicamente, no soy el indicado
para presidir el Fans Club de Marilyn Monroe.
Reconozco, no obstante, que la
leyenda en torno de Marilyn es poderosa, atractiva, ineludiblemente
cinematográfica. Y que la áspera relación entre la rubia y el circunspecto Sir
Lawrence Olivier durante la filmación de El príncipe y la corista constituía
un tema seductor para abordar en una película.
El punto de vista de Mi semana
con Marilyn lo da Colin Clark, quien en base a su tenacidad logró
convertirse en uno de los asistentes de Olivier. Además de tenaz fue
enamoradizo (tuvo un affaire con Marilyn) y previsor: lo contó en un libro que
escribió con posterioridad y en el que basa este film.
En el verano de 1956 Marilyn
Monroe quería demostrar y demostrarse a sí misma que podía ser una actriz con
todas las letras. En una sintonía parecida, Lawrence Olivier pretendía dejar de
lado (aunque fuera por unos meses) su condición de actor serio y arriesgarse
con una comedia, que también dirigiría.
El resultado fue una calamidad, delante y detrás de las cámaras: El príncipe y la corista es una obra
inclasificable, protagonizada por dos ególatras (Monroe y Olivier) que carecían
por completo de la tan mentada química
de pareja como de un mínimo de respeto profesional por el otro.
Según la película (y buena parte
de crónicas de la época y algunos libros), la filmación fue un caos: la
impuntualidad de Marilyn, sus abusos con las drogas y sus escapadas amorosas,
por un lado; los delirios megalómanos de Olivier, su carácter inflexible y la
irritabilidad que le producía su coprotagonista, por el otro. Un cóctel atronador
que la película dirigida por Simon Curtis despliega sólo con buen ritmo, en
parte gracias al preciso (aunque superficial) guión de Adrian Hodges y en parte
–fundamentalísimamente- por la extraordinaria interpretación de Michelle
Williams como Marilyn.
La esposa cuyo matrimonio se
desmorona en Blue Valentine despliega un histrionismo contagioso, capaz de
alternar dulzura, humor y angustia en un atrapante círculo de emociones que
sólo una gran actriz puede poner en escena de esta manera.
La (desagradable) sorpresa es Kenneth
Brannagh como Lawrence Olivier. Ver a semejante actor en una interpretación tan
amanerada, superflua y vacua es, sin duda, achacable a uno de esos malos pasos
que un intérprete da en su carrera en contadas oportunidades. No me arriesgaría
a cargar las culpas al guionista o al director, porque actores como Brannagh se
imponen a ambos.
Mi semana con Marilyn es
un agradable pasatiempo que, de no haber contado con Michelle Williams en el
protagónico, probablemente habría repetido en parte la catástrofe de la
película cuya filmación refiere.