Si existe un ámbito en el que la democracia debe abolirse es el seno de una familia, cuando de fútbol se trata.
Cada vez entiendo (y tolero) menos a esos padres que la juegan de superados, relatando con impostado orgullo cómo sus hijos se vanaglorian de ser de River ante ellos, que son de Boca.
Un día de estos voy a revelarles lo que se niegan a ver: sus hijos los odian. O ellos, como padres, no hicieron bien su trabajo.
Es una de las pocas disciplinas en la vida en las que aplico el verticalismo: soy hincha de Temperley porque mi padre hizo bien su trabajo. Y no paro de agradecérselo.
Él, que es de Independiente, cuando llegó a Villa Galicia y tuvo que elegir un club en el barrio lo hizo con la sabiduría que lo caracteriza: empezó a caminar derecho por Pasco hasta el 300 de la Avenida 9 de Julio.
Y como buen padre que es, no lo hizo solo. Ahí aparezco yo en la película.
Después vinieron tristezas y alegrías compartidas, corridas esquivando piedrazos, choripanes y tintos indigeribles, viajes interminables hacia canchas impresentables.
Un pedazo grande de nuestras vidas compartiendo esa maravillosa ilusión que en una hora y media se jugaba nuestra posibilidad de infierno o paraíso. Juntos. Como corresponde.
Jamás se me ocurriría pensar que mi alegría futbolística pudiera ser a expensas de la tristeza de mi padre. O viceversa.
Hace unos años, un colega que se confesaba hincha de Temperley me contaba con orgullo lo que él denominó un “acto de democracia”.
Unas cuantas décadas atrás, en ocasión de un Temperley-Los Andes (nada menos) llevó por primera vez a su hijo a la cancha y le dejó elegir el gorrito y el banderín que más le gustara.
Su hijo demostró el peor de los gustos y el padre se lo convalidó. Dos traiciones en una: la primera, al amor filial; la segunda, al criterio estético.
Una de las peores incomodidades que soporto es vivir en Lomas de Zamora. Mi lugar en el mundo es cruzando Garibaldi, donde me crié. Pero, como dice el tango, contra el destino nadie la talla. De todas formas, no pierdo las esperanzas. Sé que voy a volver.
Mientras tanto, aprendí a resistir y a hacer bien mi trabajo.
Esteban, mi hijo menor, hizo toda la escuela en un territorio propicio para fomentar traiciones futbolísticas a la historia familiar.
Sistemáticamente, en contra de todas las recomendaciones pedagógicas y psicoanalíticas, siendo él muy pequeño, comencé a augurarle los peores tormentos en caso de ceder a la tropelía traicionera.
Reconozco que me excedí.
Primero, porque subestimé su inteligencia (nunca se dejó tentar por el diablo); y segundo, porque la primera vez que lo llevé a la cancha, la descendencia de hinchas de Temperley en la familia quedó asegurada. Gritó, cantó y se emocionó como lo hace uno de los nuestros. No hay caso: la sangre tira.
Fue uno de los días más felices que recuerdo. No era para menos: otro celeste en la familia. Como con mi padre, nuestras alegrías y tristezas futboleras, a partir de ese momento, serían compartidas.
Poco propenso a exteriorizar sus emociones, recuerdo a Esteban, varios años después, gritando desaforadamente en los clásicos, o uniéndose a mí en un abrazo, festejando el gol de Hure en aquél partido bisagra contra Los Andes, en el que conjuramos la mufa.
Después, el festejo con cerveza y golpes sobre las mesas del buffet. Y el regreso entonado para seguir cantando en casa, donde nos esperaba más cerveza.
Cosas simples, nada del otro mundo.
Pero importantes.
Es probable que algún día él les relate a mis nietos que, futbolísticamente, es un buen hijo. Y que a ellos les convendría seguir el ejemplo.
Tal vez, en esa misma época, esté sentado a alguna de las mesas del buffet del club, ratificándole a mis amigos que, el único terreno en el que la democracia no tiene espacio, es el fútbol.
Carlos Algeri
Cada vez entiendo (y tolero) menos a esos padres que la juegan de superados, relatando con impostado orgullo cómo sus hijos se vanaglorian de ser de River ante ellos, que son de Boca.
Un día de estos voy a revelarles lo que se niegan a ver: sus hijos los odian. O ellos, como padres, no hicieron bien su trabajo.
Es una de las pocas disciplinas en la vida en las que aplico el verticalismo: soy hincha de Temperley porque mi padre hizo bien su trabajo. Y no paro de agradecérselo.
Él, que es de Independiente, cuando llegó a Villa Galicia y tuvo que elegir un club en el barrio lo hizo con la sabiduría que lo caracteriza: empezó a caminar derecho por Pasco hasta el 300 de la Avenida 9 de Julio.
Y como buen padre que es, no lo hizo solo. Ahí aparezco yo en la película.
Después vinieron tristezas y alegrías compartidas, corridas esquivando piedrazos, choripanes y tintos indigeribles, viajes interminables hacia canchas impresentables.
Un pedazo grande de nuestras vidas compartiendo esa maravillosa ilusión que en una hora y media se jugaba nuestra posibilidad de infierno o paraíso. Juntos. Como corresponde.
Jamás se me ocurriría pensar que mi alegría futbolística pudiera ser a expensas de la tristeza de mi padre. O viceversa.
Hace unos años, un colega que se confesaba hincha de Temperley me contaba con orgullo lo que él denominó un “acto de democracia”.
Unas cuantas décadas atrás, en ocasión de un Temperley-Los Andes (nada menos) llevó por primera vez a su hijo a la cancha y le dejó elegir el gorrito y el banderín que más le gustara.
Su hijo demostró el peor de los gustos y el padre se lo convalidó. Dos traiciones en una: la primera, al amor filial; la segunda, al criterio estético.
Una de las peores incomodidades que soporto es vivir en Lomas de Zamora. Mi lugar en el mundo es cruzando Garibaldi, donde me crié. Pero, como dice el tango, contra el destino nadie la talla. De todas formas, no pierdo las esperanzas. Sé que voy a volver.
Mientras tanto, aprendí a resistir y a hacer bien mi trabajo.
Esteban, mi hijo menor, hizo toda la escuela en un territorio propicio para fomentar traiciones futbolísticas a la historia familiar.
Sistemáticamente, en contra de todas las recomendaciones pedagógicas y psicoanalíticas, siendo él muy pequeño, comencé a augurarle los peores tormentos en caso de ceder a la tropelía traicionera.
Reconozco que me excedí.
Primero, porque subestimé su inteligencia (nunca se dejó tentar por el diablo); y segundo, porque la primera vez que lo llevé a la cancha, la descendencia de hinchas de Temperley en la familia quedó asegurada. Gritó, cantó y se emocionó como lo hace uno de los nuestros. No hay caso: la sangre tira.
Fue uno de los días más felices que recuerdo. No era para menos: otro celeste en la familia. Como con mi padre, nuestras alegrías y tristezas futboleras, a partir de ese momento, serían compartidas.
Poco propenso a exteriorizar sus emociones, recuerdo a Esteban, varios años después, gritando desaforadamente en los clásicos, o uniéndose a mí en un abrazo, festejando el gol de Hure en aquél partido bisagra contra Los Andes, en el que conjuramos la mufa.
Después, el festejo con cerveza y golpes sobre las mesas del buffet. Y el regreso entonado para seguir cantando en casa, donde nos esperaba más cerveza.
Cosas simples, nada del otro mundo.
Pero importantes.
Es probable que algún día él les relate a mis nietos que, futbolísticamente, es un buen hijo. Y que a ellos les convendría seguir el ejemplo.
Tal vez, en esa misma época, esté sentado a alguna de las mesas del buffet del club, ratificándole a mis amigos que, el único terreno en el que la democracia no tiene espacio, es el fútbol.
Carlos Algeri
3 comentarios:
estimado carlos: GENIAL,otra brillante descripciòn,otra sutil alegorìa para nuestra pasiòn; colecciono como tesoro sus escritos
un abrazo....¡gracias maestro!
Gracias a usted, Profe. ¡Què bueno es compartir la pasión con lectores con su sensibilidad!
Agradezco los elogios.
Un gran abrazo.
Carlos
Excelente posteo. Comparto 100 por ciento lo que decís, y de hecho lo puse en práctica con mi hermano menor, como lo pondré en práctica con mi primer hijo desde el mismo momento en que a fin de este año (falta poquito) lo tenga en mis brazos. Te invito a ver mi blog: estebanbekerman.blogspot.com. Y te digo que, pese a que no soy hincha de Temperley, tengo mucho material sobre tu club (fotos y datos). Si te interesa, escribíme. Un saludo cordial
Esteban
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