Ideológicamente perversa, cinematográficamente
excedida en metraje y moralmente repudiable.
Estas son algunas de las tantas definiciones,
amables por cierto, que pueden escribirse sobre La noche
más oscura, la película de Kathryn Bigelow que cuenta con varias
nominaciones para los próximos premios Oscar y la posibilidad concreta de
alzarse con varios de ellos, probabilidad nada preocupante, ya que es sabido el
criterio político que impera en cada voto de los miembros de la Academia de Artes
y Ciencias Cinematográficas de Hollywood.
Lo que merece un serio estudio sociológico
es que esta impresentable justificación fílmica de la cacería y muerte de Osama
Bin Laden, esta burda apología de la violencia, sea una de las películas más
vistas en este momento en los Estados Unidos. Que es el mismo país en el cual,
cada dos o tres semanas promedio, algún desequilibrado,
pistola o rifle en mano, ejecuta un buen número de inocentes ciudadanos, en un cine, entrando a
una escuela o disparando desde un edificio.
¿Es posible que una sociedad que,
con películas como La noche más oscura,
alienta la masacre del enemigo se muestre sorprendida por los estallidos
de violencia generados en su propio cuerpo social? Quienes al finalizar la
película de Bigelow aplauden emocionados el supuesto triunfo del bien sobre el
mal, aunque sea (en este caso, innecesariamente) a sangre y fuego, ¿tienen
margen de sorpresa o de indignación cuando la espiral de violencia los azota en
carne propia?
Desde ya que la responsabilidad del
cine en este asunto es acotada, pero no se debe permanecer indiferente al
nefasto mensaje que emana de esta película injustificadamente extensa (157
minutos), filmada con un cuantioso presupuesto y una cínica pretensión cuestionadora
(que nunca es tal), fundamentalmente porque el guionista (Mark Boal, también productor) y la directora tienen menos
sutileza que un Tiranosaurio Rex desfilando por la alfombra roja.
Los primeros sesenta minutos
de La noche más oscura están
compuestos por tres secuencias en las que exponen igual cantidad de sesiones de
tortura (¿no bastaba con una?, en todo caso), con un criterio casi documental,
en un fallido intento de tomar distancia del hecho.
Lo muestro tal cual es, pero no lo comparto, imagino que habrá
pensado torpemente Bigelow, mientras rodaba este desfile de atrocidades inaceptable
en una sociedad cada día más azotada por la violencia de todo género. ¿Supondrá
esta mujer que su enrevesado y falaz metamensaje
resultaría de fácil acceso para un público como el norteamericano, más preocupado
por el tamaño del balde de pochoclos que por la lectura moral de una historia
fílmica? De paso, ¿subestima la capacidad intelectual y de comprensión del
resto de los habitantes del planeta?
Cualquier espera de atisbo de
denuncia se apaga rápidamente: ni mención siquiera de la posibilidad de un
autoatentado, ni la complicidad de la CIA en el 11S (ambas cuestiones mencionadas,
en su momento, por distintos medios de prensa). Todo es muy torpe y salvaje en
esta película: directo y sin elaboración. No importa el costo del exterminio
del enemigo. Daños colaterales es el
eufemismo que enmascara los crímenes de hombres, mujeres y niños inocentes.
Si quien me lee percibe una
volcánica indignación en mi prosa, está en lo cierto. A esta altura de la
historia de la humanidad siendo –como soy- un tipo declaradamente
antibelicista, enemigo de la lucha armada y de las dictaduras de cualquier signo,
me asquea la impunidad con la que uno de los países con mayor participación en
los peores crímenes de la humanidad, lejos de intentar una autocrítica y
arrimar agua al incendio, le arroja combustible con total impunidad, contando
con la complicidad de espectadores idiotizados por la hamburguerización cultural, y critiquejos
cortesanos, que lo más osado que llegan a escribir o a decir es que estamos en
presencia de una película polémica. Hay que cuidar la quintita: los estudios recortan los comentarios, escuchan radio y ven
tevé. No sea cosa de perder un posible viaje
a Hollywood, veladamente prometido y cíclicamente postergado. ¿Recuerdan la
fábula del burro y la zanahoria?
El final de la película, con la
ejecución y masacre de Bin Laden y su familia, está filmado con nervio, ritmo
sostenido y ese regusto por la violencia que Bigelow demostró en Vivir al límite, otra apología de la
violencia (premiada con varios Oscar), que tanto le gusta a esta mujer a la que
cuesta imaginar cenando a la luz de las velas, o recibiendo un ramo de rosas.
Una secuencia bastante similar a
la de la magna Apocalypse Now, donde Francis Ford Coppola dejó muy en claro su
pensamiento sobre la intervención norteamericana en Vietnam. Que, obviamente,
no coincide con Bigelow por razones sencillas de explicar: Coppola es un
artista; Bigelow, una cineasta mercenaria y obsecuente con la política exterior
de su país, a la que en teoría dice
criticar.
Mientras tanto, el mundo sigue
esperando el cierre de Guantánamo, promesa redoblada y olvidada por el actual
presidente de los Estados Unidos, de quien se puede pensar que es olvidadizo o,
lisa y llanamente, un mentiroso.
Desde hace varios años, lo mejor,
más auténtico y cuestionador del cine norteamericano hay que buscarlo en
películas independientes, a las que
Hollywood les otorga cierto impulso, no por convicción sino para evitar el
ridículo de apostar solamente a historias maniqueas y filosóficamente
reaccionarias como ésta, aunque lleguen
con un pretendido barniz demócrata.
En el plano actoral, el elenco muestra
todos los tics esperables en semejante contexto, pero lo más gracioso –digno de
una película de los hermanos Coen- es que la hierática protagonista, Jessica Chastain
(tan expresiva como un potus) está nominada como Mejor Actriz Protagónica por
la Academia. Me gustaría hablar con ella para formularle una única pregunta:
¿el llanto del final es producto de un acto de autoindulgencia, o de una
repentina –y ya tardía- toma de conciencia sobre el paso dado?
Como antídoto a este producto
repudiable, recomiendo la visión de la ya apuntada Apocalypse Now, y de un puñado de obras maestras de Constantin Costa-Gavras,
el cineasta con mayor capacidad para otorgarle dimensión dramática a un hecho
político, sin dejar de hurgar en lo profundo de los conflictos humanos. Allí
están Z, La confesión, Estado de sitio,
Missing (Desaparecido) o Music box (Mucho más que un crimen),
para demostrar que mis aseveraciones no son producto de una piantadura, sino de la razón y de la
emoción que provoca el cine cuando alcanza la dimensión de una obra de arte.
Respecto de La noche más oscura, me importa un rábano su performance comercial
en la Argentina. Los comentarios de los critiquejos fueron fieles a su estirpe. Cobardes, como siempre.
Ahora, si a pesar de todo, usted
insiste, la ve, y queda persuadido por lo que vio, no lo dude ni un segundo:
tome su teléfono celular a las puertas del cine, llame al mejor psiquiatra que
conozca y solicite un turno urgente.