Hay un puñado de películas elegidas a las que reservo un privilegio inhabitual en mí: verlas dos o más veces.
Una de ellas es “El gran pez”, el encantador, sensible y fellinianio cuento de hadas de Tim Burton.
El film habla de uno de los temas más trillados pero, a la vez, más difíciles de abordar por el arte: la relación padre-hijo.
Edward Bloom (un gigantesco Albert Finney) gusta decorar los hechos de su vida con una dosis de imaginación y fantasía que excede la tolerancia y la capacidad de asombro de su hijo Will (Ewan McGregor).
El padre era viajante de comercio. El hijo, periodista. Contrariamente a lo que “correspondería”, el padre “vuela” más que el hijo, quien en su deseo de un padre más terrenal se pierde la oportunidad de convertirse en su compañero de ruta.
Algunas de estas cosas comenzará a comprender Will cuando interrumpa sus tres años de silencio de hijo, para acudir junto al lecho de enfermo de quien pobló su infancia y su adolescencia de fantásticas e incomprobables aventuras.
Hace unas semanas, en ocasión del estreno de su nueva (y muy interesante) película, “El resultado del amor”, Eliseo Subiela me confesaba: “Desde los 17 años, hago cine para escaparme de la realidad”.
Curiosamente, si hay un cine personal y comprometido en la Argentina es el del autor de “El lado oscuro del corazón” y “Hombre mirando al sudeste”.
Hay un punto en que tipos como Edward Bloom y Subiela se cruzan en el camino.
Es una cuestión de elección. Se puede pasar, soportar, la vida. O se la puede embellecer, ponerle entusiasmo, darle el marco de la historia que en realidad es.
Nadie nos obliga a ser devotos de la precisión del dato como Will. O rendirle honores al traje, la corbata y la chapa en la puerta del estudio, como Martín (Guillermo Pfening), el joven abogado de la película de Subiela, que opta por disfrazarse de pájaro en un lavadero para autos y leer a Ramón Gómez de la Serna, en lugar de recitar incisos de memoria.
En “El gran pez” es el padre el que subvierte el mandato social de la sensatez. En “El resultado del amor” la cuestión es más común: Martín compra una casa rodante y decide vivir en ella. Lo que corresponde, lo que debe ser, ya lo cumplió su padre (Jorge D’Elía).
Edward Bloom y Martín, seguramente sin saberlo, cumplen con el recomendación enunciada hace décadas por el cineasta mexicano Juan López-Moctezuma: “Hay que inocularse de fantasía para no enfermarse de realidad”.
No es la primera vez que me ocurre que, luego de ver una película, quedo suspendido en ese mundo. Suelen ser los mejores minutos de mi vida. Todo ocurre a mi alrededor a partir de bellos encuadres, diálogos precisos y climas de ensueño, a partir de ese material que llaman realidad.
Es cuando estoy más cerca de convertirme en Edward Bloom. Lo voy a continuar intentando.
“El gran pez” se inspira en una novela, y no me extrañaría -aunque lo ignoro- que el personaje de Albert Finney sea una suerte de alter ego del autor. Además de ciertos rasgos de una mejor o peor disimulada locura, los que intentamos contar historias tenemos un desprecio virulento por la realidad tal como nos la imponen.
El gran desafío es, como en la película de Tim Burton, transformarla en un pueblo en el que se pueda caminar descalzo, domesticar al gigante o conquistar a la bella de turno; que es de otro, por supuesto.
Contra la creencia popular, desde hace un tiempo sospecho que la vida imita al cine. “Cuando dí mi primer beso a una chica, esperé que sonara la música de fondo”, confesó hace años José Luis Garci, un enfermo de cine que modificó mi vida (y la de muchos más) con tres historias emocionantes: “Asignatura pendiente”, “Solos en la madrugada” y “Volver a empezar”, probablemente la película que más me ha hecho llorar como espectador.
Para salvar la falencia de Garci, hace años que en momentos cruciales (cuando escribo, por ejemplo) pongo música de fondo. Para que la película esté completa. Aunque intento vivir sin atarme demasiado a un guión. Unas líneas argumentales y, después, adrenalina pura. Como en “Sin aliento”, de Jean-Luc Goddard.
Lagrimeo cada vez que Totó maduro observa el montaje de los besos censurados en “Cinema Paradiso”. Pego un alarido triunfalista en el final de “Mediterráneo”, de Gabriele Salvatores, cuando el Teniente LoRusso (Diego Abattantuno), de regreso en la isla de la que no debió partir, refrenda su compromiso de rebeldía ante la realidad: “Ellos habrán ganado, pero no voy a ser cómplice”.
Una vez le pregunté a Federico Luppi si, ante una situación similar a la de su personaje en “Un lugar en el mundo”, él quemaría la lana de la cooperativa, antes que venderla a un precio oprobioso al terrateniente que compone Rodolfo Ranni.
“Sí”, me contestó Luppi, rotundo y sin pensarlo demasiado.
Me complació. Yo hubiese hecho lo mismo.
Adolfo Bioy Casares decía: “Quiero creer que el peor de la pecados sigue siendo la traición”.
Yo también.
Por eso quemaría la lana.
De allí que insisto en correr detrás de las historias. O dejo que ellas me alcancen. Más tarde o más temprano, algunas terminan publicándose o convirtiéndose en películas. Es cierto que con menos asiduidad que la que quisiera. Sin embargo, llegan.
Entonces, como Edward Bloom, presiento que le gano otra batalla a la realidad. Aunque tenga los pies lastimados después de cruzar el bosque descalzo y esté cansado de trabajar sin resuello (ni sueldo) para que el dueño del circo me aporte datos que me acerquen a mi amada.
No conozco cobardía más grande que la de prohibirse soñar.
En el final de “El gran pez”, Edward y Will, el padre y el hijo, cierran una de las más bellas historias que recuerde. En su agonía, el supuesto fabulador escucha como el vástago escéptico, con notable claridad y precisón, relata el desenlace que desconocía. O que no quería contar.
Acaso por eso, Will no se sorprende cuando, en tránsito funerario hacia el agua, descubre en el cortejo todas aquellas criaturas de las que le hablaba su padre y él creía imaginarias.
El Gran Pez vuelve a su hábitat y, tras los títulos, nosotros regresamos a la realidad. Pero, como Will, ya no somos los mismos.
Hemos ganado otra batalla.
Carlos Algeri
Una de ellas es “El gran pez”, el encantador, sensible y fellinianio cuento de hadas de Tim Burton.
El film habla de uno de los temas más trillados pero, a la vez, más difíciles de abordar por el arte: la relación padre-hijo.
Edward Bloom (un gigantesco Albert Finney) gusta decorar los hechos de su vida con una dosis de imaginación y fantasía que excede la tolerancia y la capacidad de asombro de su hijo Will (Ewan McGregor).
El padre era viajante de comercio. El hijo, periodista. Contrariamente a lo que “correspondería”, el padre “vuela” más que el hijo, quien en su deseo de un padre más terrenal se pierde la oportunidad de convertirse en su compañero de ruta.
Algunas de estas cosas comenzará a comprender Will cuando interrumpa sus tres años de silencio de hijo, para acudir junto al lecho de enfermo de quien pobló su infancia y su adolescencia de fantásticas e incomprobables aventuras.
Hace unas semanas, en ocasión del estreno de su nueva (y muy interesante) película, “El resultado del amor”, Eliseo Subiela me confesaba: “Desde los 17 años, hago cine para escaparme de la realidad”.
Curiosamente, si hay un cine personal y comprometido en la Argentina es el del autor de “El lado oscuro del corazón” y “Hombre mirando al sudeste”.
Hay un punto en que tipos como Edward Bloom y Subiela se cruzan en el camino.
Es una cuestión de elección. Se puede pasar, soportar, la vida. O se la puede embellecer, ponerle entusiasmo, darle el marco de la historia que en realidad es.
Nadie nos obliga a ser devotos de la precisión del dato como Will. O rendirle honores al traje, la corbata y la chapa en la puerta del estudio, como Martín (Guillermo Pfening), el joven abogado de la película de Subiela, que opta por disfrazarse de pájaro en un lavadero para autos y leer a Ramón Gómez de la Serna, en lugar de recitar incisos de memoria.
En “El gran pez” es el padre el que subvierte el mandato social de la sensatez. En “El resultado del amor” la cuestión es más común: Martín compra una casa rodante y decide vivir en ella. Lo que corresponde, lo que debe ser, ya lo cumplió su padre (Jorge D’Elía).
Edward Bloom y Martín, seguramente sin saberlo, cumplen con el recomendación enunciada hace décadas por el cineasta mexicano Juan López-Moctezuma: “Hay que inocularse de fantasía para no enfermarse de realidad”.
No es la primera vez que me ocurre que, luego de ver una película, quedo suspendido en ese mundo. Suelen ser los mejores minutos de mi vida. Todo ocurre a mi alrededor a partir de bellos encuadres, diálogos precisos y climas de ensueño, a partir de ese material que llaman realidad.
Es cuando estoy más cerca de convertirme en Edward Bloom. Lo voy a continuar intentando.
“El gran pez” se inspira en una novela, y no me extrañaría -aunque lo ignoro- que el personaje de Albert Finney sea una suerte de alter ego del autor. Además de ciertos rasgos de una mejor o peor disimulada locura, los que intentamos contar historias tenemos un desprecio virulento por la realidad tal como nos la imponen.
El gran desafío es, como en la película de Tim Burton, transformarla en un pueblo en el que se pueda caminar descalzo, domesticar al gigante o conquistar a la bella de turno; que es de otro, por supuesto.
Contra la creencia popular, desde hace un tiempo sospecho que la vida imita al cine. “Cuando dí mi primer beso a una chica, esperé que sonara la música de fondo”, confesó hace años José Luis Garci, un enfermo de cine que modificó mi vida (y la de muchos más) con tres historias emocionantes: “Asignatura pendiente”, “Solos en la madrugada” y “Volver a empezar”, probablemente la película que más me ha hecho llorar como espectador.
Para salvar la falencia de Garci, hace años que en momentos cruciales (cuando escribo, por ejemplo) pongo música de fondo. Para que la película esté completa. Aunque intento vivir sin atarme demasiado a un guión. Unas líneas argumentales y, después, adrenalina pura. Como en “Sin aliento”, de Jean-Luc Goddard.
Lagrimeo cada vez que Totó maduro observa el montaje de los besos censurados en “Cinema Paradiso”. Pego un alarido triunfalista en el final de “Mediterráneo”, de Gabriele Salvatores, cuando el Teniente LoRusso (Diego Abattantuno), de regreso en la isla de la que no debió partir, refrenda su compromiso de rebeldía ante la realidad: “Ellos habrán ganado, pero no voy a ser cómplice”.
Una vez le pregunté a Federico Luppi si, ante una situación similar a la de su personaje en “Un lugar en el mundo”, él quemaría la lana de la cooperativa, antes que venderla a un precio oprobioso al terrateniente que compone Rodolfo Ranni.
“Sí”, me contestó Luppi, rotundo y sin pensarlo demasiado.
Me complació. Yo hubiese hecho lo mismo.
Adolfo Bioy Casares decía: “Quiero creer que el peor de la pecados sigue siendo la traición”.
Yo también.
Por eso quemaría la lana.
De allí que insisto en correr detrás de las historias. O dejo que ellas me alcancen. Más tarde o más temprano, algunas terminan publicándose o convirtiéndose en películas. Es cierto que con menos asiduidad que la que quisiera. Sin embargo, llegan.
Entonces, como Edward Bloom, presiento que le gano otra batalla a la realidad. Aunque tenga los pies lastimados después de cruzar el bosque descalzo y esté cansado de trabajar sin resuello (ni sueldo) para que el dueño del circo me aporte datos que me acerquen a mi amada.
No conozco cobardía más grande que la de prohibirse soñar.
En el final de “El gran pez”, Edward y Will, el padre y el hijo, cierran una de las más bellas historias que recuerde. En su agonía, el supuesto fabulador escucha como el vástago escéptico, con notable claridad y precisón, relata el desenlace que desconocía. O que no quería contar.
Acaso por eso, Will no se sorprende cuando, en tránsito funerario hacia el agua, descubre en el cortejo todas aquellas criaturas de las que le hablaba su padre y él creía imaginarias.
El Gran Pez vuelve a su hábitat y, tras los títulos, nosotros regresamos a la realidad. Pero, como Will, ya no somos los mismos.
Hemos ganado otra batalla.
Carlos Algeri
1 comentario:
Hermoso!!! Me hiciste lagrimear... Como el final de El Gran Pez y las otras películas que mencionás... Gracias
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