Cuando vi El lado luminoso de la vida (título en castellano del original Silver linings playbook), aseguré por
radio que, aun no habiendo visto un par de las restantes candidatas al Oscar a
la Mejor Película, elegía ésta, que me parecía imposible de superar.
La película escrita y dirigida
por David O. Russell tiene la magia y el encanto de ir a fondo en un tema
incómodo, difícil, con absoluta naturalidad, sin guiños forzados ni
triquiñuelas simplonas y melodramáticas.
Y con un plus, nada desdeñable
por cierto: una impresionante catarata emocional que empujan, el guión por un
lado, y dos actores inmensos como Bradley Cooper y Jennifer Lawrence, por el
otro.
La historia cuenta que Pat
(Cooper), después de ocho meses en un neuropsiquiátrico vuelve a la casa de sus
padres. Con serias distorsiones respecto del mundo real, Pat quiere
recuperar lo que ha perdido para siempre: el amor de una mujer que, con su
engaño, provocó la reacción que obligó a internarlo.
Tiffany (Lawrence) es una chica
de mala fama en el barrio. Su corazón
también sangra por una pérdida, aunque con una diferencia fundamental respecto
de Pat: sabe cómo son las cosas. Y
también cómo le gustaría que fuesen.
Pat y Tiffany están más cerca de
lo que ellos creen cuando se conocen. Tienen problemas para relacionarse no
sólo por sus historias de vida, excepcionales por cierto. ¿Quién podría afirmar
hoy que puede relacionarse con facilidad? Ahora, ¿no vale la pena intentarlo?
La película, entre sus muchas
virtudes, ostenta una que considero primordial: la honestidad de su formulación
y de su propuesta. No oculta desde el vamos lo que va a ocurrir porque aquí no
importa tanto el qué sino el cómo. Acaso la gran premisa de este
estupendo film es: ¿cómo juntar y pegar los pedazos de dos corazones que estallaron
por el aire?
Sin grandilocuencia, pero con un
ritmo narrativo sostenido y muy entretenido, El lado luminoso de la vida
evoluciona con la naturalidad con la que cada día sucede al anterior,
alternando humor, drama e ironía, sin perder de vista que se trata de una
película acerca de cómo mejorar vidas rotas, mentes nubladas, afectos en el
freezer.
Como sucede en las producciones
norteamericanas que rozan la excelencia, el nivel actoral, además de los protagonistas,
es superlativo. Robert De Niro y Jacki Weaver, como los padres de Pat, están
para llevarlos a la mesita de luz. Los amigos de De Niro en la película, para
invitarlos a tomar unas cervezas en el bar del barrio. Más allá de las diferencias culturales, de
nacionalidad y de idioma, la empatía es asombrosa: podríamos ser cualquiera de
ellos. Sufrir, gozar, llorar, por la mismas cosas que ellos.
Hay un clic en la trama que
conviene no pasar por alto: el momento en que De Niro (colosal, inclasificable)
le dice a Cooper, su hijo en la ficción: “Cuando
la vida te da una oportunidad, es un
pecado no tomarla”. ¿Cuántos de estos pecados hemos cometido?
No es la primera vez que Russell
se mete con los rollos entre padres e hijos, o en cuestiones familiares. En El luchador, ese perdedor inolvidable
que compone Mickey Rourke quiere, más que nada, recomponer el vínculo con su
hija.
Ni sombra de duda: mientras otras
producciones canallescas como La noche
más oscura (de la que ya me ocupé) fogonean el odio, e intentan justificar
lo injustificable, merece celebrarse la aparición de un antídoto como esta
película maravillosamente simple, hondamente conmovedora, en la que, además, en
plena era 3.0, reaparecen las cartas de amor para cambiar las vidas de las
personas.
Son demasiadas cuestiones que
golpean fuerte como para resistirse a las lágrimas. Ni siquiera pudo, en la
vida real, Robert De Niro (quien sabía que la historia se inspira en la de un
hijo del guionista y director) durante una entrevista televisiva, en la que
lagrimeó como un hombre sensible debe hacerlo.
Lleve un paquete de pañuelos de papel,
abra su mente y su corazón, y disfrute.
Existen momentos en los cuales
las lágrimas brotan no precisamente por la tristeza.
No cometa el pecado de perderse ese privilegio.