viernes, 3 de julio de 2009
SI USTED ME PERMITE, SEÑORA PRESIDENTA, TENGO ALGUNAS COSAS PARA DECIRLE
Señora Presidenta, no necesito aclarar que le escribo con respeto, porque el respeto hacia los demás forma parte de mi personalidad.
Sí escribiré despojado del temor, las dudas o la insustancialidad que algunos de mis colegas exhibieron en sus preguntas en la bochornosa “conferencia de prensa”, que usted brindó el pasado lunes 29 de junio, luego que siete de cada diez argentinos le expresaron claramente en las urnas que no comparten sus políticas de gobierno.
No es mi deseo aguarle la fiesta por su triunfo “con el sesenta por ciento” en El Calafate (“Mi lugar en el mundo”, según su propia confesión), pero sucede, Señora Presidenta, que la Argentina tiene límites más amplios que su reducto patagónico preferido.
Y en esta Argentina que primero la votó y ahora le acaba de propinar un tremendo llamado de atención, suceden cosas muy graves.
Una pandemia se está llevando vidas argentinas, mientras desde el gobierno que usted encabeza, lo único que se exhibe es improvisación e ineficiencia. Y algo mucho peor: una incalificable especulación política. La ex ministra de Salud, Graciela Ocaña, renunció un día después de la paliza electoral del 28 de junio, cuando –por las razones que invocó- debió hacerlo mucho antes. Y si ella no lo hizo, usted debió haberla reemplazado. Y, por qué no, haber postergado las elecciones por el alto de riesgo de contagio que representaban.
Pero, mezquindades de la política vernácula, Señora Presidenta, en la Argentina -según parece-, un voto vale más que una vida.
Seguramente a usted no le faltan barbijos, ni alcohol en gel, ni Tamiflú.
Probablemente tampoco los necesite.
La vida es muy distinta cuando se la ve detrás de vidrios polarizados.
Por si usted no lo sabe, Señora Presidenta, millones de argentinos viajan diariamente hacinados en colectivos, subtes y trenes, en el único momento de calor que les propicia este invierno cruel, que además del cuerpo les enferma el alma, cuando la impericia se une con la insensibilidad.
Entonces, el pueblo llora.
Llora de impotencia y de bronca cuando no se lo escucha, cuando se lo toma por estúpido, cuando se ningunea su reclamo en las urnas.
Y, como escribió Raúl González Tuñón, Señora Presidenta, “cuando el pueblo llora, mejor no decir nada, porque ya está todo dicho”.
Puede que usted, inducida a la sordera por quien la indujo (y podemos sospechar que la sigue induciendo) a equivocarse, no lo haya advertido.
No hay matemáticas, como las que usted ensayó, que puedan explicar lo inexplicable: si perdió por el setenta por ciento de los votos, por favor hágase cargo de admitir la derrota, felicite a sus adversarios por el triunfo y pregúntese qué ha hecho mal, para buscar las correcciones necesarias.
Ningún buen argentino (hay millones) desearía que a su gobierno le fuese mal. Pero usted (con una ayudita de sus amigos) está haciendo todo lo posible para que eso suceda.
Con la Gripe A sembrando muerte en nuestro suelo, ¿es irreverente de mi parte pedirle que encabece personalmente la lucha en contra de la pandemia, en lugar de buscar rédito político en el plano internacional acompañando el retorno de Manuel Zelaya a Honduras? ¿A quién se le ocurriría pensar en la terraza del vecino cuando en el techo propio hay filtraciones que amenazan su estructura?
No quisiera olvidarme de los aumentos de precios, Señora Presidenta. Alimentos, combustibles, seguros de todo tipo, empresas de medicina prepaga (que incrementan cuotas pero tienen demoras de entre 24 y 48 horas para enviar un médico a domicilio), y siguen las firmas.
“Casualmente”, después de las elecciones; cuando, desde hace meses, muchos sabían que esto ocurriría cuando ocurrió. Claro que, seguramente, de no estar el Secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, defendiendo nuestros intereses, estos incrementos habrían sido monumentales.
Usted pensará que no la voté. Piensa bien. También pensará que no voté a su esposo en las anteriores elecciones. Sigue pensando bien. Aunque en democracia, no necesito recordárselo yo, usted gobierna para todos. Hoy, muchas de las personas para las que usted gobierna, pensamos que nos está tomando el pelo.
¿Sus dichos en ese simulacro de conferencia de prensa del 29 de junio es todo lo que está dispuesta a decir y a hacer después de nuestro reclamo en las urnas?
Es muy poco para tanto.
Su propio esposo fue quien convirtió estas elecciones legislativas en un plebiscito. Ya conoce el resultado. En democracia, se gana y se pierde. Le tocó perder. Pero es sólo una batalla. Si usted tiene voluntad de cambio y piensa realmente en el bien de la Nación, en la salud de la República, no dudará un instante en hacer lo que deba hacer para enderezar el rumbo.
No tema. Muchos, más de los que usted imagina, vamos a ayudarla si decide jugársela por el bien de la patria, deshaciéndose de tanta cizaña que la merodea, escuchando a quienes debe y expulsando a quienes se lo merecen.
No hay ninguna conspiración destituyente ni delante ni detrás de estas palabras. Esa idea fermenta sólo en algunas mentes envenenadas por el odio. No es mi caso.
Tan apegada a las ideologías como es, le aclaro que no soy “de derecha”, aunque creo que no hay por qué demonizar a esa corriente, siempre que se exprese democráticamente. En Europa pueden dar fe de esto. Cada tanto, la derecha alterna el gobierno con otras corrientes ideológicas.
Ignoro si por aquellas tierras consideran “destituyente” a la derecha. Sospecho que no, que el adjetivo es tan vernáculo como la sensación térmica.
No me preocupan la derecha, ni la izquierda, ni los disensos. Me rebelo, sí, contra la intolerancia, la soberbia, el autoritarismo.
Intuyo que no soy el único.
Usted, Señora Presidenta, gobierna para peronistas, radicales, socialistas, izquierdistas, derechistas, independientes y escépticos. De cada uno de estos sectores (y muchos otros seguramente) le han reclamado a gritos, figurativamente hablando, un cambio.
De usted depende que de la figuración no se pase a la literalidad.
No hay cacerolas de distinto rango, de acuerdo con el material de fabricación. Las protestas no son menos protestas según los barrios de donde provienen. Todas son protestas. Todas tienen idéntica legitimidad.
Un buen estadista es el que se libera de prejuicios y pone sus oídos al servicio del clamor popular, se produzca en Temperley, en La Quiaca o en Recoleta.
Un buen estadista es aquél que reconoce sus errores y está dispuesto a enmendarlos, respetando la voluntad popular.
Un buen estadista, tal vez, se preguntaría por qué una buena parte de los vecinos de “su lugar en el mundo” le negó el voto.