El buen cine logra cualquier objetivo, por imposible que parezca.
Pensar que una película sobre Adam, un joven de 27 años que contrae cáncer, pueda resultar divertida, amena, sensible, respetuosa y esperanzadora, suena a imposible. Los prejuicios son duros de erradicar.
50/50 derrumba todos los miedos, ratificando que hay un movimiento más que atractivo en el nuevo cine independiente norteamericano. Una trama sólida (mérito de un excelente guión), un director sobrio e imaginativo y un grupo de intérpretes excepcionales son el pasaje para una excursión sentimental inolvidable.
Si Terms of endearment (La fuerza del cariño) -citada irónicamente por el protagonista en el momento en que anuncia la enfermedad a sus padres- fue una exposición lastimosa, lacrimógena y exacerbada del golpe bajo sobre el mismo tema, 50/50 es su exacta contracara.
Por terrible que sea, todo en este film extraordinario fluye con la simpleza de lo cotidiano. La enfermedad del protagonista, el amigo fiestero pero fiel, la novia dubitativa, la madre desorientada (una espléndida Anjelica Houston), el padre con Alzheimer y hasta Huesudo, el perro callejero que rebosa una fidelidad incondicional que algunos humanos desconocen.
Hay momentos en los que el cine imita a la vida.
El humor (a veces negro) es una magnífica herramienta para que el drama no consuma ni al protagonista ni al espectador. No sobran diálogos: los personajes dicen sólo lo indispensable. No faltan silencios. Un botón de muestra: la entrada de Adam al hospital y su primer contacto con el universo de los enfermos de cáncer es, sencillamente, prodigiosa.
Sin la moralina pretendidamente aleccionadora del cine hamburguesa o pochoclero, 50/50 (en referencia a las posibilidades primigenias de cura; luego la cosa se complicará), eligió una cuidada y verosímil progresión dramática, que estalla cada vez que debe hacerlo. Las discusiones con el mejor amigo, el (entendible) cargoseo materno, el miedo ante la cirugía inevitable y definitoria, la explosión emocional del enfermo cuando siente que no puede más, simplemente porque no puede más, engrandecen los alcances de una obra que va mucho más allá de una película sobre enfermedades terminales.
50/50 es un vehículo formidable para reflexionar acerca de lo mejor y lo peor de nuestra sociedad. Es una reivindicación del sentimiento y la tenacidad sobre la inexperiencia (la psicóloga de Adam), un replanteo sobre los vínculos familiares y afectivos (¿es necesario estar en una camilla, a punto de entrar al quirófano, para verbalizar el amor a los padres?) y –en tiempos de proactividad y eficiencia a la carta- un grito pelado a favor de lo fabulosamente imperfectos y falibles que somos los seres humanos cuando tenemos miedo.
Y, también, de lo tremendamente vulnerables que nos volvemos cuando falta alguien a nuestro lado.
Por fortuna, la película termina con el único final posible para semejante maratón de sentimientos.
Hace una punta de años, cuando escribí en un matutino sobre Mediterráneo, aquella joya italiana de Gabriele Salvatores, expresé que “las grandes películas ayudan a entender mejor la vida”.
50/50 también tiene esa maravillosa cualidad.