En un mundo mediocre, las mayores posibilidades son para los que transitan por ese territorio.
Sucede en el arte, en la política y –por supuesto- en el fútbol.
La eliminación de la Copa América de cuatro selecciones que proponían un juego más arriesgado, más vistoso, más ligado con la esencia de este hermoso deporte, resucitó a los resultadistas de este continente, que estaban exiliados en las entrañas de la tierra cuando el Barcelona hizo trizas su prédica sofista.
Por encima de sus defectos o aristas criticables, Brasil, Argentina, Chile y Colombia profesan un respeto por el destino del balón que emparenta al deporte más popular con el arte y no con la estadística.
La avidez consumista produjo una de las frases más nefastas de las que tengo memoria: “Si no ganas, no existís”.
Un fariseísmo que no soporta el menor análisis: nada tiene que ver el conseguir con el ser.
Sin embargo, los mediocres necesitan razonar desde el conseguir (donde las cosas se compran o se obtienen especulando) y no desde el ser (más ligado con la creatividad, con la existencia, con valores morales).
Estos mercaderes de la mediocridad y el panquequismo (Fernandito, El Locutor Oficial, quien, aunque dedicado profusamente al felpudismo K, no olvida el balompié) hacen su negocio comercial lejos de la pasión del hincha que dicen defender.
El periodismo deportivo argentino acompaña esta oleada de mediocridad desde hace décadas. Es uno de los más pobres del mundo, salvo las excepciones de rigor. Resulta titánica la tarea de hallar en gráfica, radio o televisión exponentes con buena escritura, rica verba y –ya poniéndonos demasiado exigentes- reflexiones sesudas y atractivas.
Hoy basta contar cuántos “jugadores hay en cancha” o repetir “números telefónicos” (4-3-1-2; 4-4-2) que, supuestamente, explican la “estrategia” o la “táctica” de equipos amarretes, despiadados en la destrucción del rival y sin otro objetivo más altruista que evitar que les hagan un gol y luego “ver qué pasa”.
Si para tan mediocre objetivo los diez jugadores deben colgarse del travesaño junto a su arquero, eso será un triunfo de la “táctica”. Si lo disimulan un poco y juegan algo más adelante del travesaño, estos falsarios de la palabra y de la moral futbolera hablarán de “un equipo ordenado”.
Veo mucho fútbol y, además -y es aquí donde le saco kilómetros de ventaja a muchos periodistas, opinadores o locutores- lo jugué con intensidad durante muchos años.
La mayoría de los que no entienden “cómo Tévez pudo errar ese gol”, la única que vez que se pusieron pantalones cortos fue para ir a la playa. No tienen idea de cómo es un vestuario de fútbol, ni se bancaron puteadas a veinte centímetros del alambre, y desconocen las “bondades” de un baño de gargajos, por ejemplo.
Parece una chicana, pero no lo es. Define. Para el análisis, lleva ventaja el que conoce el terreno.
Hablar de Uruguay como un gran equipo es, ante todo, un signo de haber visto poco fútbol y, después, una muestra de un paladar repugnante.
Equipo espantoso, con marcadores centrales duros como estatuas, mediocampistas con físico y actitudes de rugbiers, y delanteros que lo único que pueden hacer es aguantar la pelota, porque se le tiran con forma de ladrillazo desde atrás, es una selección que provoca dolor de ojos y –desde ya- de tibias, tobillos y peronés rivales. Es un “equipo que sabe a qué juega”, según los vendedores de resultadismo.
Juega a no dejar jugar, que es lo más detestable que un amante de este deporte puede encontrar en una cancha. Resalto lo de “amante de este deporte”, pues los que festejan a este Uruguay no son amantes de nada. Se acomodan cuándo y dónde les conviene, y en los momentos en los que su prédica falaz no germina, se esconden bajo la tierra, como dije.
Brasil lo tuvo 120 minutos contra las cuerdas a Paraguay. Inexplicablemente, cuando fueron a los penales, tres brasileños erraron y un cuarto fue atajado por el arquero Justo Villar. Lo diarios brasileños destacaron que fue el mejor partido que jugó su seleccionado, incluyendo los de Eliminatorias para Sudáfrica 2010 y hasta los del mismo Campeonato Mundial de ese año.
En la Argentina, la discusión pasa por saber por qué Messi (que jugó una Copa América fabulosa) no canta el himno, o en desesperarse para pedir la cabeza del entrenador Sergio Batista. Tenemos una insustancialidad para el análisis profundo que resulta alarmante.
Nos perdemos en los detalles anecdóticos o directamente abominables. Burdisso, uno de los peores zagueros centrales que me ha tocado ver en mi vida (no sabe anticipar, no cabecea, no cruza con exactitud) sabe que en nuestro país el tribuneo funciona. De allí que increpara a Messi en el vestuario, sabiendo que la prensa deportiva carroñera iba a reproducir su exigencia de “poner más”.
Lionel Messi, que es un pibe ejemplar en todo sentido, seguramente la dejó pasar y, a su turno, hizo su trabajo como él sabe hacerlo: magistralmente. Burdisso, llamado a actuar, hizo su parte acorde con su falta de jerarquía: sus actuaciones fueron deplorables, a un paso del ridículo, coronadas por un penal pateado con las pantuflas puestas.
Hace muchos años, el hoy director técnico Mario Finarolli (quien jugó entre muchos otros equipos en mi querido Temperley), me dio una definición magistral de la cuestión: “Se juega al fútbol como se vive”.
Miremos a nuestro alrededor en todos los ámbitos y comprobaremos que los mediocres no se resignan a tratar de imponer su prédica purulenta, viscosa, repugnante.
Desde 1973, con el memorable Huracán de César Luis Menotti, hasta la fecha, les vengo dando batalla y ni se me ocurre capitular.
Por lo que me dijo Finarolli aquélla vez.
Lo que está en juego es mucho más que un partido.
Es una idea, una ética, una forma de vida.