Estaba esperando los síntomas. Habitualmente, llegan durante la semana previa.
Como siempre, aparecieron puntualmente.
Comienzan con un sueño discontinuo, habitualmente interrumpido por algún hecho traumático en la ensoñación.
Continúa con una irritabilidad cotidiana que, indefectiblemente, afectará a familiares y amigos cercanos.
En el trabajo la concentración comenzará a menguar. No hay novela que pueda leerse con placer, o película que pueda verse con interés.
La mente, como si funcionara en forma autónoma, está muy lejos de cualquiera de estas actividades. Gira en torno de un solo tema.
Difícilmente encuentre una charla interesante. Salvo, si se aborda el tema específico que genera la sintomatología.
A medida que se acerca el día, la neurosis crece proporcionalmente. La incertidumbre pasa a convertirse en una sombra que nos persigue día y noche.
Es verdad: uno ya está grande, ha vivido bastante como para otorgarle tanta importancia. Al fin y al cabo, si lo medimos con parámetros científicos o académicos, su incidencia en el desarrollo de las futuras generaciones y de la historia de la humanidad, es absolutamente intrascendente.
No justifica el insmnio cada vez más pronunciado a medida que avanza la semana, con los ojos emulando al dos de oro en las penumbras de la madrugada.
Racionalmente, nada de esto tiene sentido ni justificación.
El detalle, el único que modifica completamente el tablero sostenido por la lógica cientificista, es que se trata de un clásico.
El de toda la vida, contra el equipo que tiene su cancha a unos veinte y pico de cuadras de la nuestra, trazando una diagonal.
Encima ellos vienen agrandadísimos, volteando muñecos que es un contento.
Nosotros, fieles a esa hibridez que pasó a ser un signo distintivo en estos últimos años, somos deportivo empate contra equipos mucho menos poderosos que “ellos”.
Hay quien sostiene que un partido no salva al año.
Puede que tenga razón.
Pero si ganás “éste”, hasta 2008 el barrio es tuyo, inflás el pecho lo que resta de 2007 y –con suerte- aparecés por tu casa en la madrugada del domingo, después de haber dado cuenta de buena parte de la provisión de cerveza del buffet del club y de rifar lo poco que te queda de voz, cantando y golpeando las palmas contra las mesas, o subido a una silla revoleando la camiseta.
De allí que “éste” no sea un partido más.
Nunca lo es.
Si considerara que da lo mismo ganarlo que perderlo, mi lugar estaría en casa lijando paredes, reparando la membrana de la terraza o removiendo la tierra de las macetas ubicadas en el patio. Y no exigiendo al mango mis coronarias, pensando que en esos noventa minutos se juega el destino de la humanidad.
Como estoy más cerca de esta creencia que de las relajantes tareas domésticas, se explica que no pueda dormir bien desde hace días.
¿Línea de tres o cuatro que marquen en zona? ¿Jugaremos con enganche o con cuatro en el medio, y que se arreglen los de arriba a pelotazo puro? ¿Cómo hacer para frenar a estos condenados que, según vi por televisión, corren marcan, tocan de primera y hacen goles como el trámite más sencillo?
“Un clásico es diferente”, me recuerda un compañero y amigo del trabajo.
Es verdad, pero llevo dormidas ocho horas en dos días. No hay pastilla, psicotrópica o natural, que logre inducirme al sueño.
Comparado conmigo, el personaje de Al Pacino en “Noches blancas” es El Bello Durmiente.
La única posibilidad infalible de sueño reparador llegará en la noche del próximo sábado, si un zurdazo como el de Hure se escurre entre las manos enjabonadas del arquero, o si aquella jugada de malabarista del uruguayo Martínez Ramos (¡cuánta falta nos hace hoy un jugador con su personalidad!) termina con la pelota colgada en el ángulo, sellando inapelablemente el resultado en nuestro favor.
La usina de cábalas comenzó a funcionar a pleno. Con un grupo de amigos, nos devanamos los sesos intentando recordar nombres y personas que garanticen triunfos.
Estamos a la búsqueda de un viejo Casale, como el de “17 de diciembre de 1971”, el inolvidable cuento del Negro Fontanarrosa, aquél de la palomita de Aldo Pedro Poy contra Newells en el Monumental, que terminó con Central ganado 1 a 0 en la realidad, y con el viejo Casale mirando los rabanitos desde abajo en la ficción.
Ya empezaron a desempolvarse camisetas que se presumen invulnerables a las derrotas, gorras que acompañaron ascensos, vinchas amarillentas con pasado de vuelta olímpica, hijos, primos, nietos, que aseguran no haberlo visto perder ningún clásico.
Allí vamos, a convencerlos para que el sábado, a la hora señalada, no se les ocurra estar en otro lugar que en el Beranger. Rocío Guirao Díaz o Pablo Echarri, según el sexo, deberán esperar otro día u otra hora, en caso de una hipotética salida.
El bien común está por encima de los intereses individuales.
Será una semana de pocas palabras en casa y en el trabajo. Ni un lugar ni en el otro habrá ofensas ni molestias, porque saben del momento trascendente que se avecina.
El viernes por la noche, la camiesta celeste modelo histórico lucirá impecablemente lavada y planchada, esperando que transcurran las últimas horas de insoportable insomnio.
El sábado por la mañana, con ella sobre el cuerpo, uno comienza a sentirse mejor. Pase lo que pase, lo enfrentaremos con el traje de gala.
No hay espacio para huidas miserables. Verlo por televisión o escucharlo por radio, invocando cábalas inexistentes que, en realidad, son excusas para evitar cumplir con nuestro impostergable deber de hincha.
Poco importa si ellos vienen metiendo miedo y nosotros a los tumbos.
Se juega el clásico con nuestro rival de toda la vida.
Y es lo único que importa.
Carlos Algeri
Como siempre, aparecieron puntualmente.
Comienzan con un sueño discontinuo, habitualmente interrumpido por algún hecho traumático en la ensoñación.
Continúa con una irritabilidad cotidiana que, indefectiblemente, afectará a familiares y amigos cercanos.
En el trabajo la concentración comenzará a menguar. No hay novela que pueda leerse con placer, o película que pueda verse con interés.
La mente, como si funcionara en forma autónoma, está muy lejos de cualquiera de estas actividades. Gira en torno de un solo tema.
Difícilmente encuentre una charla interesante. Salvo, si se aborda el tema específico que genera la sintomatología.
A medida que se acerca el día, la neurosis crece proporcionalmente. La incertidumbre pasa a convertirse en una sombra que nos persigue día y noche.
Es verdad: uno ya está grande, ha vivido bastante como para otorgarle tanta importancia. Al fin y al cabo, si lo medimos con parámetros científicos o académicos, su incidencia en el desarrollo de las futuras generaciones y de la historia de la humanidad, es absolutamente intrascendente.
No justifica el insmnio cada vez más pronunciado a medida que avanza la semana, con los ojos emulando al dos de oro en las penumbras de la madrugada.
Racionalmente, nada de esto tiene sentido ni justificación.
El detalle, el único que modifica completamente el tablero sostenido por la lógica cientificista, es que se trata de un clásico.
El de toda la vida, contra el equipo que tiene su cancha a unos veinte y pico de cuadras de la nuestra, trazando una diagonal.
Encima ellos vienen agrandadísimos, volteando muñecos que es un contento.
Nosotros, fieles a esa hibridez que pasó a ser un signo distintivo en estos últimos años, somos deportivo empate contra equipos mucho menos poderosos que “ellos”.
Hay quien sostiene que un partido no salva al año.
Puede que tenga razón.
Pero si ganás “éste”, hasta 2008 el barrio es tuyo, inflás el pecho lo que resta de 2007 y –con suerte- aparecés por tu casa en la madrugada del domingo, después de haber dado cuenta de buena parte de la provisión de cerveza del buffet del club y de rifar lo poco que te queda de voz, cantando y golpeando las palmas contra las mesas, o subido a una silla revoleando la camiseta.
De allí que “éste” no sea un partido más.
Nunca lo es.
Si considerara que da lo mismo ganarlo que perderlo, mi lugar estaría en casa lijando paredes, reparando la membrana de la terraza o removiendo la tierra de las macetas ubicadas en el patio. Y no exigiendo al mango mis coronarias, pensando que en esos noventa minutos se juega el destino de la humanidad.
Como estoy más cerca de esta creencia que de las relajantes tareas domésticas, se explica que no pueda dormir bien desde hace días.
¿Línea de tres o cuatro que marquen en zona? ¿Jugaremos con enganche o con cuatro en el medio, y que se arreglen los de arriba a pelotazo puro? ¿Cómo hacer para frenar a estos condenados que, según vi por televisión, corren marcan, tocan de primera y hacen goles como el trámite más sencillo?
“Un clásico es diferente”, me recuerda un compañero y amigo del trabajo.
Es verdad, pero llevo dormidas ocho horas en dos días. No hay pastilla, psicotrópica o natural, que logre inducirme al sueño.
Comparado conmigo, el personaje de Al Pacino en “Noches blancas” es El Bello Durmiente.
La única posibilidad infalible de sueño reparador llegará en la noche del próximo sábado, si un zurdazo como el de Hure se escurre entre las manos enjabonadas del arquero, o si aquella jugada de malabarista del uruguayo Martínez Ramos (¡cuánta falta nos hace hoy un jugador con su personalidad!) termina con la pelota colgada en el ángulo, sellando inapelablemente el resultado en nuestro favor.
La usina de cábalas comenzó a funcionar a pleno. Con un grupo de amigos, nos devanamos los sesos intentando recordar nombres y personas que garanticen triunfos.
Estamos a la búsqueda de un viejo Casale, como el de “17 de diciembre de 1971”, el inolvidable cuento del Negro Fontanarrosa, aquél de la palomita de Aldo Pedro Poy contra Newells en el Monumental, que terminó con Central ganado 1 a 0 en la realidad, y con el viejo Casale mirando los rabanitos desde abajo en la ficción.
Ya empezaron a desempolvarse camisetas que se presumen invulnerables a las derrotas, gorras que acompañaron ascensos, vinchas amarillentas con pasado de vuelta olímpica, hijos, primos, nietos, que aseguran no haberlo visto perder ningún clásico.
Allí vamos, a convencerlos para que el sábado, a la hora señalada, no se les ocurra estar en otro lugar que en el Beranger. Rocío Guirao Díaz o Pablo Echarri, según el sexo, deberán esperar otro día u otra hora, en caso de una hipotética salida.
El bien común está por encima de los intereses individuales.
Será una semana de pocas palabras en casa y en el trabajo. Ni un lugar ni en el otro habrá ofensas ni molestias, porque saben del momento trascendente que se avecina.
El viernes por la noche, la camiesta celeste modelo histórico lucirá impecablemente lavada y planchada, esperando que transcurran las últimas horas de insoportable insomnio.
El sábado por la mañana, con ella sobre el cuerpo, uno comienza a sentirse mejor. Pase lo que pase, lo enfrentaremos con el traje de gala.
No hay espacio para huidas miserables. Verlo por televisión o escucharlo por radio, invocando cábalas inexistentes que, en realidad, son excusas para evitar cumplir con nuestro impostergable deber de hincha.
Poco importa si ellos vienen metiendo miedo y nosotros a los tumbos.
Se juega el clásico con nuestro rival de toda la vida.
Y es lo único que importa.
Carlos Algeri
No hay comentarios:
Publicar un comentario