sábado, 29 de enero de 2011
REBELDE, SOÑADOR Y FUGITIVO
“Acaso cometo el pecado de vestir a los perdedores con el ropaje de los sueños”, dijo en el momento en que sus novelas se esfumaban vertiginosamente de los anaqueles de las librerías argentinas. Podría tratarse de una defensa ante los virulentos ataques de colegas que nunca toleraron ni su éxito ni la fidelidad de sus lectores. También, si se quiere, de una declaración de principios en la que –muy a su manera- el pecado terminaba convertido en virtud.
Desde hoy son catorce los años en que se extraña a Osvaldo Soriano (Mar del Plata, 6 de enero de 1943), un escritor imaginativo, provocador, capaz de macerar la alquimia perseguida por todo narrador: la que consigue entretener, promover la reflexión y conmover.
Autor de una de las mejores primeras novelas que se recuerden, Triste, solitario y final (1973), donde se arriesgó a involucrarse como personaje junto a sus amados Stan Laurel, Oliver Hardy y el detective Philip Marlowe (creado por Raymond Chandler), lo que en otro autor hubiera resultado insolente, en Soriano rozó la genialidad.
Alérgico a los totalitarismos, hizo escala en Bélgica primero y en Francia después, durante los años de plomo de la Argentina. En el exilio se forjaron No habrá más penas ni olvido (1978), implacable vivisección del gen peronista de los ’70, y Cuarteles de invierno (1980), notable metáfora de la última dictadura vernácula, sin tics ni clichés, en la que dos perdedores en debacle (un cantor de tangos y un boxeador) rebuscan en los bolsillos sus últimos sueños.
La desopilante A sus plantas rendido un león (1988) se atrevió a redoblar la apuesta en cuanto a audacia: la Guerra de Malvinas como eco en medio de una revuelta en un inexistente país africano, donde un falso cónsul, Faustino Bertoldi, siente estallar su argentinidad.
En Una sombra ya pronto serás (1990), entre humor, nostalgia y poesía, puede bucearse en la dicha y la tragedia de ser argentino. Un ingeniero en informática sin nombre y un italiano apócrifo son las llaves para una magistral novela de ruta, en la que los protagonistas, a falta de efectivo, apuestan sus ilusiones en una partida de truco. O donde los caminos, sin señales, conducen a ninguna parte.
El ojo de la patria (1992), con su prócer momificado revivido por un chip, y un espía porteño en medio de la operación Milagro Argentino, antecedió a su novela más riesgosa y autobiográfica: La hora sin sombra (1995). Exquisita manifestación de madurez literaria, Soriano volcó en ella, sin pudores, sueños de infancia, el recuerdo de su madre y el reencuentro con la que siempre fue, en vida y obra, la figura trascendental: su padre.
Hubo cuatro libros con artículos periodísticos, cuentos y evocaciones: Artistas, locos y criminales (1984); Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988), Cuentos de los años felices (1993) y Piratas, fantasmas y dinosaurios (1996), donde aprovechó, entre otras cosas, para ajustar cuentas con los detractores del fútbol (deporte que jugó y amó), dejando como herencia a un inefable entrenador, el Míster Peregrino Fernández, o el relato de El penal más largo del mundo.
“Un autor debe estar a la altura de sus personajes”, me aseguró en un bar porteño, una calurosa tarde de principios de los ’90. Porque este hombre que detestaba la frivolidad y aborrecía la ostentación, firmó contratos millonarios pero frente a su casa de la Boca estacionaba un Dogde 1.500. “En mi barrio no hay lugar para otro coche que no sea ése”, explicaba.
Desde ya.
Bertoldi, Rocha o Galván no lo hubieran permitido.
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