lunes, 25 de mayo de 2009

TÁCTICA Y ESTRATEGIA


A comienzos de los ’90 trabajaba en el matutino El Cronista, como editor de la sección Arte y Espectáculos. Era habitual que me llamaran de distintas producciones para pautar notas o confirmar entrevistas.
Lo inhabitual sucedió el día que recibí un llamado para invitarme, al día siguiente, a la jornada final del rodaje nada común de una película argentina. A medida que la asistente del director me pasaba los datos, mi mundo comenzó a dar vueltas. Recuerdo que la cita fue a las once, en el viejo cabaret “El dragón rojo”, en San José casi llegando a Avenida de Mayo, que por ese entonces sólo habitaban sus propios fantasmas.
Con el fotógrafo llegamos puntuales. Bajamos las legendarias escaleras hacia el bullicio que llegaba desde el set que, por unas inolvidables horas, reanimaría el espíritu del legendario lugar, haciendo brotar la sonrisa de los fantasmas.
Él estaba acodado en la barra, con un traje azul de marinero, copa en mano, recitando poemas en alemán a una de las chicas del lugar. Observé en silencio los ensayos y las tomas sin dejar de conmoverme por ese hombre bajito y simpático que, con mansedumbre, acataba las respetuosas directivas de Eliseo Subiela, que estaba poniéndole el moño a una de sus mejores películas: “El lado oscuro del corazón”.
Hubo aplausos y euforia de todo el equipo cuando finalizó la escena, la última del rodaje. Él compartía la alegría y estoy seguro que captaba la devoción que su figura despertaba entre nosotros.
Cuando estuve sentado frente a él, grabador de por medio, vino a mi mente mi propia película: los poemas aprendidos para intercalar alguna frase en medio del amor, o a la salida de la escuela, cuando alguna estrofa garabateada en un papel acompañaba rosas robada en casas que, por ese entonces, no tenían rejas.
Nunca fue plagio ni impostura, maestro. Siempre aclaré que esos versos eran suyos.
¡Cuánta vida le había dado este hombre a mi adolescencia y a mi juventud! Después, cuando la adultez trajo tormentas existenciales, naufragios personales y desolaciones amorosas, me refugié en sus versos para renacer fortalecido. Mi preferido era éste:

Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.

Tenía razón, maestro, ésta es la única “Táctica y estrategia” que vale el esfuerzo planificar.
Pero no se lo iba a decir ahí, en una charla en la que debíamos hablar de la película. Aunque, claro, fiel a salirme siempre del libreto y argentino al fin, la noche anterior había manoteado de la biblioteca a las apuradas uno de sus libros y una vez apagado el grabador se lo extendí para que lo firmara.
Mi respiración se entrecortó cuando percibí el enrojecimiento de su rostro, la cólera apenas disimulada en sus ojos bondadosos y en la voz ligeramente más alta que lo habitual.
-¡Pero este libro es una edición pirata hecha en México!
¡Linda la había hecho! Encima, tomé el libro que era de mi mujer. Me gusta hacer macanas a lo grande.
-Igual, te lo voy a firmar…
Respiré, mientras él, repuesto del incidente, volvió a sonreír. Compartí un café a las apuradas junto al centro de todas las miradas, Subiela y el equipo. Lamenté tanto tener que salir a las apuradas para la redacción. Tenía que escribir lo que al día siguiente sería la tapa del Suplemento, ilustrada por la foto del poeta marinero. Agradecí la invitación al almuerzo-festejo en el que tanto me hubiera gustado estar.
No importa.
Me quedó este recuerdo. Y el trato que hice con mi esposa: el libro seguirá siendo suyo de por vida y la primera página autografiada, mía. También de por vida.
Ella fue franca y yo también. No nos vendimos simulacros y nos gusta que no haya telones ni abismos entre nosotros.
A veces, maestro, creo que ella por fin me necesita.