Desde que la candidata oficialista, Cristina Fernández de Kirchner, comenzó con sus actos de campaña, el comentario unánime de su grupo periférico de obsecuentes es la brillantez de su prosa.
Curiosa virtud para quien se enfrenta ante la posibilidad del ejercicio máximo de poder en la vida democrática. Allí donde mandan los hechos y se esfuman las palabras. O, por lo menos, donde es conveniente utilizarlas con moderación.
El gesto crispado, la voz cascada, el tono admonitorio son incuestionablemente “Kristinianos”. Y no coinciden con la idea que tenemos algunos de la moderación.
En los comienzos del siglo pasado, una oratoria política deslumbrante aseguraba un auditorio extasiado y un respeto de por vida para el expositor.
En tiempos en que la gente se aturde con i pods o celulares conectados con la NASA, se valoran más los contenidos que las formas.
Es probable que la Primera Dama tenga una verba florida.
En ese terreno, prefiero a Enrique Pinti pues, además de su formidable capacidad de observación y su brillante oratoria, me resulta divertido.
La Primera Dama no.
Si utilizarámos el parámetro de los obsecuentes kristinistas, Pinti sería Presidente de la República.
Votos no le faltarían.
Pero Pinti es un hombre sensato. Sospecho que no cambiaría el Maipo por Balcarce 50.
¿No resulta insultante para la inteligencia de millones de argentinos pensar que, porque una señora un tanto exaltada (en realidad me gustaría escribir otra cosa, pero hoy estoy moderado) maneja bien una prosa cuidadosamente estudiada, la alcanza para ser la indiscutible conductora de los próximos cuatros años de vida institucional?
Hasta el momento, no conozco una persona de mi entorno, o fuera de él, que haya manifestado su intención de voto por la actual senadora.
Aunque, como consigné en otro texto, sólo dos personas, hasta hoy, se hicieron cargo de su voto por un presidente que, en el pasado, ganó tres elecciones.
Una de las mayores miserias argentinas es la cobardía.
“Yo no sabía”. “Algo habrán hecho”. “Él se lo buscó”. “Mirá, yo no sé de qué se quejan; a mí me va bien”.
Si en nuestro ombligo no se producen turbulencias, la Argentina es un vergel.
No miramos hacia los costados ni en las bocacalles.
Así nos va.
Desviamos raudamente la vista en las estaciones de tren, subte o en las calles. Los que duermen sobre cartones, cobijados por frazadas mugrientas son los “excluidos del sistema”. Una definición economicista que obra como anestésico espiritual.
Y la vida sigue.
Chaco o Misiones están a demasiados kilómetros del Obelisco. Mientras en ésas, y en muchas otras provincias, hay gente muriendo por desnutrición, el oficialismo celebra el boom turístico que asuela Capital Federal y engrosa el Tesoro Nacional.
Contra sejemante asquerosidad, no existe oratoria posible.
En mi barrio natal, Villa Galicia (Temperley), se me ocurre que a mucha de la buena gente que la puebla, seguramente se le ocurrió que cualquiera de esas provincias conformarían un destino digno para el indigno contenido de la valija voladora.
Debo admitir que algunos de mis vecinos es probable que no hayan leído a Gramsci ni interpretado a MacLuhan, como me citó –patéticamente- durante una entrevista radial un diputado oficialista, cuando hablábamos de pobreza.
Se puede hablar sobre lo que se desconoce. Pero no se debe. En esos casos, el ridículo siempre está el acecho. Y gana la partida. Los oyentes se encargaron de ratificarlo aquella vez.
De modo que si vamos a elegir candidatos por la riqueza de su prosa, me quedo, simbólicamente, con Roberto Alrt.
El que se recostaba sobre su silla con los pies sobre el escritorio y despreciaba con virulencia los obscenos perfumes de la ostentación. El que, con el eterno pucho en los labios, miraba y retrataba. El que no pactaba con el sistema. El que señalaba y maltrataba con la palabra a quienes se lo merecían.
Los mismos que lo despreciaban a él, argumentando que escribía con faltas de ortografía y errores de sintaxis una literatura popular y pueril.
Hoy, “Los siete locos”, “Los lanzallamas”, “El juguete rabioso”, “El amor brujo” y las Aguafuertes Porteñas certifican la genialidad del escritor “al que le faltaba estilo”. Y condenan la debilidad de las argumentaciones de sus detractores.
Los tiempos no han cambiado demasiado.
Aunque el bombo haya desaparecido forzadamente y se admire a Silvio Rodríguez, la demagogia político-marketinera indica que, para la campaña, son más funcionales los acordes de Néstor en Bloque.
Por eso, el lanzamiento Kapitalino se pareció más a un recital de Shirley Bassey y Tony Bennett que a un acto proselitista.
Sobró glamour, megalomanía, arrogancia.
Faltó sensibilidad, sobriedad, respeto.
Imposible esperar que el olmo dé peras.
Hay que esforzarse por entender el giro de la historia.
El cambio recién comienza.
Carlos Algeri
Curiosa virtud para quien se enfrenta ante la posibilidad del ejercicio máximo de poder en la vida democrática. Allí donde mandan los hechos y se esfuman las palabras. O, por lo menos, donde es conveniente utilizarlas con moderación.
El gesto crispado, la voz cascada, el tono admonitorio son incuestionablemente “Kristinianos”. Y no coinciden con la idea que tenemos algunos de la moderación.
En los comienzos del siglo pasado, una oratoria política deslumbrante aseguraba un auditorio extasiado y un respeto de por vida para el expositor.
En tiempos en que la gente se aturde con i pods o celulares conectados con la NASA, se valoran más los contenidos que las formas.
Es probable que la Primera Dama tenga una verba florida.
En ese terreno, prefiero a Enrique Pinti pues, además de su formidable capacidad de observación y su brillante oratoria, me resulta divertido.
La Primera Dama no.
Si utilizarámos el parámetro de los obsecuentes kristinistas, Pinti sería Presidente de la República.
Votos no le faltarían.
Pero Pinti es un hombre sensato. Sospecho que no cambiaría el Maipo por Balcarce 50.
¿No resulta insultante para la inteligencia de millones de argentinos pensar que, porque una señora un tanto exaltada (en realidad me gustaría escribir otra cosa, pero hoy estoy moderado) maneja bien una prosa cuidadosamente estudiada, la alcanza para ser la indiscutible conductora de los próximos cuatros años de vida institucional?
Hasta el momento, no conozco una persona de mi entorno, o fuera de él, que haya manifestado su intención de voto por la actual senadora.
Aunque, como consigné en otro texto, sólo dos personas, hasta hoy, se hicieron cargo de su voto por un presidente que, en el pasado, ganó tres elecciones.
Una de las mayores miserias argentinas es la cobardía.
“Yo no sabía”. “Algo habrán hecho”. “Él se lo buscó”. “Mirá, yo no sé de qué se quejan; a mí me va bien”.
Si en nuestro ombligo no se producen turbulencias, la Argentina es un vergel.
No miramos hacia los costados ni en las bocacalles.
Así nos va.
Desviamos raudamente la vista en las estaciones de tren, subte o en las calles. Los que duermen sobre cartones, cobijados por frazadas mugrientas son los “excluidos del sistema”. Una definición economicista que obra como anestésico espiritual.
Y la vida sigue.
Chaco o Misiones están a demasiados kilómetros del Obelisco. Mientras en ésas, y en muchas otras provincias, hay gente muriendo por desnutrición, el oficialismo celebra el boom turístico que asuela Capital Federal y engrosa el Tesoro Nacional.
Contra sejemante asquerosidad, no existe oratoria posible.
En mi barrio natal, Villa Galicia (Temperley), se me ocurre que a mucha de la buena gente que la puebla, seguramente se le ocurrió que cualquiera de esas provincias conformarían un destino digno para el indigno contenido de la valija voladora.
Debo admitir que algunos de mis vecinos es probable que no hayan leído a Gramsci ni interpretado a MacLuhan, como me citó –patéticamente- durante una entrevista radial un diputado oficialista, cuando hablábamos de pobreza.
Se puede hablar sobre lo que se desconoce. Pero no se debe. En esos casos, el ridículo siempre está el acecho. Y gana la partida. Los oyentes se encargaron de ratificarlo aquella vez.
De modo que si vamos a elegir candidatos por la riqueza de su prosa, me quedo, simbólicamente, con Roberto Alrt.
El que se recostaba sobre su silla con los pies sobre el escritorio y despreciaba con virulencia los obscenos perfumes de la ostentación. El que, con el eterno pucho en los labios, miraba y retrataba. El que no pactaba con el sistema. El que señalaba y maltrataba con la palabra a quienes se lo merecían.
Los mismos que lo despreciaban a él, argumentando que escribía con faltas de ortografía y errores de sintaxis una literatura popular y pueril.
Hoy, “Los siete locos”, “Los lanzallamas”, “El juguete rabioso”, “El amor brujo” y las Aguafuertes Porteñas certifican la genialidad del escritor “al que le faltaba estilo”. Y condenan la debilidad de las argumentaciones de sus detractores.
Los tiempos no han cambiado demasiado.
Aunque el bombo haya desaparecido forzadamente y se admire a Silvio Rodríguez, la demagogia político-marketinera indica que, para la campaña, son más funcionales los acordes de Néstor en Bloque.
Por eso, el lanzamiento Kapitalino se pareció más a un recital de Shirley Bassey y Tony Bennett que a un acto proselitista.
Sobró glamour, megalomanía, arrogancia.
Faltó sensibilidad, sobriedad, respeto.
Imposible esperar que el olmo dé peras.
Hay que esforzarse por entender el giro de la historia.
El cambio recién comienza.
Carlos Algeri